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Cuba: un país sin mensajes “del más allá”


Puestos de libreros callejeros que colman la Plaza de Armas de La Habana Vieja.
Puestos de libreros callejeros que colman la Plaza de Armas de La Habana Vieja.

Hacer de La Habana un centro de ebullición de la izquierda intelectual y combativa en las décadas pasadas, generó una de las literaturas más abominables con que se pueda contar, unos lectores corrompidos por las consignas de las barricadas.

El título me lo ha regalado Ramón Tirso, uno de los lectores más empedernidos y prolíficos que yo conozca en toda la isla. Tirso ha estado en tres universidades cubanas estudiando las carreras más dispares entre sí. Desde la Física hasta la Educación artística, con una parada en Pedagogía de la Lengua Inglesa (hoy habla cuatro idiomas), mi amigo camagüeyano se queja de la falta de conexión de nuestro país con el resto del mundo.

Precisamente ahora que se borran las fronteras de lo ´universal´ debido a las autopistas de la información, el país se cierra a cal y canto. Cada vez los escritores cubanos (esos embajadores eternos) se comunican menos con los centros bullentes de la literatura internacional. El atrincheramiento de los llamados intelectuales comprometidos, debido a sus filiaciones con el aparato ideológico de La Habana les ha hecho unos verdaderos desconocidos entre sus pares allende los mares.

Pongamos por ejemplo Leonardo Padura Fuentes, el representante cubano ´más exitoso de la actualidad´. Traducido a 18 lenguas, las novelas de Padura se exhiben en los anaqueles de las bibliotecas de universidades prestigiosas, el autor es recibido por importantes academias de las letras pero está imposibilitado de ser, ahí, un interlocutor para traerles un mensaje a sus seguidores en la isla.

Las novelas del autor de El hombre que amaba a los perros se venden en nuestro país a razón de unos cientos de ejemplares, en la cada vez menos atractiva Feria del libro de La Habana… y si te he visto, no me acuerdo, dice el refrán. Los innumerables premios literarios (incluido el Nacional de Literatura), condecoraciones o simplemente apariciones privilegiadas en los únicos tres periódicos de alcance nacional, no le confieren un millón de lectores. El único millón de ejemplares que se distribuye en Cuba es el de la “cartilla de racionamiento”.

Con un emisario así, somos unos perfectos desconocidos.

Calentar el brazo

Cada pueblo necesita estirar la lengua, pasearla por los trillos del mundo para que sepan cómo se habla en su aldea, y en su aldea sepan qué caminos desandan sus pensadores. ¿Cómo se pueden vivir décadas sin que nos lleguen las entrevistas, los temores y descripciones de los procesos de creación de un Borges, Phillip Roth o lo mejor del periodismo que se macera en Europa o el Oriente Medio?

Las ficciones de Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas fueron conocidas a partir de sus propias cabalgaduras en Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente. Si sus obras se conocen hoy dentro de Cuba, no se debe la política editorial, sino a la animosidad de sus gobernantes.

El trabajo de hormiga de unos buenos cubanos y sus amigos hizo que ejemplares de La Habana para un infante difunto y El color del verano pasaran entre cómplices para recorrer lo que hubiera sido un camino común. Pero esas ficciones de las que hablo encontraron, más que un lector sediento, a un ciudadano cansado.

Un campo de batalla, una pradera arrasada

Hacer de La Habana un centro de ebullición de la izquierda intelectual y combativa en las décadas pasadas, generó una de las literaturas más abominables con que se pueda contar, unos lectores corrompidos por las consignas de las barricadas y el apelativo de ser perfectos, idiotas y latinoamericanos, apelativos a los que nos va a costar un siglo zafarle el cuerpo.

Basta con un simple ejercicio práctico para saber cómo andamos en materia de consumo literario. Invito a cualquiera a que intente de hacerse de un permiso para acceder a los archivos de la Biblioteca Nacional José Martí, sin pasar por las tribulaciones de una endemoniada burocracia o una sarta de negativas que le lleven a desistir.

¿Cuál es hoy el arsenal de las bibliotecas provinciales? ¿Cada qué tiempo renuevan sus estantes con libros que no provengan de la Editora política, Verde Olivo, la editorial Ciencias sociales o esos ladrillos ya comunes que alaban al comandante Chávez?

De una renovación casi mensual que se hacía en los años 80 de las librerías públicas, hemos pasado a la risible espera anual de la feria habanera para ver aparecer un libro interesante país adentro. A ese ritmo, además de quedarnos sin la memoria del mundo, sin mensajes, nos quedamos sin lectores.
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