La Esquina del Pecado, cruce de las calles Galiano y San Rafael de La Habana, cumple 180 años y uno se pregunta quién lo celebrará, aunque sea íntimamente, cuando nada queda que justifique una celebración, que anime al paseante a detenerse, mirar a su alrededor, respirar con complacencia u orgullo y evocar tiempos mejores; cuando ni la memoria de esos tiempos abunda y la que perdura flaquea; cuando la supervivencia diaria de la mayoría de los habaneros es ardua y el entorno, más que entusiasmar, desalienta; cuando el futuro anhelado se antoja tan inaccesible como el pasado floreciente de la esquina, porque todo, desde hace décadas, es presente aciago.
Se sabe que lo del "pecado" es fruto del ingenio popular, nada reacio a exagerar y adicto a la broma. Le vino a la esquina de su condición de escenario por el que desfilaban algunas de las mujeres más atractivas de la capital, y en el que se apostaba un grupo de donjuanes ansiosos de lisonjearlas y desfogarse en insinuaciones galantes, dichas a sotto voce:
En las niñas de tus ojos, ¿no necesitas un niño?
Ahora resulta que las estatuas caminan.
¿Qué le gustaría para el desayuno?
La esquina existe desde 1836 pero está claro que su época de oro abarca los primeros sesenta años del siglo XX, época de la que dio fe, entre otros, alguien tan presuntamente ajeno a ella como Jorge Mañach (1898-1961). En una de sus "Estampas de San Cristóbal", el joven progresista que recorre la capital menciona a Luján, el anciano y humilde procurador que suele acompañarle e instruirle en los secretos de la villa, y señala:
Vía crucis de los instintos llamó una vez Luján a esta calle de San Rafael --lujosa, perfumada y trémula--, por donde, a la hora "del cierre", en que la villa se esponja empapada de crepúsculo, discurre quebradamente el mujerío inefable de San Cristóbal. Vía Crucis de los instintos... Su calvario, entonces, será éste, esta esquina encantada de Galiano y San Rafael que ve todas las tardes perecer a Don Juan, rey ilusorio, ante las mujeres y los judíos. La esquina del Encanto, sí, por razón estética y por razón social (...)
La prosa maestra de Mañach se regodea retratando la Esquina del Pecado: ve a Cupido dispararle una flecha a un maniquí; a una señora examinar de reojo la indumentaria de otra (mientras protesta por los precios fijos del establecimiento) y descubre a un joven casado y apuesto que disimula, ante una vitrina, sus atisbos a la esposa ajena, ilustrando, sin saberlo, el carácter pecaminoso del lugar.
Mañach describe cómo, ya entrada la tarde, un timbre pone fin al encanto: el ángel implacable de la hora comienza a arrojar del paraíso a todas las Evas, que ya dejan comprometido a Adán para fines de mes... Y mientras las obrerillas, allá dentro, estiran su fatiga triste, empolvan su nariz grasienta, chupan sus dedos picados, la esquina, fuera, hierve en un torbellino de curvas, de miradas, de piropos ásperos y gomosos como flores de trapo.
Estas impresiones corresponden al verano de 1925. Noventa y un años después, desaparecido todo lo que evocan menos el lugar -sobreviviente a medias del fuego y la incuria, escueta intersección de vías y gente menesterosa- confieso que aquella adulación callejera me divierte y, en algunos casos, entusiasma: además de gracia, denota sutileza y poder de síntesis, raro poder en un país que confió su destino a un hablador:
Dios te hizo a mano.
Exige tratamiento de diosa.
Dime a quién hay que matar.
Abusadora.
La musa bien pudo ser la esquina.