Iría al cine casi todas las noches, y hasta todas las noches, sin el casi forzado, aunque nada sustancial sepa de él, nada que no sea lo que sabe el aficionado promedio. Si al llegar a Estados Unidos procedente del interior de Cuba, niño aún, hubiera adivinado que ser editor, iluminador, camarógrafo, ingeniero de sonido, guionista, creador de efectos especiales y hasta caza talentos eran oficios o profesiones asequibles y suficientes para sostenerme y sostener un hogar, es probable que en medio de las dudas que inquietaron mis años universitarios me hubiera decidido por el cine.
Nada sabía el adolescente ansioso por regresar a su pueblo del mundo que escondía, aun mostrándolo, la pantalla; nada que no fueran los nombres de algunos de los actores y actrices que aparecían en ella y las historias que protagonizaban; historias que lo absorbían y rescataban de una realidad hostil: la realidad del desarraigo, como antes lo habían rescatado de la monotonía de los domingos de provincia transportándolo a Tara, donde había figurado entre los pretendientes de Scarlett O´Hara, o al río Kwai, donde había aprendido a silbar una marcha con sus compañeros de guerra, prisioneros como él, y conseguido burlar los planes de sus carceleros luego de participar en la construcción de un puente.
Tampoco podía imaginar que casi medio siglo después sus deberes profesionales le permitirían entablar amistad y conversar ante un micrófono, semana tras semana, con el cineasta cubano Fausto Canel, y no sólo hacerle la multitud de preguntas que se había hecho siempre sino las que no cesa de hacerse ante el cine actual, donde sigue buscando refugio de su extrañamiento, ya obviamente incurable.
Nunca ha podido dilucidar por qué los tiempos de Ben-Hur o la ciudad de Casablanca en los días de la Segunda Guerra Mundial se le antojan más hospitalarios que los suyos; por qué la música de los filmes de los años cuarenta y cincuenta lo conmueve y la posterior, no; por qué no pudo ser contemporáneo de Gilda, cuando Glenn Ford debía ser quien escribiera estas notas y él quien se alzara con ella.
Las conversaciones con Fausto Canel me han permitido ver lo que antes no veía, admirar lo que antes no admiraba, inferir un trasfondo donde antes todo era vacío y, ahora, admirar cómo la imposibilidad de filmar una historia puede dar origen a un libro donde más que narrarse algo, se proyecta sobre otro género de pantalla, el papel, y el ojo del escritor se desdobla en lente, los párrafos en fotogramas, el punto y aparte en corte, la sintaxis en montaje, y el ritmo de la escritura llega a despertar en el lector la sensación de no hallarse en la habitación de una casa sino en una sala de cine.
“Dire Straits”, libro escrito por Fausto Canel para exhibir una película de suspenso que no pudo filmar y que hubiera tenido a Estados Unidos y Cuba por escenarios, sobre todo a Cuba, no sólo interesa por lo que en él se cuenta sino por la forma en que ese cuento se escenifica, es decir, por su escritura, cuya urgencia es la del mejor cine de este género y donde, insisto, la impresión final no es la de haber leído algo sino la de haberlo visto y oído todo: diálogos, disparos, explosiones, chapoteos, susurros, ladridos, tempestades, ruidos de automóviles y helicópteros, reportajes televisivos y algo más, los aplausos y los gritos de la muchachada que, en las salas de cine, sentada en el borde de sus butacas y atragantándose de rositas de maíz o comiéndose las uñas, hubiera ovacionado y aprobado a gritos los sucesivos clímax de la película, cuyos falsos finales acaban convirtiéndola en una montaña rusa capaz de agotar toda reserva de adrenalina y soltar al cinéfilo más duro sonriente y exhausto.
