Me estoy solazando con la memoria. He vuelto al antiguo barracón cañero en el que viví unos años cuando era un niño. Mi madre está tumbada sobre un catre y lee en voz alta para mí. En los cuartos contiguos, los haitianos y sus descendientes escuchan o hacen que escuchan, pero no hablan.
Se escucha la voz de mi madre que traspasa el barracón del que al otro día los cortadores de caña saldrán con alguna historia en la cabeza. Es una Cuba que no puedo leer ni en los libros de apuntes de algunos escritores.
No ha entrado todavía la década de 1980 y mi madre lee algunas tardes-noches La reconquista de Mompracem, fragmentos de La piel de Onagro o páginas saltadas a grandes trancos de Adiós para siempre, preciosidad, de Chandler. No son clásicos sino contemporáneos, pero yo no lo sé aún. Creo que me duermo entre los primeros alborotos que vienen de los cuartos de al lado.
Evaristo Lambert limpia zapatos cerca de Plaza de Marte, en Santiago de Cuba. Debajo del cajón con las botellas de tinta guarda El hombre mediocre, de Ingenieros. Un día en el que le hablo de una película que acabo de ver en el cine Cuba, me enseña el tomo gastado y untado de betún. Se lo leía unas tres o cuatro veces al año.
Mi tía Eloína pone la radio desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde en Cuba, se trata de una emisora que transmite varias novelas de un tirón y en las que desfilan las obras de Chéjov, Shakespeare o Molière. Yo tengo 10 años y ella es la que me cuida.
Mi tía me sirve los dos almuerzos: el que ha hecho con sus manos y el otro, el que sale de la radio nacional y por el que ella me pide que no haga ruidos. Pudiera perderse los diálogos inventados, para las vidas inventadas, por William Faulkner, o la mano lúcida que nos regaló Las mil y una noches.
Es 1994 y en las clases de Literatura Universal que recibo en la Universidad de Oriente casi puedo declamar bocadillos completos de estas obras antes mencionadas. Debí parecer un chico con una abultada cultura libresca.
La memoria no falla, el sonido de las palabras dichas por mi madre me hacen parecer un muchacho listo.
Es 1994 y yo no me he leído la mitad de esos libros por los que están calificando, pero mi oído sí.
En mis cuatro décadas de vida he intentado leer con el tono de aquellas palabras afiladas para mí, pero estoy a medio camino de esos gozos.
He leído algo, pero he escuchado más. Los libros y las voces de la gente hacen un aspaviento para que yo no me pierda las historias que fueron inventadas para ser oídas.
Me gusta el gesto oral, el ruido de los libros.