Los dictadores y sus secuaces, por regla general, son individuos extravagantes, autócratas, narcisistas, hipocondríacos, provocadores, enigmáticos y perturbadores. Por ello, y por más, todo aquel que haya crecido en cualquiera de los eslabones de la cadena de un régimen dictatorial, comparte un trauma psicosocial que es difícil curar.
La violencia gubernamental comienza debilitando el estado de bienestar con el ejercicio constante de su propio virtuosismo para imponer el terror y crear la incertidumbre bajo el amparo de la autoridad. Esto valida el poder y deja a la ciudadanía sin la posibilidad real de recurrir a un ente interno o externo que defienda sus derechos. Se llama - según algunos estudiosos – desamparo legal.
Científicamente ha quedado demostrado que este daño repercute en toda la población independientemente de la clase social a que pertenezca cada individuo. Y afecta no sólo a nivel psicológico y familiar, también damnifica el desarrollo cultural y educacional.
No creo en izquierdas ni derechas; pero sí en que todas las dictaduras poseen como única ideología la práctica de la supremacía, y la imposición de su dominación hasta el punto de que la sociedad termina adoptando la pasividad, el sometimiento y la resignación como un fenómeno natural.
El totalitarismo, con absoluta certeza es machista, el hombre legalmente manda y domina por cualquier medio a la mujer.
Creo que muchos conocemos los repetidos vejámenes que sufren en Cuba las Damas de Blanco. Pero hay muchísimo más, por ejemplo; en los hospitales psiquiátricos cubanos se amontonan expedientes, muy descriptivos, de horrendas agresiones sexuales por parte de la autoridad que, por no ser enfrentadas legalmente, producen no solo daño en la memoria corporal de cada víctima mujer, también se convierte en shock irreparable, extensivo a los hijos.
Incontables las mujeres que han sido afectadas en su individualidad, en su entorno, en su ámbito familiar, social y ético. El odio, en estos casos (sin referirme al de las muchas madres que han perdido hijos en el mar), es una emoción sensata y hasta necesaria.
Convincente razón que me arrastra a pensar que para hablar del futuro cubano y su transición, deberíamos primero ser suficientes y despojarnos seriamente del disfraz, y con ello, el deseo de agradar.
No sé a otros, pero a mí, que respeto el criterio de quienes ansían figurar esbozando una moral común en discursos que incitan a la exaltación ciudadana; me suena ingenuo, falso, ridículo y hasta infantil escucharlos hablar de Perdón cual si este fuera una respuesta elegante, civilizada y pragmática a la violencia estatal.
Me pregunto cómo podría el Perdón, por si sólo – si es que puede –, no ser el punto de partida para otra etapa de violencia, o cómo podrá lograr, esa misma absolución, reconciliar a una sociedad que por años ha visto enfrentar a sus hijos como a bandos de enemigos.
He leído, y últimamente escucho con reiterada frecuencia, varias fórmulas y ejemplos; pero yo únicamente confío en las dos viejas herramientas que históricamente han demostrado ser más confiables que la venganza, y más efectivas que la tolerancia: La ley y la justicia.
La violencia gubernamental comienza debilitando el estado de bienestar con el ejercicio constante de su propio virtuosismo para imponer el terror y crear la incertidumbre bajo el amparo de la autoridad. Esto valida el poder y deja a la ciudadanía sin la posibilidad real de recurrir a un ente interno o externo que defienda sus derechos. Se llama - según algunos estudiosos – desamparo legal.
Científicamente ha quedado demostrado que este daño repercute en toda la población independientemente de la clase social a que pertenezca cada individuo. Y afecta no sólo a nivel psicológico y familiar, también damnifica el desarrollo cultural y educacional.
No creo en izquierdas ni derechas; pero sí en que todas las dictaduras poseen como única ideología la práctica de la supremacía, y la imposición de su dominación hasta el punto de que la sociedad termina adoptando la pasividad, el sometimiento y la resignación como un fenómeno natural.
El totalitarismo, con absoluta certeza es machista, el hombre legalmente manda y domina por cualquier medio a la mujer.
Creo que muchos conocemos los repetidos vejámenes que sufren en Cuba las Damas de Blanco. Pero hay muchísimo más, por ejemplo; en los hospitales psiquiátricos cubanos se amontonan expedientes, muy descriptivos, de horrendas agresiones sexuales por parte de la autoridad que, por no ser enfrentadas legalmente, producen no solo daño en la memoria corporal de cada víctima mujer, también se convierte en shock irreparable, extensivo a los hijos.
Incontables las mujeres que han sido afectadas en su individualidad, en su entorno, en su ámbito familiar, social y ético. El odio, en estos casos (sin referirme al de las muchas madres que han perdido hijos en el mar), es una emoción sensata y hasta necesaria.
Convincente razón que me arrastra a pensar que para hablar del futuro cubano y su transición, deberíamos primero ser suficientes y despojarnos seriamente del disfraz, y con ello, el deseo de agradar.
No sé a otros, pero a mí, que respeto el criterio de quienes ansían figurar esbozando una moral común en discursos que incitan a la exaltación ciudadana; me suena ingenuo, falso, ridículo y hasta infantil escucharlos hablar de Perdón cual si este fuera una respuesta elegante, civilizada y pragmática a la violencia estatal.
Me pregunto cómo podría el Perdón, por si sólo – si es que puede –, no ser el punto de partida para otra etapa de violencia, o cómo podrá lograr, esa misma absolución, reconciliar a una sociedad que por años ha visto enfrentar a sus hijos como a bandos de enemigos.
He leído, y últimamente escucho con reiterada frecuencia, varias fórmulas y ejemplos; pero yo únicamente confío en las dos viejas herramientas que históricamente han demostrado ser más confiables que la venganza, y más efectivas que la tolerancia: La ley y la justicia.