La historia mezcla cubanos y norteamericanos de distintas generaciones, acción y romance, terrorismo y altruismo, presente y pasado, pero ninguna de las imágenes que afloran de ella impresionan tanto como las que anticipan dos ataques con armas de destrucción masiva: la nube de polvo radioactivo que escapa de la isla, cubre los cuerpos de una mujer y su pequeño hijo, se esparce sobre algunas embarcaciones, entre ellas, un crucero de lujo y un camión flotante que atraviesa el Estrecho de la Florida, se adhiere a los parabrisas y amenaza llover sobre Estados Unidos, y la imagen que arrojan las corrientes marinas, vehículo de esporas de carbunco o ántrax capaces de contaminar y aniquilar toda forma de vida, animal o vegetal, en la costa este del país.
Fausto Canel, cuyo talento cinematográfico le permite hacer ver con precisión admirable lo que quiere hacer ver, proyectar ante el lector una escena tras otra adecuando el correr de la trama a diversos ritmos, no se duerme en descripciones pero las pocas que ofrece y las calamidades que vislumbra abisman. Un viento apocalíptico, reminiscente de la crisis de octubre de 1962, sopla sobre la isla y revuelve las aguas del Estrecho. Sólo la sensatez prevendrá que dos naciones condenadas a ser vecinas, a adivinarse los pensamientos a través de un tramo de mar, sufran las consecuencias devastadoras de los delirios de grandeza o las ambiciones de uno o varios ciudadanos inescrupulosos cuya capacidad de acción puede escapar, a nivel tecnológico y estratégico, toda vigilancia, incluso la de sus respectivos gobiernos, por autoritario que uno de ellos sea.
Ya no se trata de llevar un libro al cine sino de encontrar el cine en un libro y sentir cómo la habitación donde leemos se transforma en teatro, y el silencio de la casa se llena de sonidos, y los demás espectadores son las cosas que nos rodean—muebles, lámparas, cuadros, revistas, cojines, objetos traídos de otras partes del mundo—, y cómo el Gran Río Azul de que hablara Hemingway fluye, más que delante de nosotros, dentro de nosotros, esa pantalla secreta donde realidad e imaginación se confunden y la vida es el único film, un film cuya duración es impredecible: durará lo que dure cada uno de nosotros.
“Dire Straits” se presentará en la Feria Internacional del Libro de Miami el sábado 23 de noviembre, a las 12 del día, en la sala 8202.
Nada sabía el adolescente ansioso por regresar a su pueblo del mundo que escondía, aun mostrándolo, la pantalla; nada que no fueran los nombres de algunos de los actores y actrices que aparecían en ella y las historias que protagonizaban; historias que lo absorbían y rescataban de una realidad hostil: la realidad del desarraigo, como antes lo habían rescatado de la monotonía de los domingos de provincia transportándolo a Tara, donde había figurado entre los pretendientes de Scarlett O´Hara, o al río Kwai, donde había aprendido a silbar una marcha con sus compañeros de guerra, prisioneros como él, y conseguido burlar los planes de sus carceleros luego de participar en la construcción de un puente.
Tampoco podía imaginar que casi medio siglo después sus deberes profesionales le permitirían entablar amistad y conversar ante un micrófono, semana tras semana, con el cineasta cubano Fausto Canel, y no sólo hacerle la multitud de preguntas que se había hecho siempre sino las que no cesa de hacerse ante el cine actual, donde sigue buscando refugio de su extrañamiento, ya obviamente incurable.
Nunca ha podido dilucidar por qué los tiempos de Ben-Hur o la ciudad de Casablanca en los días de la Segunda Guerra Mundial se le antojan más hospitalarios que los suyos; por qué la música de los filmes de los años cuarenta y cincuenta lo conmueve y la posterior, no; por qué no pudo ser contemporáneo de Gilda, cuando Glenn Ford debía ser quien escribiera estas notas y él quien se alzara con ella.
