Los catorce años que duró formular el modelo sociopolítico que lanzó la Revolución Estadounidense (dieciséis años si tomamos en cuenta la inclusión de la Carta de los Derechos y las Libertades a la Constitución)i, estableció el paradigma de la república constitucional que ejerce la democracia, de mayor longevidad en funcionamiento continuo e ininterrumpido en la historia.
Estados Unidos empleó en su experimento, mucho de las mismas herramientas políticas conceptuales que brotaron de la Ilustración y que fueron aplicadas en otras revoluciones, sin obtener estas otras los mismos resultados exitosos. ¿Cómo lograron los norteamericanos evitar la toxicidad que tuvieron las revoluciones de los franceses, los rusos, los españoles, los alemanes, los italianos y los chinos?
El iluminismo marcó el comienzo de lo que conocemos como la Era Moderna. Este armazón intelectual formalizó conceptos liberales en el entorno político global que incluyeron la democracia representativa moderna (democracia liberal), la noción del contrato social, la separación de los poderes, el imperio de la ley, etc. Sin embargo, no todo lo que introdujo la Ilustración contenía luces y su intención de romper con el pasado, resultó en la dispersión de semillas de la obscuridad que años después brotarían proles tenebrosas como el comunismo, el fascismo y otros modos de gobernanzas despóticas e iliberales, a pesar de compartir bases de entendimiento con el liberalismo.
Al colocar al hombre (genéricamente hablando) en el centro del universo y haberlo dotado subjetivamente con todas las posibilitaciones pretendidas,el iluminismo sentenció al mundo a un obscurantismo que, por un lado, socavaría potencialmente con el tiempo la viabilidad de sociedades libres permanecer así y no ser remplazadas por democracias débiles y susceptibles a manipulaciones de liberticidas y por otra parte,ver la manifestación del mal abiertamente con la implantación de proyectos sociopolíticos derivados del socialismo que terminarían exterminando a millones de sus conciudadanos. Por medio de haberle otorgado la primacía a la razón humana y haber desterrado lo transcendental que vibró en épocas pre racionalismo, se fomentó la monopolización del materialismo y la experiencia cómo fuentes exclusivas del entendimiento y la autoridad. La coronación de la ciencia como la metodología fidedigna de alcanzar la verdad, inspiró a psicópatas políticos como Karl Marx a, calculadamente, llamar su versión del socialismo, “científico”.
Los forjadores de la patria norteamericana abrazaron, sin duda, las utilidades conceptuales de la modernidad en su esquema de Estado y de nación. Es más, nadie ha hecho más para llevar a la cima, en la práctica, las virtudes del republicanismo democrático, con su formulario cargado de los inventos políticos más innovadores de la Ilustración. Sin embargo, el secreto del éxito del modelo estadounidense, yace en el hecho de que los que impulsaron la nación norteamericana no rompieron con el pasado. Mantuvieron su conexión con lo esencial de la Era Antigua y la Era Medieval, a la vez que incorporaron de la modernidad, sus mejores elementos.
Los revolucionarios norteamericanos que lucharon por su independencia, pertenecían a una tribu cuyos antecesores cruzaron el Atlántico buscando la libertad de culto y el entorno cultural para fomentar esa fe. En otras palabras, sus ancestros y las generaciones que siguieron, se subscribían plenamente a esos principios que colocaban a Dios en la primacía de sus vidas y vivían en apego a los valores de una religiosidad judeocristiana. Este entendimiento de la vida que aceptaba lo sobrenatural, lo transcendental y lo espiritual como máximo garantes de la existencia humana, ofreció los parámetros más óptimos para el lanzamiento de un proyecto político cuya soberanía procedería de los gobernados.
