Una tarde gris, después de trabajar intensamente 12 horas en su oficina del Planalto, Brasilia, la presidenta brasileña Dilma Rousseff, 63 años, guardó su ordenador portátil que carga a todos lados y al reportero Marc Margolis, de Newsweek, le confesó: “De niña quería ser bombera o bailarina, y punto”.
No pudo ser. Dilma, como muchos de su generación, fue un producto de su época y las circunstancias. En los años que Rousseff cursaba estudios universitarios, sus colegas al otro lado del mundo, mientras defendían hacer el amor y no la guerra, escuchaban a los Beatles, vestían camisetas con el Che Guevara y mascaban habanos a lo Fidel Castro.
Eran otros tiempos. El París del 68, la conflagración de Vietnam, el fantasma del comunismo que encandilaba a muchos intelectuales y una etapa de guerra fría.
Dilma, hija de su tiempo, también saltaba a las calles a protestar contra el régimen militar en Brasil y creía que un mundo diferente era posible. Se enroló en la guerrilla y sufrió malos tratos y calabozos.
Ahora con edad de abuela, en sus ratos libres, es probable que repase su agitada vida como si observase un caleidoscopio. En este siglo de internet y globalización, la primera mujer presidente del Brasil sabe que no siempre las buenas intenciones son el camino ideal para diseñar un modelo que integre a los excluidos y hambrientos.
Dilma se forjó al lado de su manager político, el mítico Luiz Inácio 'Lula' da Silva, un obrero metalúrgico de Sao Paulo, que a pesar de haber cursado solo la enseñanza primaria, se convirtió en el mandatario más popular de Brasil. Y en un divo político, que todos se apresuraban a invitar en cuanto foro importante convocaban los poderosos.
De Lula ella aprendió una lección sencilla y real: las barricadas, el caos y el desorden, deben quedar de la puerta hacia adentro cuando se pretende administrar una nación poderosa y con una brecha descomunal entre pobres y ricos.
Bien sabe Dilma Rousseff que gobernar es un ejercicio de equilibrio. Hambre cero no está mal. Posibilidades para los olvidados de la favelas y elevar la calidad de la educación y sanidad pública siempre será algo loable.
Pero para personas como Dilma o Lula, una sociedad más justa no pasa por polarizar el país y denigrar a la productiva clase media brasileña, factor esencial a la hora de generar riquezas. Ellos responden a esa izquierda moderna que hace rato desecharon la peregrinas teorías de Carlos Marx porque nunca funcionaron.
Dilma, además, apuesta por la grandeza de su país. Y colarlo en el mapa de las primeras potencias económicas. Sus planes son sociabilizar las favelas, extirpar la violencia y el tráfico de drogas. Efectuar un mundial de fútbol y unas olimpíadas inolvidables y, sobre todo, descabezar la endémica corrupción que afecta al gigante verdiamarillo.
Brasil es un socio privilegiado de Estados Unidos y el izquierdista Lula fue uno de los buenos amigos de George W. Bush. Los brasileños no tienen arraigado ese destructivo complejo anti gringo. Pero Dilma, como otros líderes de la izquierda latinoamericana, pecan de falta de honestidad a la hora de condenar o criticar en público a un alumno de la misma clase. Sobre todo si ese alumno se llama Fidel Castro.
Ella creció leyendo los extensos discursos del barbudo caribeño. Y de una forma u otra la revolución verde olivo fue un símbolo. Una estadista de talla como la Rousseff quizás intuya que los hermanos Castro son una epopeya pasada. Periódico viejo. Dinosaurios que recorren el trecho final.
Pero como las viejas canciones de la década prodigiosa o el porro de marihuana de los hippies, la nostalgia es un atracador poderoso.
El pasado siempre cuenta. Y Fidel Castro y su revolución personal es una parada de añoranza en gente de la estirpe de Lula y Dilma. A Cuba no va llegar la Rousseff a pedir en voz alta que se respeten los derechos humanos.
Tampoco emplazará al régimen a que frene la marea de palos y bofetones propinados a la disidencia pacífica en la vía pública. Mucho menos honrará la memoria del opositor Wilman Villar Mendoza, fallecido el 19 de enero, tras 50 días en huelga de hambre.
Ni siquiera en voz baja, después de los mojitos y canapés, y hacer balance de lo bien que marchan los negocios entre los dos países, la ex guerrillera charlará sobre los cambios urgentes que la isla necesita.
No se le oirá decir en La Habana que se le quite el candado gubernamental a internet y se legalice la prensa independiente. Dilma llega a Cuba para otras andanzas.
Hacer un préstamo de 70 millones dólares para la compra de equipos agrícolas. Inspeccionar las obras de ampliación y modernización del puerto del Mariel, donde los bancos brasileños, aupados por Lula, han gastado más de 600 millones de dólares. Revisar las relaciones bilaterales y firmar acuerdos de cooperación en la economía, ciencia y tecnología, entre otros sectores.
Por supuesto, Dilma es valiente y honesta. Hace unos días le cantó las cuarenta al impresentable iraní Mahmud Ahmadineyad, por las sistemáticas violaciones a los derechos de las mujeres persas.
Rousseff siempre ha sido tajante en cuanto a democracia y libertad de expresión. A una pregunta de un periodista sobre el control de los medios por parte del Estado, contestó: “El único control que conozco es el mando para cambiar los canales en la tele”.
Evidentemente, en Cuba no veremos a esa Dilma. La izquierda latinoamericana todavía no está preparada para condenar públicamente a autócratas como los hermanos Castro.
Forman parte de su pasado. Son un espectro que los arruga. La ideología de un compañero de viaje termina convirtiéndose en un lazo de sangre. Dilma bien lo sabe.