Las conversaciones con Fausto Canel me han permitido ver lo que antes no veía, admirar lo que antes no admiraba, inferir un trasfondo donde antes todo era vacío y, ahora, admirar cómo la imposibilidad de filmar una historia puede dar origen a un libro donde más que narrarse algo, se proyecta sobre otro género de pantalla, el papel, y el ojo del escritor se desdobla en lente, los párrafos en fotogramas, el punto y aparte en corte, la sintaxis en montaje, y el ritmo de la escritura llega a despertar en el lector la sensación de no hallarse en la habitación de una casa sino en una sala de cine.
“Dire Straits”, libro escrito por Fausto Canel para exhibir una película de suspenso que no pudo filmar y que hubiera tenido a Estados Unidos y Cuba por escenarios, sobre todo a Cuba, no sólo interesa por lo que en él se cuenta sino por la forma en que ese cuento se escenifica, es decir, por su escritura, cuya urgencia es la del mejor cine de este género y donde, insisto, la impresión final no es la de haber leído algo sino la de haberlo visto y oído todo: diálogos, disparos, explosiones, chapoteos, susurros, ladridos, tempestades, ruidos de automóviles y helicópteros, reportajes televisivos y algo más, los aplausos y los gritos de la muchachada que, en las salas de cine, sentada en el borde de sus butacas y atragantándose de rositas de maíz o comiéndose las uñas, hubiera ovacionado y aprobado a gritos los sucesivos clímax de la película, cuyos falsos finales acaban convirtiéndola en una montaña rusa capaz de agotar toda reserva de adrenalina y soltar al cinéfilo más duro sonriente y exhausto.
La historia mezcla cubanos y norteamericanos de distintas generaciones, acción y romance, terrorismo y altruismo, presente y pasado, pero ninguna de las imágenes que afloran de ella impresionan tanto como las que anticipan dos ataques con armas de destrucción masiva: la nube de polvo radioactivo que escapa de la isla, cubre los cuerpos de una mujer y su pequeño hijo, se esparce sobre algunas embarcaciones, entre ellas, un crucero de lujo y un camión flotante que atraviesa el Estrecho de la Florida, se adhiere a los parabrisas y amenaza llover sobre Estados Unidos, y la imagen que arrojan las corrientes marinas, vehículo de esporas de carbunco o ántrax capaces de contaminar y aniquilar toda forma de vida, animal o vegetal, en la costa este del país.
Fausto Canel, cuyo talento cinematográfico le permite hacer ver con precisión admirable lo que quiere hacer ver, proyectar ante el lector una escena tras otra adecuando el correr de la trama a diversos ritmos, no se duerme en descripciones pero las pocas que ofrece y las calamidades que vislumbra abisman. Un viento apocalíptico, reminiscente de la crisis de octubre de 1962, sopla sobre la isla y revuelve las aguas del Estrecho. Sólo la sensatez prevendrá que dos naciones condenadas a ser vecinas, a adivinarse los pensamientos a través de un tramo de mar, sufran las consecuencias devastadoras de los delirios de grandeza o las ambiciones de uno o varios ciudadanos inescrupulosos cuya capacidad de acción puede escapar, a nivel tecnológico y estratégico, toda vigilancia, incluso la de sus respectivos gobiernos, por autoritario que uno de ellos sea.
Ya no se trata de llevar un libro al cine sino de encontrar el cine en un libro y sentir cómo la habitación donde leemos se transforma en teatro, y el silencio de la casa se llena de sonidos, y los demás espectadores son las cosas que nos rodean—muebles, lámparas, cuadros, revistas, cojines, objetos traídos de otras partes del mundo—, y cómo el Gran Río Azul de que hablara Hemingway fluye, más que delante de nosotros, dentro de nosotros, esa pantalla secreta donde realidad e imaginación se confunden y la vida es el único film, un film cuya duración es impredecible: durará lo que dure cada uno de nosotros.
“Dire Straits” se presentará en la Feria Internacional del Libro de Miami el sábado 23 de noviembre, a las 12 del día, en la sala 8202.