Cuando escuché por primera vez al padre José Conrado Rodríguez, en una visita que hiciera a La Habana, me encontraba entre los últimos de la inmensa multitud que lo rodeaba, atentos a las palabras que pronunciaría.
Siendo honesto, debo confesar que me quedé rezagado porque desconocía su grandeza. Mi desilusión con la jerarquía de la iglesia católica, había provocado que me distanciara, después de cinco años de colaboración incondicional y consecuente, con el obispado de Pinar del Río.
El último de los católicos que me había hecho vibrar en mi tierra, y del que viví enamorado hasta su muerte, fue mi Papa Juan Pablo II.
Desde el fondo de los congregados, comencé a escuchar las palabras del sacerdote José Conrado, que -de inmediato- me provocaron una emoción grata, se me erizó la piel conmovido por tanta pasión, su amor por Cristo y la familia. El discurso versó sobre la carencia material, y su afianzamiento a lo espiritual, la falta de unidad por un gobierno insuficiente que pudiera trastocar los conflictos, miserias y hambrunas, sobre todo en el oriente del país, después de la devastación del huracán Sandy.
Sin saber cómo, mis piernas, respondiendo al llamado de mi alma, me llevaron frente a él, y solo fui consciente cuando me encontré mirándole a los ojos, completamente extasiado por un ser sencillo, de ahí lo extraordinario, que no temía decir lo que su corazón sentía. Esa es mi verdadera religión. Llamaba por un entendimiento entre el gobierno y la oposición, un encuentro entre cubanos, allanar las diferencias y de una vez convertirnos en habitantes de un país próspero, con una historia religiosa y cultural, suficiente para encausar los destinos de la nación. Pedía dejar a un lado las ambiciones personales, y atender a los múltiples ruegos de la sociedad por terminar las diferencias políticas, que lo único que han hecho es impulsar la pobreza en un país que tenía el futuro marcado por el sueño de José Martí.
Su canto sanaba mis heridas, nuevamente palpé la esperanza; pero sobre todo, mi alegría se basaba en que descubrí que existía un hombre de las iglesias, que entendía mis conflictos, sabía de mis clamores, penas, anhelos, vergüenzas y me mostraba soluciones.
Después de oírlo, recordé al obispo Siro, ya retirado para agrado y descanso del gobierno político y eclesiástico, sus esfuerzos por la revista Vitral, dirigida por el querido amigo Dagoberto Valdés, y por mantener sus cursos y el intercambio constante de sociedad y civilidad.
Del amor y verbo directo del obispo Siro, de su clamor por una Cuba nueva, transformadora, evolutiva, en la que prime la unión familiar, aprendí a ser libre, a exteriorizar mis sueños y luchar por ellos sin pensar en el sacrificio.
Dentro de la Catedral de Pinar del Río, crecieron mis ansias libertarias, la necesidad de compartirlas, exigir mis derechos y luchar por alcanzarlos.
El padre José Conrado, en su noche de clamores, me hizo viajar, confundir sus voces, a veces me parecía que escuchaba al otro, mutaban, intercambiaban sus razones religiosas y patrióticas, y por momentos era el obispo Siro, en otro, definitivamente, el padre Conrado, que se unía a esa geografía del mapa nacional católico, comenzando con el obispo Díaz de Espada, el padre José Agustín Caballero, el presbítero Félix Varela, el obispo Siro, el monseñor Pedro Meurice, y ahora, con un candil en su palabra, el padre José Conrado Rodríguez, que desde aquella primera vez que irradió con el brillo de sus ojos, lo distinguí, como el Cardenal que Cuba necesita.
Publicado en el blog Los hijos que nadie quiso.
Siendo honesto, debo confesar que me quedé rezagado porque desconocía su grandeza. Mi desilusión con la jerarquía de la iglesia católica, había provocado que me distanciara, después de cinco años de colaboración incondicional y consecuente, con el obispado de Pinar del Río.
El último de los católicos que me había hecho vibrar en mi tierra, y del que viví enamorado hasta su muerte, fue mi Papa Juan Pablo II.
Desde el fondo de los congregados, comencé a escuchar las palabras del sacerdote José Conrado, que -de inmediato- me provocaron una emoción grata, se me erizó la piel conmovido por tanta pasión, su amor por Cristo y la familia. El discurso versó sobre la carencia material, y su afianzamiento a lo espiritual, la falta de unidad por un gobierno insuficiente que pudiera trastocar los conflictos, miserias y hambrunas, sobre todo en el oriente del país, después de la devastación del huracán Sandy.
Sin saber cómo, mis piernas, respondiendo al llamado de mi alma, me llevaron frente a él, y solo fui consciente cuando me encontré mirándole a los ojos, completamente extasiado por un ser sencillo, de ahí lo extraordinario, que no temía decir lo que su corazón sentía. Esa es mi verdadera religión. Llamaba por un entendimiento entre el gobierno y la oposición, un encuentro entre cubanos, allanar las diferencias y de una vez convertirnos en habitantes de un país próspero, con una historia religiosa y cultural, suficiente para encausar los destinos de la nación. Pedía dejar a un lado las ambiciones personales, y atender a los múltiples ruegos de la sociedad por terminar las diferencias políticas, que lo único que han hecho es impulsar la pobreza en un país que tenía el futuro marcado por el sueño de José Martí.
Su canto sanaba mis heridas, nuevamente palpé la esperanza; pero sobre todo, mi alegría se basaba en que descubrí que existía un hombre de las iglesias, que entendía mis conflictos, sabía de mis clamores, penas, anhelos, vergüenzas y me mostraba soluciones.
Después de oírlo, recordé al obispo Siro, ya retirado para agrado y descanso del gobierno político y eclesiástico, sus esfuerzos por la revista Vitral, dirigida por el querido amigo Dagoberto Valdés, y por mantener sus cursos y el intercambio constante de sociedad y civilidad.
Del amor y verbo directo del obispo Siro, de su clamor por una Cuba nueva, transformadora, evolutiva, en la que prime la unión familiar, aprendí a ser libre, a exteriorizar mis sueños y luchar por ellos sin pensar en el sacrificio.
Dentro de la Catedral de Pinar del Río, crecieron mis ansias libertarias, la necesidad de compartirlas, exigir mis derechos y luchar por alcanzarlos.
El padre José Conrado, en su noche de clamores, me hizo viajar, confundir sus voces, a veces me parecía que escuchaba al otro, mutaban, intercambiaban sus razones religiosas y patrióticas, y por momentos era el obispo Siro, en otro, definitivamente, el padre Conrado, que se unía a esa geografía del mapa nacional católico, comenzando con el obispo Díaz de Espada, el padre José Agustín Caballero, el presbítero Félix Varela, el obispo Siro, el monseñor Pedro Meurice, y ahora, con un candil en su palabra, el padre José Conrado Rodríguez, que desde aquella primera vez que irradió con el brillo de sus ojos, lo distinguí, como el Cardenal que Cuba necesita.
Publicado en el blog Los hijos que nadie quiso.