¿Pueden imaginar una valla inmensa en Madison Avenue, Nueva York, con el rostro del influyente columnista Walter Lippman, ponderando las ventajas de un seguro de salud? ¿Conciben a Walter Cronkite anunciando colchones después de concluir su programa nocturno en la CBS? ¿Y qué tal Bob Woodward y Carl Bernstein, a dos manos, proponiendo risueños la asistencia de un abogado de bancarrota a toda plana de The Washington Post?
Alguno podrá argüir que esas figuras icónicas del periodismo estadounidense eran muy bien pagadas —lo cual es verdad—, por lo que no tenían necesidad de buscar ingresos adicionales; o que habían firmado un contrato de exclusividad.
La realidad es que en Estados Unidos existe un verdadero culto a los valores periodísticos. La defensa de la libertad de prensa y de expresión como pilar de la democracia ha estado acompañada de una acrisolada elaboración de normas y reglamentos de carácter ético (cuestiones morales) y deontológico (cuestiones morales específicas de la profesión).
Tales valores ya son patrimonio universal. La casi totalidad de los códigos de Ética y Deontología periodísticas de los países occidentales se adscriben a la separación estricta entre información, opinión y publicidad. Se supone que un periodista no milite en ningún partido ni haga activismo. Tampoco que preste su imagen, voz o texto para endosar un candidato, un dentífrico o un seguro médico. No debe aceptar regalos de cabilderos ni invitaciones a cenas que no pueda pagar.
Earl Maucker, director del Sun Sentinel, recordaba en una reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) lo siguiente: un reportero viajó a Panamá para escribir un reportaje sobre el Canal. El gobierno puso a su disposición un helicóptero oficial que lo paseó todo el día por las instalaciones. Días después el departamento de relaciones públicas del gobierno panameño recibió un cheque —enviado por el Sentinel— con el monto de lo que se supone costaría el ride aéreo. Las cuentas claras y el chocolate espeso.
Casi desde sus inicios, el periodismo moderno fijó ciertas reglas: el público merece que se le presente, bien delimitados y sin trucos, el ámbito de la noticia, el de la opinión y el de la publicidad. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, merced a la irrupción de blogs y redes sociales, hay cierta confusión entre géneros informativos y opináticos. Los infomerciales (reclamos disfrazados) pasan de contrabando y, en la búsqueda inescrupulosa de audiencia, se legitiman los rumores, se banaliza la información y toma preeminencia lo espectacular. Los noticieros de televisión abren con la nota roja y una masacre en un barrio puede provocar euforia entre los productores una hora antes de la emisión.
Ya se sabe que comparar a Miami con una “república bananera” —término acuñado por el escritor O. Henry y resucitado años atrás por Darío Moreno, de FIU— es una falsedad o, cuando menos, una exageración. Pero nadie niega que algunos fenómenos que vemos en nuestro condado (o de Broward hacia abajo, para ser precisos) no suceden en ningún otro lugar del país.
Aquí, donde el fraude es pan y noticia cotidianos, y la ética un producto bastante ignorado, hallamos esas abominables prácticas donde periodistas interrumpen un despacho sobre el último genocidio de Daesh para vocear las virtudes de un restaurante o resaltar la conveniencia de un plan médico. Nada ilegal, vale aclararlo, pero ciertamente cuestionable. “¿Dónde radica la falta?”, se preguntarán algunos. “¿Qué hay de censurable en que esa persona, tan inteligente, simpático e informado, nos haga tal recomendación y quizás se embolsille un salario extra?”.
El periodismo, a diferencia de otras profesiones, comporta una gran responsabilidad social. Los medios de noticias buscan ser independientes del gobierno, de los grupos de poder y de los anunciantes. Precisamente, la solvencia de un medio es la mayor garantía de su autonomía.
En el caso del anunciante, es lógico que desee sacar el máximo de su inversión. Por ello apuesta a que un profesional de prestigio —conocido, familiar— infunda confianza a su audiencia sobre las virtudes del producto o servicio. De ahí la tendencia del “presentador-anuncio”, que ha provocado rechazo en asociaciones y colegios de periodistas de tantos países.
No hay nada contra la publicidad; al contrario, ella cumple una importante y variada función en la sociedad y constituye aún la mayor fuente de ingresos de la prensa. Los anunciantes siempre son bienvenidos, siempre que no intervengan en las decisiones editoriales y sin que ello los coloque a salvo de la crítica.
Sin embargo, la credibilidad es un área compartida entre el medio y el periodista. Como se ha dicho, es lo más preciado que poseen ambos y su base es la independencia. Si existen compromisos externos, no son libres. Respaldar una empresa de productos o servicios compromete la credibilidad de uno y otro. Alguien podría pensar que, si el profesional vocea un anuncio, por interés propio o del medio de comunicación, también estaría dispuesto a omitir una noticia o edulcorarla. Aquí, de nuevo, el periodismo norteamericano sienta cátedra: trata de evitar no solo el conflicto de intereses, sino también su apariencia. O lo que es lo mismo: su potencialidad.
Mientras en otros sitios, el medio de noticias se cuida mucho de hacer publicidad indirecta, en Miami la hacen directamente y sin sonrojo (al público no parece preocuparle). Algunos auspician que escritores, artistas, cantantes y médicos promocionen gratuitamente libros, conciertos, obras y píldoras, respectivamente, sin justificación editorial ni cobertura crítica. Dejan así de ejercer como periodistas para tornarse relacionistas públicos o filántropos. Y eso ocurre ante la indiferencia o complacencia de los directivos.
Las redacciones no son inmunes a la corrupción. Por ello la necesidad de contar con reglamentos que establezcan mecanismos de vigilancia y control, y que sean bien claros al proscribir tales prácticas. También resulta necesaria la capacitación (palabra olvidada por los departamentos de Recursos Humanos), especialmente en la actualización sobre temas esenciales de la profesión y no solo tecnológicos o instrumentales. En tiempos de sobreabundancia e instantaneidad de la información, el debate sobre los retos éticos del periodismo se hace imprescindible.
Cada uno a su oficio. Para imágenes, las celebridades: Brad Pitt, Madonna, David Beckham…; para voces, las de un sinnúmero de locutores que asumirían gustosos la grabación de esos anuncios. El prestigio, bien ganado, del periodista no debería ser mercancía de cambio.
La prensa, en vez de anunciar colchones y amplificar pregones, debe trabajar por ofrecer información relevante para que el ciudadano tome decisiones ponderadas y se relacione orgánicamente con su entorno social. Lo demás es espectáculo y feria.
Publicado en El Nuevo Herald el 21 de enero del 2016.