Los policías no logran comprender cómo aparece en cada protesta contra el Gobierno.
Semejante a un mago en su mejor número, lo amenazan y se les ríe como si le contaran un chiste. Ya no lo apresan porque temen que se les muera en un calabozo, además, a él no le importa.
Todas las causas nobles le son personales. La última estrategia de los oficiales es martirizarlo. Se lo han hecho a muchos, pero con él no funciona.
Lo suben en un auto patrullero que lo lleva lo más lejos posible del lugar donde se protesta. El viejo Alfredo se mantiene impávido. Deja que cumplan con su atropello. Solo les va recordando por el camino que son testaferros, esbirros y cuanto cree que se merecen.
Lo dejan abandonado en algún paraje distante de todo enlace con la civilización. No se queja.
Alquila un taxi de los que el Gobierno tiene destinado para el turismo. Al montarse le ordena dirigirse hacia 41 y 124, justo en la esquina del Hospital Militar. A veces el chofer lo observa por el retrovisor. Intenta sacarle conversación porque, por esa experiencia de taxista, algo le huele a desconfianza. Pero Alfredo solo le devuelve una sonrisa apacible.
Media hora después están llegando al hospital. Alfredo se inclina para indicarle la dirección exacta donde debe detenerse, justo en la Sección 21, sede de la Contrainteligencia, que fueron quienes lo abandonaron en ese espacio inhóspito. Al descender, los oficiales corren a expulsarlo. El taxista que ha comprendido se baja preocupado. Alfredo los presenta.
–Ellos te pagarán la carrera– dice, y se aleja gritándoles ¡esbirros!
Publicado originalmente en el blog Los hijos que nadie quiso.
Semejante a un mago en su mejor número, lo amenazan y se les ríe como si le contaran un chiste. Ya no lo apresan porque temen que se les muera en un calabozo, además, a él no le importa.
Todas las causas nobles le son personales. La última estrategia de los oficiales es martirizarlo. Se lo han hecho a muchos, pero con él no funciona.
Lo suben en un auto patrullero que lo lleva lo más lejos posible del lugar donde se protesta. El viejo Alfredo se mantiene impávido. Deja que cumplan con su atropello. Solo les va recordando por el camino que son testaferros, esbirros y cuanto cree que se merecen.
Lo dejan abandonado en algún paraje distante de todo enlace con la civilización. No se queja.
Alquila un taxi de los que el Gobierno tiene destinado para el turismo. Al montarse le ordena dirigirse hacia 41 y 124, justo en la esquina del Hospital Militar. A veces el chofer lo observa por el retrovisor. Intenta sacarle conversación porque, por esa experiencia de taxista, algo le huele a desconfianza. Pero Alfredo solo le devuelve una sonrisa apacible.
Media hora después están llegando al hospital. Alfredo se inclina para indicarle la dirección exacta donde debe detenerse, justo en la Sección 21, sede de la Contrainteligencia, que fueron quienes lo abandonaron en ese espacio inhóspito. Al descender, los oficiales corren a expulsarlo. El taxista que ha comprendido se baja preocupado. Alfredo los presenta.
–Ellos te pagarán la carrera– dice, y se aleja gritándoles ¡esbirros!
Publicado originalmente en el blog Los hijos que nadie quiso.