Con la energía propia de quien ha sabido convertir sus vivencias en recursos de aprendizaje, el poeta cubano Joaquín Badajoz comparte con nosotros el resultado de su andar por el mundo. Sus palabras nos demuestran que, para llegar a estas sabias conclusiones, mucho ha tenido que pensar en "Ella..."
¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Con los años -y el cinismo natural que desarrollamos los animales políticos-he llegado a la conclusión de que no hubo una sola razón, sino una serie de (des)afortunados sucesos, que por sintetizar -incluso emocionalmente- atribuimos a ese accidente histórico que fracturó Cuba hace 60 años y que llamamos festinadamente revolución cubana, aunque de revolución tenía muy poco y de cubana menos.
Salí de Cuba como refugiado político. Supongo que pagando la osadía de intentar democratizar ese sistema abusivo y despersonalizador desde sus propias instituciones o desde algún amago de sociedad civil, provocar un tránsito mínimo, y ese castigo del destierro está bien: es hasta ligero si lo comparamos con los asesinatos políticos que se han ocurrido en estos 60 años: por eso ni me considero víctima ni guardo ningún rencor. Creo que todo sucede por alguna razón, que responde a un plan que nos trasciende y que, por mucho que nos empeñemos, no vamos a entender. Pienso, como Epicteto, que “lo importante no es lo que te suceda en la vida, sino cómo reaccionas a ello”.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Durante varios meses tuve un sueño recurrente -luego he descubierto que es bastante común- en el que regresaba y los trámites burocráticos, accidentes imprevistos o indolencias naturales del sistema, me iban atrapando en una trama kafkiana en cámara lenta, de la que no podía escapar y en medio de la que despertaba agitado. Reflexionando sobre esos episodios comprendí que la ansiedad por “escapar” de Cuba era mayor de lo que hubiera querido aceptar -sobre todo porque era (soy) de los que piensan que emigrar no puede ser nuestra condición nacional. Somos un país de desperdigados por el mundo, de seres con raíces aéreas y así no se puede rescatar ningún país. Nos hemos convertido en una isla de tránsito, una especie de maternidad obrera.
Hace años, Dagoberto Valdés le puso un nombre a este fenómeno que define la magnitud y el dolor: etnorragia. Somos un país que se desangra, que sufre de una hemorragia demográfica. Hasta paseando por Skólavörðustígur -una de las calles principales de Reyjavik que parte de la iglesia luterana Hallgrímskirkja, la más alta de Islandia- se encuentra uno un café llamado Babalú que fue hace unos años propiedad de un cubano. Hemos sido lanzados al mundo como una granada antipersonal.
Afuera esperaba encontrar una explicación para nuestra desgracia, un mundo que se cayera a pedazos y que justificara que un puñado de hermanos nuestros hubiera secuestrado un país adolecente bajo la premisa de salvarlo de sí mismo y terminara violándolo y ultrajándolo sin piedad. Porque hay una suerte de pedofilia política implícita en la revolución cubana, en ese estupro de democracia. Esperaba encontrar las claves de nuestra miseria y nuestra falta de escrúpulos. También las de nuestra cobardía y resignación.
¿Qué encontraste?
Encontré en cambio -y puede ser un cliché- el alivio de caminar por la cuerda floja, la posibilidad de despojarme de compromisos estúpidos y visiones maniqueas del mundo, de derribar todas las fronteras, de lanzar por la borda el lastre de los nacionalismos, las ideologías y las patrioterías baratas.
El exilio es un ejercicio liberador cuando se practica sin arnés Si uno interpreta con suma dedicación su “rol de náufrago” desarrolla la clarividencia de los enfermos terminales. Me liberé del truco de la patria, por ejemplo, de la necesidad de pertenencia, de la obligación de definirnos. He encontrado y conseguido con esfuerzo -y a la inmerecida gracia de Dios-muchas otras cosas, pero creo que lo fundamental ha sido crecer en una dimensión desconocida para mí y aprender a deshacerme de todo lo que no es esencial.
