Las brasas de carbón vegetal van dorando a fuego lento media docenas de brochetas con vegetales, piñas y trozos de cerdo, mientras en un estante las moscas merodean las mazorcas de maíz cocinadas al vapor.
Desde bien temprano en la mañana, Jesús, un mulato regordete de manos callosas, se encarga de cocinar pollos, lomos de cerdo y arroz salteado que luego venderá en su timbiriche ambulante, ubicado en un amplio parqueo, en la entrada principal de la Feria Internacional del Libro en La Habana.
Un reguero de quioscos con tubos de aluminio y techos de lona coloridas ofertan comida criolla, pan con lechón, sándwiches de jamón y queso, confituras, agua mineral y refrescos enlatados.
“Mi quiosco pertenece a gastronomía de San Miguel de Padrón. Pero la verdad que en esta versión de la Feria las ventas están flojas. La causa principal es que los organizadores prohibieron la venta de bebidas alcohólicas. Y olvídate de los libros y toda esa volá intelectual, al cubano para que se sienta bien hay que darle birra (cerveza) y reguetón, lo demás es secundario”, opina Jesús.
El jueves 16 de febrero amaneció lloviendo en La Habana. Idelfonso, payaso por cuenta propia, mira al cielo encapotado y murmura, “si ahora vuelve a llover hay que recoger la carpa y el circo, pues con el mal tiempo nadie va traer a los niños. Esta Feria, para nosotros, ha estado bastante mala. O la gente no tiene dinero o aquéllos que tienen prefieren gastarlo en libros y comida”, expresa disfrazado de oso.
En diferentes sitios del parqueo, emprendedores privados alquilan juguetes inflables a quince pesos para que los niños retocen treinta minutos y cinco pesos por un corto paseo a caballo.
“Hay muchas familias que no vienen a comprar libros. Prefieren que los fiñes disfruten de los aparatos y se diviertan. En la capital casi no existen parques de diversiones”, comenta Rita, encargada de cobrar el dinero en los caballos.
Familias y grupos de amigos tienden toallas en el césped y almuerzan en un promontorio desde donde se divisa una vista única de la ciudad al otro lado de la bahía.
Gerard, un joven con sus antebrazos tatuados, se siente incómodo. Le dice a su esposa que se vaya con el niño a jugar en los inflables mientras, se queja por la falta de cerveza.
“De verdad que está gente partieron el bate. ¿A quién se le ocurrió suspender la venta de laguer y tragos de ron? No creo que sea por la muerte de Fidel Castro, pues ya el hombre descansa dentro de una piedra hace dos meses y pico”, se lamenta Gerald y se empina un refresco de limón como paliativo.
Dora y Germán vienen desde el Cotorro, al sureste de La Habana, con dos enormes bolsos para comprar “quince o veinte cajas de refrescos. Tenemos una cafetería y aquí lo compramos a diez pesos y luego en el negocio lo vendemos a veinte. Si nos alcanza el tiempo, le compramos algunos libros a los nietos”.
Y es que la Feria del Libro siempre fue un buen pretexto para la distracción de miles de habaneros. Jóvenes que se ausentan a clases y se la pasan recorriendo stands de libros extranjeros, lectores empedernidos, pseudo intelectuales que aprovechan el evento para presumir de escritores, la pasarela marginal de jineteras y pillos que le venden a los turistas tabacos Cohíba falsos, elaborados en un cuchitril de La Habana profunda.
Pero en esta ocasión los organizadores decidieron ponerle freno a “los eventos colaterales que nada tienen que ver con la lectura”, señala Idalia, librera de la Editora Abril, quien añade:
“Ya la Feria se había convertido en un relajo. Parecía un puticlub. Jineteras que venían a ligar extranjeros y personas con dinero que nunca han leído un libro y estaban hasta la hora del cierre bebiendo cerveza. Es cierto que ha mermado la afluencia de personas, pues hace tres años nos visitaban casi dos millones. Ahora las cifras han caído por debajo de la mitad”, asegura Idalia, que a cambio de ofrecer sus impresiones para Martí Noticias me ruega que le compre libros.
“Es que nosotros ganamos un porciento por las ventas. Y no estamos vendiendo mucho”, subraya. De los libros a la vista, selecciono la biografía de Raúl Castro, escrita por Nikolai Leonov, ex alto oficial de la KGB y amigo personal del autócrata caribeño.
El libro, con una impresión de calidad, cuesta 30 pesos, el equivalente a tres salarios diarios mínimos en Cuba. Según la prensa oficial es el libro más vendido del año. Idalia tiene otro criterio.
“El papel aguanta todo lo que usted le ponga. El libro, al igual que los de Fidel, se les regala a muchos participantes en eventos y luego lo ponen en la lista como vendidos. Y al tener prioridades en las imprentas, sus tiradas son gigantescas y están a la venta en todas las librerías del país. Pero yo no he visto demasiado entusiasmo de los lectores cubanos por la biografía de Raúl. Los extranjeros de izquierda sí compran las obras dedicadas a Fidel”, asegura.
Aunque la actual Feria del Libro está dedicada a Canadá y al farragoso funcionario estatal Armando Hart Dávalos, el difunto Fidel Castro es protagonista de primera fila.
En los stands de editoriales locales no faltan recopilaciones de discursos de Fidel Castro, una edición revisada de La Historia me Absolverá e historietas infantiles ensalzando al dictador de Birán.
“Solavaya. Fidel por todas partes”, dice una señora que recorre el pabellón mexicano en busca de un diario que le ha prometido a su nieta. Precisamente las casas editoriales foráneas son las más concurridas, a pesar de los precios en divisas.
También se venden camisetas piratas de Leo Messi, Luis Suárez y Neymar así como una colección de afiches del Barcelona y el Real Madrid. “Es que a los cubanos les gusta el fútbol, entonces se aprovecha el tirón y ofertamos esas mercancías”, alega un librero mexicano.
A las doce del mediodía la Fortaleza San Carlos de la Cabaña es lo más parecido a un mercadillo informal. Unos pocos lectores serios se sientan, apoyados a los antiguos cañones que resguardaban el fortín, para leer 1984 de George Orwell o una novela de Gabriel García Márquez.
Los más frívolos, cargan bolsos de nailon con libros sobre consejos espirituales o revistas de modas y cocina. Luego hacen una pequeña cola a la salida de La Cabaña, donde se estacionan los ómnibus rumbo al centro de La Habana.
Pocos visitantes conocen la historia tenebrosa de la Fortaleza, antigua prisión, y emplazamiento de centenares de fusilamientos a opositores de Castro. Y es que en Cuba, la desinformación, el miedo a conocer la verdad y la amnesia, le facilita la vida a ciudadanos cada vez más apáticos y apolíticos.