No han tardado en aparecer las disquisiciones analíticas en torno al viaje de René González a La Habana. Llegó el viernes último, en un vuelo secretísimo del que supimos en Estados Unidos luego de aterrizado, y del que Cuba dijo apenas lo imprescindible.
Le queda una semana al agente de la Red Avispa junto a su hermano terriblemente enfermo, junto a su familia, y junto a los oficiales de inteligencia que destinarán varias horas a ponerse al día con su ex infiltrado en Miami, por más que las condiciones legales de su viaje se lo impidan formalmente.
Y los analistas no cesan de interpretar este viaje permitido a quien cumplió 13 años de prisión por un delito de espionaje en suelo americano.
Algunos dicen: es un gesto unilateral que la administración Obama no debería permitirse. Otros dicen: forma parte de un acuerdo tácito establecido entre dos Estados, y donde Alan Gross visitando a su madre nonagenaria será el próximo paso preconcebido. Los más arriesgados presumen: el gobierno americano apuesta a que se quede en la Isla, y lo libere del riesgo que corre el espía en las calles estadounidenses.
La especulación es materia inherente al análisis político. Todo cabe.
Pero algo olvidan aquellos que, lo mismo desde un Centro de Estudios de Estados Unidos en la Universidad de La Habana, o desde un programa radial de Miami lanzan sus predicciones o deducciones sobre un permiso hasta hace poco impensado: no fue Barack Obama quien puso a René González en un avión rumbo a Cuba. Fue la jueza Joan Lenard. Y en una democracia como la estadounidense, la separación de poderes no solo es real: es total.
Para comprobarlo basta revisar la declaración del Departamento de Justicia estadounidense una semana antes de la decisión de la jueza Lenard, en franca oposición al pedido de González; y basta también revisar la reacción de la Casa Blanca a la aprobación de la jueza federal, lamentando la decisión y mostrando sus preocupantes sobre la amenaza a la seguridad nacional que podría implicar el ex agente junto a sus oficiales en activo desde La Habana.
Si bien René González requería, a pesar del sí de la jueza Lenard, de los permisos por parte del Departamento de Estado y del Tesoro, también es cierto que las condiciones de libertad supervisada en que se encuentra actualmente no impedían un viaje como este en condiciones legales. Esto había sido admitido antes por el gobierno norteamericano.
Entonces, una vez concedido el permiso por la jueza federal de la corte de Miami, ¿existía manera de bloquear esta visita de evidentes motivaciones humanitarias pero de obvias connotaciones políticas? En una democracia como la estadounidense, no.
Una democracia donde no existe manera de presionar políticamente a una jueza o un tribunal, y obligarlos a fallar en función de preceptos “convenientes”, siempre podrá correr el riesgo de parecer débil. Para algunos partidarios de las políticas más duras contra el régimen de la Isla esta visita de René González, un ciudadano estadounidense de nacimiento que trabajaba para el aparato cubano, es un gesto de debilidad imperdonable.
Pero quizás olvidan que solo bajo una verdadera separación de poderes los intereses de la Justicia no pueden ser contaminados con los de la política, siempre voluble y camaleónica.
Únicamente violentando los preceptos de la legalidad que han hecho de este país una democracia admirable el Departamento de Justicia habría podido bloquearse la decisión de la jueza Joan Lenard. Y qué bueno que no ha sido así.
Quienes creen que con esto los Estados Unidos han ofrecido una lección a la Isla regida por sátrapas comunistas, quizás incurran en un nuevo error. A las dictaduras no se les enseña el lenguaje democrático como a los niños la matemática o la biología. Es una lección que no les interesa.
Pero a quienes comprendemos las reglas de un Estado de Derecho sí debería alegrarnos el ejercicio de la Justicia: como los músculos, mientras más activos más saludables. Más que un gesto de esperanza para los familiares de Alan Gross, el viaje de René González es un símbolo de respeto hacia las bases impulsadas por los Founding Fathers doscientos años atrás, y que esta gran nación jamás debe cansarse de practicar.
