Los cubanos tuvimos la triste oportunidad de ser los primeros en América en sufrir los efectos de esa devastadora doctrina que, sembrada en Rusia, se difundió por numerosos países propagando el odio, el crimen y la miseria: el comunismo.
La característica principal de este macabro totalitarismo es arremeter despiadadamente contra su propio pueblo, destruyendo todos los valores espirituales y culturales -principalmente la religión y la familia- para sustituirlos por un riguroso culto a la personalidad y una sumisión absoluta al partido, creando así dos clases sociales bien definidas, inmutables y rigurosamente reglamentadas: Ellos (el pueblo, los esclavos) y Nosotros (los lideres, dueños absolutos de la vida y las riquezas de la nación).
Para poder controlar a esa parte decepcionada y descontenta de la población que no se deja imponer la nueva doctrina, el sistema dispone de una herramienta que sabe utilizar a la perfección, y aplica sin ningún tipo de remordimiento: el terror.
Esta aberración del comportamiento humano necesita, para ser implementada, tres soportes fundamentales: los asesinatos, las cárceles, y el tercero, el más horrible, crear los súbditos capaces de cumplir cualquier orden que se les imponga.
En Cuba, por su posición geográfica, no pudieron realizar el genocidio que despobló ciudades enteras en la Unión Soviética y China. Sin embargo, suman miles los asesinados en las calles, en la lucha guerrillera y en el paredón de fusilamiento, sin distinción de edad, raza o sexo y cientos de miles que fueron a parar a las prisiones extendidas por todo el país, donde hacinados y famélicos, sufrieron, ellos y sus familias, la más degradante violación de sus derechos.
Yo tuve el honor de ser uno de los que se resistieron a la inoculación del virus y de haber hecho todo lo posible por liberar a mi patria de esa maldición inmerecida que tanto daño nos ha hecho, y que tan impunemente ha logrado retener el poder durante 60 años.
En la Seguridad del Estado, en 5ta. y 14 Miramar, me retuvieron casi tres meses. Nunca he podido olvidar aquellas horas llenas de incertidumbre y acorralamiento que producían los continuos interrogatorios, pero mucho menos se ha alejado de mi mente que en ese diabólico lugar comencé a cambiar mi forma de ver la vida, y a aprender el verdadero significado y la responsabilidad que cada actitud asumida representa. Allí inicié mis primeras amistades, y de ellas pude extraer enseñanzas personales que me acompañaron durante los doce años que estuve preso, y que aún hoy, 56 años después, forman parte de mis decisiones y de mis objetivos.
En la prisión de la Cabaña, en la que me retuvieron once meses, pude conocer la verdadera fibra de los hombres que me rodeaban. Las largas esperas para juicio, los fusilamientos con sus patéticos acompañamientos de tiros de gracia, gritos patrióticos y lo más impresionante, las expresiones de alegría y de burla de mujeres y niños invitados a la fiesta para celebrar el acontecimiento.
Ya en Isla de Pinos pude convencerme de la necesidad de “ser cultos para poder ser libres” y de ampliar mis horizontes. Tuve la impresión de haber llegado a otro país donde la civilización no había sido atacada aún, donde existía la cooperación, el orden, la democracia, la honradez, se compartían los conocimientos, en resumen, se trataba de salvar, de entre los escombros, la esencia de la nación cubana, algo que logramos y representa hoy un trofeo que exhibimos y mantendremos con orgullo hasta el final.
Siempre estaré agradecido de todos los que me acompañaron en este maravilloso esfuerzo, por haberme ayudado a mejorar mi cultura y compartirla con otros, a fortalecer mi voluntad para poder lograr mis objetivos, a ser bondadoso en medio de la miseria, a ser valiente aún temblando, a no exigir de otros lo que no pueden dar, a ser orgulloso frente a la opresión... Y lo más importante, que siempre les agradeceré por haberme ayudado a encontrar una visión de la vida más amplia, más real y más humana.
¡Gracias, hermanos! Siempre pueden contar conmigo, como Uds. me enseñaron.