Encontré también que existen otras vías para alcanzar la prosperidad y conseguir la justicia social sin tener que empeñar tus libertades personales ni vender el alma a alguna ideología.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
He vivido más de dos terceras partes de mi vida adulta en Estados Unidos, así que ha sido un proceso de aprendizaje largo y continuo que no termina nunca y que va desde aprender a comportarse -en mi época, salir del país era como despertar de un coma inducido, uno era más torpe que un oso de feria- hasta a tomar decisiones responsables. Los exiliados estamos siempre capeando temporales, reinventándonos, por eso creo que en estos años me he replanteado casi todo lo que creía que sabía en mi vida. Vivo haciendo malabares con la duda y la curiosidad. También, en una especie de síndrome de Estocolmo, le he tomado mucha pena a los verdugos, los veo desde lejos encerrados en su miseria, tan desmañados, incapaces de lograr otra cosa que no sea multiplicar la miseria. Debe ser muy triste ser tan brutos, tan incompetentes, porque nadie puede ser tan idiota o malvado que cambie a propósito la oportunidad de refundar una nación por la vergüenza de convertirla en una suma de lugares comunes, desaciertos y mezquindades. Puedo sentir empatía con su empeño sisífico, su frustración de patinadores sobre fango.
¿Qué es para ti La libertad?
Si no formara parte de un sistema de ideales sublimes que el hombre debe cuidar celosamente, te respondería que es una necesidad creada. Un invento de demagogos y escritores aburridos. Vivimos en comunidades, dependiendo unos de otros, sujetos a voluntades, necesidades y perspectivas ajenas, colaborando, respondiendo continuamente a compromisos y responsabilidades. La interdependencia es de hecho una característica de la vida en nuestro planeta, todos los ecosistemas terrestres están relacionados. Me maravilla pensar que con nuestros cerebros pequeños hayamos llegado a la conclusión de que tanta perfección surgió al azar de una gran explosión. Somos animales religiosos, amamos cualquier tipo de narrativa sobrenatural -incluida a menudo esa que llamamos científica- y somos hasta capaces de inmolarnos por conceptos simbólicos. La libertad absoluta, la del salvaje o el tonto, que a veces defendemos con tanto empeño, no es más que una caricatura.
La libertad suele ser tan elusiva y remota como la felicidad, pero existe, aunque sea una condición que sólo puede explicarse cuando episódicamente se disfruta. Todos la definen a su manera y, aún cuando esas explicaciones sean a menudo opuestas, todos tienen razón, porque la realidad personal pasa por los canales de la percepción. Por eso hay gente que se siente “libre” en las sociedades más brutales y totalitarias y “esclavos” en las sociedades libres. Cuando despejamos todas las variables, y nos quitamos el antifaz de la política, descubrimos que todos somos esclavos de la economía: que la independencia económica es quizás la última y suprema forma de libertad.
Aunque existe otra libertad más trascendente que la económica: saber que vives en una sociedad en la que se respetan tus derechos universales, que aunque no tengas un centavo existen todas las condiciones creadas para que puedas reclamarlos. Porque no existe libertad posible sin respeto a los derechos y la integridad humana.
¿Las experiencias vividas, han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella...”?
Siempre digo que soy mal cubano y buen pinareño. Me cuesta pensar en la patria en mayúsculas, más allá de la ciudad donde vivía. Podemos estar jugando tres días con conceptos abstractos, y la patria es uno de ellos. Vine a conocer Cuba, en toda su extensión y complejidad, en el exilio. Pinar del Río es una región remota, sin mucho tránsito nacional, dentro de un país inmovilizado, por lo que viajé poco por el Centro y el Oriente, y un santiaguero puede serme tan cercano (o distante) como un dominicano, por ejemplo. Esos hallazgos y otros han dado forma a mi particular noción de la patria, que ahora es más amplia e inclusiva. Patria significa ese espacio, a veces simbólico, donde conviven los factores diversos y a menudo opuestos de la nacionalidad.
Los cubanos no debemos olvidar que somos una nación forjada en el exilio. Una vez le escuché decir a ese gran cubano que era Oswaldo Payá, que apuntarle al exilio era apuntar a la otra mitad de su corazón. Así que no sólo “pienso en Ella” —en la Patria— sino que hago patria todos los días. No miro hacia la isla con ninguna nostalgia, porque para mí ha dejado de ser un lugar geográfico para entrar en las cartografías entrañables, que llevo conmigo a todas partes sin estridencia ni estereotipos. Siento a veces pena por quienes sólo conocen la parte insular de esa patria extensa que es Cuba, los que no han podido convertirse ellos mismos en patrias portátiles, mezclarse con otras razas, otros pueblos y ponerle guiones a su nacionalidad, porque tengo la sospecha de que Cuba está destinada desde siempre a no existir sin su exilio, sin esa geografía, volátil e imprecisa como fatamorgana, que lleva irradiando siglos de cubanidad.