Aculturación es el término que utilizan los especialistas que estudian el proceso cultural por el que individuos o poblaciones se adaptan a nuevas condiciones de vida y a una nueva identidad social.
Dicho proceso tiene como sinónimo el término transculturación acuñado por el humanista cubano, Fernando Ortiz, que lo interpretaba como un proceso recíproco en el que todas las culturas se ven afectadas. El término concebido por Ortiz, sin embargo, no define con toda exactitud la evolución cultural de un emigrante por cuanto la reciprocidad cultural que propone se disuelve ante la hegemonía de la cultura dominante.
La popularidad de los tacos y los frijoles negros no impedirá que la cultura dominante prevalezca, pero lo que sí determinará su declinación es el cambio demográfico, porque ineludiblemente éste va acompañado de un cambio cultural.
El célebre escritor y científico, Isaac Asimov, lo describió con su tersura acostumbrada: Roma desapareció cuando se acabaron los romanos y las tribus bárbaras se apoderaron del imperio. Lo importante de la aculturación es que uno la pueda adoptar por voluntad propia, sin imposición, sin miedo, con el fin soberano de buscar adaptación a un nuevo estilo de vida.
Los cubanos residentes en Estados Unidos, por ejemplo, asimilan hábitos, costumbres y tradiciones estadounidenses enriqueciendo su nuevo acervo cultural, pero inevitablemente sufren una merma creciente de su identidad a medida que pasa el tiempo, hasta agotar su reserva cultural dentro de cierto número de generaciones.
Muchos de ellos abandonaron Cuba por motivos políticos para escapar de la tiranía castrista y son ellos los que más sufren la pérdida de la tierra natal, pero compensan ese quebranto con haber salvado a sus descendientes de la barbarie que reina en ese desdichado país.
No obstante, un buen número de ellos ha logrado sobreponerse a tan duro golpe acelerando incluso el proceso de aculturación con el fin de lograr el denominado sueño americano adaptándose lo antes posible a la nueva ética ciudadana, las normas y costumbres que fortalecen la iniciativa individual y llevan a la prosperidad colectiva.
Siempre ha sido así desde que hace miles de años el ser humano abandonó África en una marcha épica hacia lo desconocido, pobló el planeta, cruzó el océano y ya se dispone a conquistar otros mundos. La aculturación es el mecanismo propicio para cualquiera que busque en otras tierras la libertad y la prosperidad que no encontró en su entorno natural.
Pero la aculturación es un arma mortal cuando conduce al sometimiento. Entonces la tierra ajena no es la que se encuentra allende el mar, sino la tierra que pisan nuestras plantas convertidas en prisión y manicomio. Sólo se piensa en escapar de la más abyecta sumisión que inocula el Estado desde la niñez en libros destinados a convertir al ciudadano en un autómata, obediente, corrupto y despreciable.
Entonces comienza a desdibujarse el paisaje, las palmas dejan de ser novias que esperan y desaparecen de la playa los caracoles que solían llamar a guerra a los indios muertos. No se trata de un mero lavado de cerebro como reza la popular frase, sino de un proceso de aculturación que en sistemas absolutistas como los de Cuba y Corea del Norte conduce al genocidio cultural. Fernando Ortiz probablemente pensaría lo mismo.