La crisis del espectral Socialismo del siglo XXI en Latinoamérica ha vuelto a quedar demostrada tras el triunfo del NO en el referendo sobre la reforma constitucional boliviana que pretendía legitimar una nueva postulación del presidente Evo Morales en los comicios electorales de 2019. El controvertido reyezuelo aspiraba a permanecer atornillado en la poltrona presidencial al menos hasta 2025… Pero la mayoría de sus compatriotas, aborígenes incluidos, le han dado calabazas.
Hasta el momento, y a pesar de las maniobras que –según afirman sectores de la oposición de ese país andino– está aplicando el gobierno de Evo Morales para revertir su estrepitosa derrota, todo indica que ya el NO resulta irreversible.
En un plazo de pocos meses, el retroceso del liderazgo de las izquierdas –iniciado en Argentina con la caída de Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones presidenciales, seguido con la pérdida del chavismo en las elecciones parlamentarias de diciembre último y ahora con la negativa a permitirle a Evo secuestrar el poder en Bolivia– muestra palmariamente que las aspiraciones vitalicias de los líderes del socialismo del siglo XXI están quedando en la estacada.
Con este nuevo nocaut a los liderazgos progre del Hemisferio, ha quedado demostrado que en realidad los populismos de aliento castro-chavista-marxista ni son tan populares ni han traído consigo los cambios a los que aspiraban los electores, incluidos los sectores más humildes, supuestos “beneficiarios” del “modelo”. Se ha hecho obvio el rechazo mayoritario de la ciudadanía al nuevo y –paradójicamente– ya agotado paradigma, despejándose una verdad de Perogrullo: si bien el neoliberalismo de los años 90’ ahondó el cisma entre los más ricos y los más pobres de este Continente agudizando los profundos conflictos sociales y las rupturas que han signado históricamente las relaciones entre gobiernos y gobernados, y abriendo paso al surgimiento del Socialismo del siglo XXI, en poco tiempo éste dejó claro que no es el ungüento de la Magdalena que pondría cura a los males de la región. Más bien tiende a agravarlos.
Y, es de esperarse que junto con el modelo cuya tentativa de implementación tuvo su máximo representante en el extinto Hugo Chávez, desaparecerá también esa otra excrecencia fantasmal de la que ya nadie habla, cual si se tratase de un pariente que avergüenza a la familia: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Una colosal entelequia ideada por el mismo caudillo de Barinas en una receta inspirada en el más puro personalismo, mezcla de ideología de izquierdas, antiimperialismo, mesianismos y egolatría, todo aderezado con abundante corrupción y revuelto en el mar de petróleo usurpado a los venezolanos durante más de tres lustros con el único objetivo de sostener artificialmente a sus aliados de la región, y que se ha tornado insostenible ante la actual crisis económica que sufre Venezuela, la mayor de toda su historia, nacida a la sombra de la doctrina del nuevo socialismo.
Sin dudas, últimamente la matriz de la izquierda radical ha estado recibiendo reveses casi sin pausas: escándalos relacionados con la corrupción, el narcotráfico, el tráfico de influencias, el clientelismo y otros adornos similares mantienen a numerosos líderes bajo la lupa de la opinión pública. Ya no es tan fácil mantener una venda oscura sobre los ojos de los pueblos. No es de extrañar que el fogoso presidente de Ecuador, Rafael Corea, haya bajado discretamente su perfil, guardando su encendido verbo para alguna que otra ocasión simbólica. Tampoco el beodo centroamericano, Daniel Ortega, se está exhibiendo demasiado por estos días. No corren buenos tiempos para los caudillos de opereta.
Sin embargo, todavía es pronto para colocar la lápida sobre el trágico destino del Socialismo del siglo XXI. Por lo menos los cubanos sabemos muy bien que no hay que subestimar la capacidad de supervivencia, no ya de las ideologías de corte populista que tan afianzadas están en las venas latinoamericanas, sino de sus “ideócratas” (o quizás debiera decir ideo-ratas).
He aquí que los socarrones octogenarios del Palacio de la Revolución, en La Habana, que tanto tienen que ver con las nocivas epidemias izquierdosas regionales han estado guardando bajo el trono sus atavíos antiimperialistas, para entrar en amigables cabildeos –precisamente– con “el enemigo natural de los pueblos”, el imperialismo yanqui.
Y así, mientras Cristina se ha esfumado de la escena política, Maduro continúa su histérico pataleo en el cenagoso panorama venezolano y Evo procura consolarse del revés sufrido el domingo pasado, rumiando una tras otra sus hojas de coca en el Palacio Quemado, los druidas de la gerontocracia verde olivo alistan sus galas para recibir al más alto representante del capitalismo feroz cuyas divisas tanto atraen a los líderes de izquierda.
Claro, no hay que ser suspicaces. Quizás no se trata de una traición del General-Presidente y su claque a los principios marxistas y castro-chavistas en la América Nuestra, como aseguran algunos mal intencionados, sino de un reacomodo de la acción ante las nuevas circunstancias. Más de medio siglo de experiencias como conspiradores exitosos avala el pedigrí de supervivientes de estos camaleónicos “marxistas. Ya veremos cómo renacen las consignas y los himnos de la internacional proletaria en cuanto los jerarcas del castrismo logren poner las manos sobre los dólares, que a fin de cuentas parece que el fin sí justifica los medios.
Porque, sin ánimos de exagerar, el llamado “socialismo” de esencia caudillista es como una enfermedad que muchas veces mata, pero no se cura. Es como un virus mutante que cambia de apariencia y procura multiplicarse para seguir enfermando las sociedades humanas. La mala noticia para los cubanos es que semejante infección solo se cura con una fuerte dosis de democracia… Un medicamento que cayó en falta en la Isla más de seis décadas atrás.
[Este artículo fue publicado originalmente en Cubanet]