Le queda una semana al agente de la Red Avispa junto a su hermano terriblemente enfermo, junto a su familia, y junto a los oficiales de inteligencia que destinarán varias horas a ponerse al día con su ex infiltrado en Miami, por más que las condiciones legales de su viaje se lo impidan formalmente.
Y los analistas no cesan de interpretar este viaje permitido a quien cumplió 13 años de prisión por un delito de espionaje en suelo americano.
Algunos dicen: es un gesto unilateral que la administración Obama no debería permitirse. Otros dicen: forma parte de un acuerdo tácito establecido entre dos Estados, y donde Alan Gross visitando a su madre nonagenaria será el próximo paso preconcebido. Los más arriesgados presumen: el gobierno americano apuesta a que se quede en la Isla, y lo libere del riesgo que corre el espía en las calles estadounidenses.
La especulación es materia inherente al análisis político. Todo cabe.
Pero algo olvidan aquellos que, lo mismo desde un Centro de Estudios de Estados Unidos en la Universidad de La Habana, o desde un programa radial de Miami lanzan sus predicciones o deducciones sobre un permiso hasta hace poco impensado: no fue Barack Obama quien puso a René González en un avión rumbo a Cuba. Fue la jueza Joan Lenard. Y en una democracia como la estadounidense, la separación de poderes no solo es real: es total.
Para comprobarlo basta revisar la declaración del Departamento de Justicia estadounidense una semana antes de la decisión de la jueza Lenard, en franca oposición al pedido de González; y basta también revisar la reacción de la Casa Blanca a la aprobación de la jueza federal, lamentando la decisión y mostrando sus preocupantes sobre la amenaza a la seguridad nacional que podría implicar el ex agente junto a sus oficiales en activo desde La Habana.
Si bien René González requería, a pesar del sí de la jueza Lenard, de los permisos por parte del Departamento de Estado y del Tesoro, también es cierto que las condiciones de libertad supervisada en que se encuentra actualmente no impedían un viaje como este en condiciones legales. Esto había sido admitido antes por el gobierno norteamericano.
Entonces, una vez concedido el permiso por la jueza federal de la corte de Miami, ¿existía manera de bloquear esta visita de evidentes motivaciones humanitarias pero de obvias connotaciones políticas? En una democracia como la estadounidense, no.
Una democracia donde no existe manera de presionar políticamente a una jueza o un tribunal, y obligarlos a fallar en función de preceptos “convenientes”, siempre podrá correr el riesgo de parecer débil. Para algunos partidarios de las políticas más duras contra el régimen de la Isla esta visita de René González, un ciudadano estadounidense de nacimiento que trabajaba para el aparato cubano, es un gesto de debilidad imperdonable.
Pero quizás olvidan que solo bajo una verdadera separación de poderes los intereses de la Justicia no pueden ser contaminados con los de la política, siempre voluble y camaleónica.
Únicamente violentando los preceptos de la legalidad que han hecho de este país una democracia admirable el Departamento de Justicia habría podido bloquearse la decisión de la jueza Joan Lenard. Y qué bueno que no ha sido así.
Quienes creen que con esto los Estados Unidos han ofrecido una lección a la Isla regida por sátrapas comunistas, quizás incurran en un nuevo error. A las dictaduras no se les enseña el lenguaje democrático como a los niños la matemática o la biología. Es una lección que no les interesa.
Pero a quienes comprendemos las reglas de un Estado de Derecho sí debería alegrarnos el ejercicio de la Justicia: como los músculos, mientras más activos más saludables. Más que un gesto de esperanza para los familiares de Alan Gross, el viaje de René González es un símbolo de respeto hacia las bases impulsadas por los Founding Fathers doscientos años atrás, y que esta gran nación jamás debe cansarse de practicar.