Hace apenas tres días, estuve en el aeropuerto de Miami, no quería yo perderme la llegada de Berta Soler a esta ciudad. Discretas y humildes, allí estaban, sentadas en un rincón, un pequeño grupo de aquellas mujeres a las que por su inmensidad, hace algún tiempo bauticé “Mis Novias de Blanco”; entonces recordé una mañana de domingo, que un fuerte e indiscreto sol, descubría la 5ta avenida y revelaba ante mis ojos una perfecta formación, que por desconocimiento relacioné con una convención de santeros.
Desacierto total, eran mujeres vestidas de blanco con una flor en la mano. Me detuve a observar, y un cincuentón de cara desencajada y guayabera color beige, entre el susto y la emoción, se acercó dando palmadas sobre el capó de mi auto, y mostrando un carné del G2, me ordenó con amabilidad inusual “Sal de aquí, esas son Las Damas de Blanco”. Continué mi lenta marcha, decidido a saber quiénes eran aquellas mujeres.
Días después me enteré que el mismo grupo de mujeres estaba protestando cerca de la Plaza de la Revolución, justo donde yo me había manifestado por considerarlo el ágora de los cubanos; y que una de ellas (Berta Soler), no pensaba irse de allí hasta que no pudiera ver a su esposo detenido y enfermo. Pero claro, fuerzas policiales y paramilitares las desalojaron usando la siempre repugnante ayuda de patadas y empujones.
Para entonces, conocerlas dejó de ser una simple curiosidad, era un deber, un sentimiento, acercarme a aquellas mujeres que por pedir la libertad de sus familiares, de sus seres queridos, cada domingo incluso hoy logran desencadenar la quietud de los dictadores cubanos. ¿Quién se atreve a tanto amor?
Las vi por primera vez, en la distancia, una morena corpulenta con trencitas, y una rubia con pamela, que resultó ser luego un ángel que, cuando todo estaba oscuro, Dios colocó en mi camino y como nombre terrenal le puso Laura Pollán.
De pronto un “Abajo los hermanos Castro” interrumpió mis recuerdos, era la voz grave y segura de un ébano convertido en mujer, de una dama que por su ternura y simplicidad es imposible creer que para algunos sea sólo un expediente abierto. Su sonrisa es un anzuelo; y su valor, rima con hermosura, pero no con simulación.
Por un segundo temí acercarme, pensé en el tiempo y sus estragos, y que no se acordaría de mí; pero no, me equivoque, pese a su periplo mundial, y recibir tantas muestras de afectos Berta continúa siendo un soldado de esperanza, armada con su indefensión. Práctica, racional, obstinada, directa, fuerte, bonachona, alegre, leal, carismática y dulce, es una excelente amiga, perfecta fusión de defectos y virtudes, una auténtica cubanaza. Es mujer sencilla de espíritu indómito; que sin pretensiones de poder, entrega amor a los excluidos de cualquier misericordia. Es un ser humano inmune a esa fiebre de protagonismo que tanto pulula y atrofia.
Abracé y besé a la misma mujer que un domingo, vestida de blanco, luego de asistir a la misa en Santa Rita, y de marchar por la 5ta Avenida, conocí sentada en uno de los viejos bancos que inmóviles y desde hace años custodian con celo el parque Gandhi en Miramar, esa bellísima barriada habanera que se resiste a continuar anclada a la era del deshielo.
Desacierto total, eran mujeres vestidas de blanco con una flor en la mano. Me detuve a observar, y un cincuentón de cara desencajada y guayabera color beige, entre el susto y la emoción, se acercó dando palmadas sobre el capó de mi auto, y mostrando un carné del G2, me ordenó con amabilidad inusual “Sal de aquí, esas son Las Damas de Blanco”. Continué mi lenta marcha, decidido a saber quiénes eran aquellas mujeres.
Días después me enteré que el mismo grupo de mujeres estaba protestando cerca de la Plaza de la Revolución, justo donde yo me había manifestado por considerarlo el ágora de los cubanos; y que una de ellas (Berta Soler), no pensaba irse de allí hasta que no pudiera ver a su esposo detenido y enfermo. Pero claro, fuerzas policiales y paramilitares las desalojaron usando la siempre repugnante ayuda de patadas y empujones.
Para entonces, conocerlas dejó de ser una simple curiosidad, era un deber, un sentimiento, acercarme a aquellas mujeres que por pedir la libertad de sus familiares, de sus seres queridos, cada domingo incluso hoy logran desencadenar la quietud de los dictadores cubanos. ¿Quién se atreve a tanto amor?
Las vi por primera vez, en la distancia, una morena corpulenta con trencitas, y una rubia con pamela, que resultó ser luego un ángel que, cuando todo estaba oscuro, Dios colocó en mi camino y como nombre terrenal le puso Laura Pollán.
De pronto un “Abajo los hermanos Castro” interrumpió mis recuerdos, era la voz grave y segura de un ébano convertido en mujer, de una dama que por su ternura y simplicidad es imposible creer que para algunos sea sólo un expediente abierto. Su sonrisa es un anzuelo; y su valor, rima con hermosura, pero no con simulación.
Por un segundo temí acercarme, pensé en el tiempo y sus estragos, y que no se acordaría de mí; pero no, me equivoque, pese a su periplo mundial, y recibir tantas muestras de afectos Berta continúa siendo un soldado de esperanza, armada con su indefensión. Práctica, racional, obstinada, directa, fuerte, bonachona, alegre, leal, carismática y dulce, es una excelente amiga, perfecta fusión de defectos y virtudes, una auténtica cubanaza. Es mujer sencilla de espíritu indómito; que sin pretensiones de poder, entrega amor a los excluidos de cualquier misericordia. Es un ser humano inmune a esa fiebre de protagonismo que tanto pulula y atrofia.
Abracé y besé a la misma mujer que un domingo, vestida de blanco, luego de asistir a la misa en Santa Rita, y de marchar por la 5ta Avenida, conocí sentada en uno de los viejos bancos que inmóviles y desde hace años custodian con celo el parque Gandhi en Miramar, esa bellísima barriada habanera que se resiste a continuar anclada a la era del deshielo.