El discurso reciente de Raúl Castro deja varias certezas sobre la mesa y una de ellas es que los autócratas de La Habana son conscientes del desastre ocasionado en todos los órdenes a Cuba y a los cubanos a lo largo de 54 años de gobierno. Admite Castro que la Isla dispone de un capital humano corrompido por una falta de valores que, en la cotidianidad de un país sumido eternamente en crisis, desemboca necesariamente, bajo su punto de vista, en una sociedad de poco provecho. Hace un buen diagnóstico aunque no es capaz de entonar el mea culpa y, en cambio, responsabiliza de la situación a los propios ciudadanos, los que en todo este tiempo no han hecho nada más que seguir la pauta que establecía el vértice superior de la pirámide, allá donde viven apostados todos los iluminados.
A cualquier lector habitual de prensa independiente cubana le resultarán más que conocidas las situaciones a las que el actual dirigente cubano se refirió en su alocución ante el parlamento mudo. El rapapolvo fue considerable, pero de poco puede servir. Reconstruir una ciudad en ruinas siempre será más fácil que enderezar los valores que guían toda una sociedad y la conducen a un progreso sostenible. Resulta que mientras el castrismo se ha dedicado a proyectar durante medio siglo una imagen de solidaridad y humanitarismo, la realidad en los límites de la isla es bien distinta. Y lo dice Raúl. Es difícil imaginar que una sociedad donde el civismo brilla por su ausencia se pueda alzar un proyecto político como el publicitado por los castristas.
Lo cierto es que en el puzzle cubano pocas piezas encajan. La propaganda tira hacia un lado y la realidad, que siempre se acaba imponiendo ante cualquier intento de manipulación y tarde o temprano se rebela, es bien distinta al relato oficial de los “logros” al que nos tiene acostumbrado (y a muchos embaucados) este régimen. Digamos que, tras escuchar a Raúl Castro el pasado fin de semana, a pocos van a resultar creíble las portadas y crónicas del oficialista Granma, boletín para el que todo lo engendrado por la Revolución debe ser digno de elogio.
Preocupante es que el dictador no reconozca que ese resultado final que dibujó en su discurso es obra y gracias al régimen y sus políticas fallidas. Los castristas han dirigido el destino de Cuba como un club de iluminados a los que no se les podía replicar nada, como si fueran dioses intocables a los que se les debía extender un cheque en blanco porque ellos solos eran los únicos capaces de determinar lo que convenía a los 11 millones de cubanos.
El castrismo se convirtió en religión, con su propio Dios, Fidel Castro, por eso muchos dicen que les resulta difícil criticarlo, porque se le debe un respeto. Los cubanos fueron bautizados a la fuerza en la pica castrista y, atrapados en ese bucle, algunos alcanzaron darse cuenta del lavado de cerebro y la hipocresía del régimen, esa “doble moral” a la que todo cubano alude cuando habla de su pueblo. Raúl Castro ha condenado a todos los cubanos, por pecadores y por no estar a la altura de la “santa obra” que es esta Revolución, un proyecto político que no ofrece elementos tangibles para su valoración positiva.
Pero probablemente lo que menos puede ayudar a los cubanos a salir de este atolladero precisamente ahora es ser regañados por un octogenario que, precisamente, es uno de los pastores que los llevó al lugar en el que se encuentran. A los cubanos les convendría un nuevo gobierno, otro régimen, tener confianza en otro sistema, en el que las cosas pueden ser y hacerse de forma distinta. Los cubanos tienen que creer en sí mismos y no en ningún credo, menos aún en el castrista.
A cualquier lector habitual de prensa independiente cubana le resultarán más que conocidas las situaciones a las que el actual dirigente cubano se refirió en su alocución ante el parlamento mudo. El rapapolvo fue considerable, pero de poco puede servir. Reconstruir una ciudad en ruinas siempre será más fácil que enderezar los valores que guían toda una sociedad y la conducen a un progreso sostenible. Resulta que mientras el castrismo se ha dedicado a proyectar durante medio siglo una imagen de solidaridad y humanitarismo, la realidad en los límites de la isla es bien distinta. Y lo dice Raúl. Es difícil imaginar que una sociedad donde el civismo brilla por su ausencia se pueda alzar un proyecto político como el publicitado por los castristas.
Lo cierto es que en el puzzle cubano pocas piezas encajan. La propaganda tira hacia un lado y la realidad, que siempre se acaba imponiendo ante cualquier intento de manipulación y tarde o temprano se rebela, es bien distinta al relato oficial de los “logros” al que nos tiene acostumbrado (y a muchos embaucados) este régimen. Digamos que, tras escuchar a Raúl Castro el pasado fin de semana, a pocos van a resultar creíble las portadas y crónicas del oficialista Granma, boletín para el que todo lo engendrado por la Revolución debe ser digno de elogio.
Preocupante es que el dictador no reconozca que ese resultado final que dibujó en su discurso es obra y gracias al régimen y sus políticas fallidas. Los castristas han dirigido el destino de Cuba como un club de iluminados a los que no se les podía replicar nada, como si fueran dioses intocables a los que se les debía extender un cheque en blanco porque ellos solos eran los únicos capaces de determinar lo que convenía a los 11 millones de cubanos.
El castrismo se convirtió en religión, con su propio Dios, Fidel Castro, por eso muchos dicen que les resulta difícil criticarlo, porque se le debe un respeto. Los cubanos fueron bautizados a la fuerza en la pica castrista y, atrapados en ese bucle, algunos alcanzaron darse cuenta del lavado de cerebro y la hipocresía del régimen, esa “doble moral” a la que todo cubano alude cuando habla de su pueblo. Raúl Castro ha condenado a todos los cubanos, por pecadores y por no estar a la altura de la “santa obra” que es esta Revolución, un proyecto político que no ofrece elementos tangibles para su valoración positiva.
Pero probablemente lo que menos puede ayudar a los cubanos a salir de este atolladero precisamente ahora es ser regañados por un octogenario que, precisamente, es uno de los pastores que los llevó al lugar en el que se encuentran. A los cubanos les convendría un nuevo gobierno, otro régimen, tener confianza en otro sistema, en el que las cosas pueden ser y hacerse de forma distinta. Los cubanos tienen que creer en sí mismos y no en ningún credo, menos aún en el castrista.