Cuba se dirige a una zona de fosilización, o quizás ya lo esté hace rato, mientras el mundo sigue a la expectativa desde que Castro I medio desapareció de escena. La expectación parece que durará tanto como la propia dictadura, camino de la eternidad. Los cambios implementados por Raúl Castro permiten reconocer siempre la misma foto fija, aquella en la que los derechos humanos siguen sin ser reconocidos de forma efectiva, ni mucho menos respetados por las autoridades que deberían verse obligadas a salvaguardarlos. La organización internacional Human Rights Watch, en recientes declaraciones de uno de sus portavoces, ha repetido que lo que sucede en la Isla es “una anomalía”, teniendo en cuenta el marco regional en el que se encuentra.
De hecho, ya el interés de lo cubano no reside tanto en su modelo pretendidamente alternativo frente a otra forma de entender la organización social, lo que el mundo se ha empeñado en considerar románticamente como una “revolución”; el interés de lo cubano reside más bien en observar las claves que permiten a un grupo de poder, cuya obra no es más que un monumento al fracaso, permanecer en la cúspide sin que un pueblo entero, un sistema judicial independiente o una comunidad internacional comprometida pueda removerlos de esa posición que ocupan, no tranquilamente, pero sí quizás cómodamente, al menos durante los últimos 54 años. Además, sigue siendo un enigma por qué un gobierno retrógrado, conservador y recalcitrante recibe el apoyo y el aplauso continuado de las fuerzas del supuesto progresismo mundial.
En los últimos meses se han producido varias noticias que, de una forma u otra, han sido consideradas una “esperanza” para desencadenar algún tipo de desenlace a esta situación en la que se encuentra Cuba. Por un lado, está la reforma migratoria y la posibilidad de que los opositores salgan al exterior y tomen contacto con un mundo totalmente opuesto a su realidad cotidiana. Por el otro, una timidísima apertura de Internet que para algunos podría ser un coladero interesante de ideas libertadoras. Sea como sea, ambas esperanzas podrían acabar siendo un tremendo fiasco.
Acabo de llegar de Lituania donde he tenido varios encuentros con activistas y opositores bielorrusos que me han hablado de su lucha para cambiar las cosas en su país, Bielorrusia, gobernada por un intransigente, amigo del gobierno cubano, Alexander Lukashenko. Bielorrusia no tiene nada que ver con Cuba, pero hay algunos elementos en común, y entre éstos hay la existencia de un régimen autoritario para el que los derechos humanos no son más que un chisme de Occidente. El desprecio institucional hacia valores como la libertad individual o la democracia ha calado absolutamente en la mente de los ciudadanos, de manera que a veces un activista puede darse de bruces contra un muro de incomprensión si trata de que su discurso a favor de las libertades individuales encienda alguna que otra chispa en la conciencia de los que viven en cautiverio.
Porque el problema no es únicamente el dictador, ni tampoco el gobierno. El problema puede ser más complejo, por lo que un cambio radical en el sistema necesita de una transformación de mentalidad entre las personas que viven esa realidad. Y eso no se consigue solamente tumbando a un dictador, o a un gobierno. Otro ejemplo de esto lo tenemos bien claro en Egipto, donde todas las esperanzas de cambio se han difuminado tras el aquelarre revolucionario de la plaza Tahrir y todas las revoluciones de la Primavera Árabe.
No basta con disponer de Internet ni tampoco de movilidad si las ideas que pueden originar un cambio real no convencen ni están en el diccionario de los que durante largos años han sido instruidos en sentido contrario. La red social rusa Vkonktate recibe tres millones de visitas de Bielorrusia al día, mientras que la página web con noticias alternativas de la oposición solo registra 100.000 en sus mejores días. A pesar de la conectividad de los bielorrusos a Internet, entre sus intereses no parece estar el de visitar las páginas de la oposición. Tener información al alcance, lamentablemente, no siempre es sinónimo de ser capaz de procesarla en un sentido positivo.
De hecho, ya el interés de lo cubano no reside tanto en su modelo pretendidamente alternativo frente a otra forma de entender la organización social, lo que el mundo se ha empeñado en considerar románticamente como una “revolución”; el interés de lo cubano reside más bien en observar las claves que permiten a un grupo de poder, cuya obra no es más que un monumento al fracaso, permanecer en la cúspide sin que un pueblo entero, un sistema judicial independiente o una comunidad internacional comprometida pueda removerlos de esa posición que ocupan, no tranquilamente, pero sí quizás cómodamente, al menos durante los últimos 54 años. Además, sigue siendo un enigma por qué un gobierno retrógrado, conservador y recalcitrante recibe el apoyo y el aplauso continuado de las fuerzas del supuesto progresismo mundial.
En los últimos meses se han producido varias noticias que, de una forma u otra, han sido consideradas una “esperanza” para desencadenar algún tipo de desenlace a esta situación en la que se encuentra Cuba. Por un lado, está la reforma migratoria y la posibilidad de que los opositores salgan al exterior y tomen contacto con un mundo totalmente opuesto a su realidad cotidiana. Por el otro, una timidísima apertura de Internet que para algunos podría ser un coladero interesante de ideas libertadoras. Sea como sea, ambas esperanzas podrían acabar siendo un tremendo fiasco.
Acabo de llegar de Lituania donde he tenido varios encuentros con activistas y opositores bielorrusos que me han hablado de su lucha para cambiar las cosas en su país, Bielorrusia, gobernada por un intransigente, amigo del gobierno cubano, Alexander Lukashenko. Bielorrusia no tiene nada que ver con Cuba, pero hay algunos elementos en común, y entre éstos hay la existencia de un régimen autoritario para el que los derechos humanos no son más que un chisme de Occidente. El desprecio institucional hacia valores como la libertad individual o la democracia ha calado absolutamente en la mente de los ciudadanos, de manera que a veces un activista puede darse de bruces contra un muro de incomprensión si trata de que su discurso a favor de las libertades individuales encienda alguna que otra chispa en la conciencia de los que viven en cautiverio.
Porque el problema no es únicamente el dictador, ni tampoco el gobierno. El problema puede ser más complejo, por lo que un cambio radical en el sistema necesita de una transformación de mentalidad entre las personas que viven esa realidad. Y eso no se consigue solamente tumbando a un dictador, o a un gobierno. Otro ejemplo de esto lo tenemos bien claro en Egipto, donde todas las esperanzas de cambio se han difuminado tras el aquelarre revolucionario de la plaza Tahrir y todas las revoluciones de la Primavera Árabe.
No basta con disponer de Internet ni tampoco de movilidad si las ideas que pueden originar un cambio real no convencen ni están en el diccionario de los que durante largos años han sido instruidos en sentido contrario. La red social rusa Vkonktate recibe tres millones de visitas de Bielorrusia al día, mientras que la página web con noticias alternativas de la oposición solo registra 100.000 en sus mejores días. A pesar de la conectividad de los bielorrusos a Internet, entre sus intereses no parece estar el de visitar las páginas de la oposición. Tener información al alcance, lamentablemente, no siempre es sinónimo de ser capaz de procesarla en un sentido positivo.