Todo sistema de creencias, sea este una religión, una filosofía o una ideología, contiene una óptica particular de lo que es la naturaleza humana. El cristianismo enfatizó la noción del Pecado Original y la imperfección subsecuente de todo ser mortal. Ese principio de ver al humano como una entidad, capaz de mejoramiento por vía de la gracia y de la fe pero llena de imperfecciones, los llevó a desarrollar un sistema político de equilibrio absoluto para limar y minimizar esas imperfecciones, sobre todo, esa ejercida por los que desempeñarían el poder político. Esto es un contraste marcado con la visión de iluministas como Jean Jacques Rousseau, que veían la imperfección, no en el humano, sino en su entorno existencial y de ahí el recetario de aniquilar todo del presente para borrar el pasado y “construir” un futuro inmanente. Madison, Hamilton, Jefferson, Adams y Washington no creyeron (ni querían), ni remotamente, posible o deseable intentar construir “el paraíso en la tierra”. Su base de fe chocaba con ese precepto absurdo. Ese delirio, sería intentado por otros discípulos de Rousseau como Marx, Lenin, Hitler, Mao y Castro.
La Declaración de Independencia de los EE UU (“Declaración”), recogió elocuentemente la postura ética consecuente con los valores judeocristianos que seis otros documentos previos habían plasmado ya, a través de ciento setenta años con anterioridad a ese planteamiento independentista del Cuatro de Julio de 1776.ii Todas esas cartas/declaraciones se adherían a la superioridad de la Divina Providencia, afianzaban su existencia mortal en Dios, apuntaban vivir sus vidas bajo esos preceptos y respetaban los marcos sociales que dicho compromiso exigía. El documento insigne de la Revolución Estadounidense y el preludio a la constitución que se elaboró trece años después, contenía en sus mil cuatrocientos cincuenta y ocho palabras, todo lo consecuente con sus valores transcendentales: el reconocimiento de la presencia guiadora y primordial de Dios, la inviolabilidad de los derechos naturales, el derecho y la obligación moral de sus hijos rebelarse contra un régimen tiránico e intentar derrocarlo y la visión para abalanzar semejante propuesta democrática, nunca antes visto.
Esto no quiere decir que la maqueta democrática incipiente estadounidense, haya estado libre de barro. Había problemas e incongruencias, indiscutiblemente, que mitigar. La esclavitud, esa plaga cuya práctica perversa no escapó la ejercitación en ningún continente del globo en algún momento, existía aún en la nueva nación. Los arquitectos de la independencia norteamericana sabían que la esclavitud era inconsistente con los principios de su revolución. La necesidad de contar con la aprobación de un mínimo de nueve de los trece estados para ratificar la constitución, peso a favor de postergar el tema de la esclavitud. La frágil unión de la entonces confederación estadounidense corría el riesgo de disolverse en su infancia.
Le tocaría a Abraham Lincoln, el más grande de los estadounidenses, liderar a un país polarizado a través de una guerra civil brutal que duraría cuatro años y costaría más de seiscientos veinte mil vidas para decidir la cuestión de la esclavitud, concluir con esa práctica inhumana e incompatible con los valores fundacionales de los EE UU e iniciar así la sanación nacional hacia el equilibrio social y la justicia para todos sus ciudadanos. Para su cruzada moral y el accionar contundente de su presidencia, Lincoln empleó una racionalización que estaba en línea directa con los preceptos judeocristianos que fundaron a su país. El espíritu esencial de la Declaración como la fe absoluta en Dios y Sus propósitos, la primacía de la Ley Natural sobre la convencional, la responsabilidad de sus hijos estar dispuestos a defender su república contra enemigos, externos e internos, estaba latente en cada palabra de su verbo encendido y la moralidad que su gobierno desempeñó.
Para una nación incipiente, determinada a experimentar con una propuesta política de auto gobierno, estrenando herramientas de gobernanza nunca antes puesto en práctica, no podía haber contenido ésta un tejido moral mejor para impulsar lo que la evidencia empírica concretaría ser el ensayo democrático más exitoso. Padre Félix Varela y José Martí fueron sólo dos, entre nuestros muchos próceres, que entendieron la importancia fundamental para una sociedad el tener los parámetros morales de la religiosidad. La inquietud que tuvo Platón sobre un sistema de auto gobierno manejado por una ciudadanía carente de una ética virtuosa, fue la misma que observaron los fundadores de la nación norteamericana. La receta que aguarda lo espiritual y preeminente por encima de lo material e inmanente, ha demostrado su superioridad. La Revolución Estadounidense plasmó esa defensa de lo transcendental, para así hacer viable la vida política democrática a largo plazo.
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