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Willy Chirino: la amistad de la luna


El autor reseña la presentación más reciente del compositor e intérprete en una sala de Miami.

Anoche

En tu cama

Éramos tres:

Tú yo la luna

Octavio Paz

Los signos de exclamación no son más que dos palotes: el primero, con un punto encima; el segundo, con un punto debajo. Ambos, en realidad, son el mismo: antes y después de perder la cabeza. El primero, a pesar de la agitación que delata, la conserva en su sitio; el segundo, tiene la cabeza a sus pies, y acaso se disponga a jugar soccer con ella. Su poder expresivo es tal que, sin más compañía que la del espacio en blanco que les rodea y les sirve de caja de resonancia, denotan un estado de ánimo: son un ah, un oh o una mala palabra dicha ante la imposibilidad de encontrar una buena que resuma mejor lo que la persona se propone expresar. Un “¡” es una taza de café cubano: espabila.

Pero los signos de exclamación tienen que ser consecuentes con las letras que acompañan: todos, ellas y ellos, han acordado no exceder sus respectivas proporciones. De manera que toparse con un signo cuyo tamaño excede el de los demás no es común, sobre todo si éste no ha sido obra involuntaria del hombre sino de la naturaleza, y se alza en un párrafo donde nada es palabra, es decir, abstracción, sino realidad: las primeras sombras de la noche, el olor del mar y los edificios que componen el corazón de una ciudad. Ese signo de proporciones monumentales se apresuró a salirme al paso cuando conducía por una autopista de Miami, en compañía de mi mujer, rumbo a la Sala de Conciertos del Arsht Center, donde Willy Chirino iba a presentarse.

El sol quedaba a nuestras espaldas, los contornos de los rascacielos al frente, y justo encima de uno de los más altos y del más próximo al lugar donde tendría lugar el evento, justo encima de ese palote de cristal y cemento, el punto más hermoso a que puede aspirar un signo de exclamación: la luna, redonda, amarilla, inmóvil; exhortando a todos los que se fijaran en ella a ir a escuchar al compositor e intérprete cubano; guiándolos hasta el lugar exacto donde éste se presentaría; garantizando, con su sola presencia, la hermosura de la velada en ciernes.

La intensa campaña de promoción desplegada en torno a ésta tenía en aquella mole larguirucha y escueta, transformada en signo de exclamación por la luna, su culminación. Si los promotores se dirigieron al teatro a la misma hora que nos dirigimos nosotros, y lo hicieron por la misma carretera que nosotros lo hicimos, tienen que haber reparado, perplejos, en aquella amabilidad incosteable, en aquella “oficial de tránsito” cuya intervención no se les hubiera ocurrido solicitar y, mucho menos, remunerar, dada su jerarquía --¡quién puede pagar los servicios de la luna!--, pero cuya complicidad silenciosa nada tenía de fortuita. La luna sabe corresponder las gentilezas que los hombres tienen con ella, y entre las canciones de Willy Chirino baila una donde el autor revela su “alma de neón” y se declara, además de lunático incondicional, “fanático de la noche”, “gato por naturaleza”.

La Tierra es la bola de cristal de la luna, de ahí que resulte imposible que algo que esta última acredite fracase. La luna ve lo que nosotros no vemos, sabe lo que nadie más sabe (las estrellas son miopes, no cesan de entrecerrar los ojos, el sol vive cegado por su propia luz, y nada importante sucede durante día). La presentación de su amigo músico fue un éxito: canciones, orquesta, coro, luces, proyecciones audiovisuales y cientos de personas felices, enardecidas, giraron, durante dos horas, en torno al cantante que, en plenitud de facultades, ofreció uno de los espectáculos más conmovedores que puede ofrecer un hombre: el de verse a sí mismo realizado después de una larga vida de trabajo y tener con quien compartir, noblemente, generosamente, esa dicha.

Los que hemos estado al tanto de la trayectoria de Willy Chirino desde sus inicios, de la multitud de canciones suyas y ajenas que, gracias a él, se han insertado en la memoria sentimental o fiestera de miles de sus compatriotas, y hemos admirado su condición de cubano bueno, de cubano fiel a una serie de nostalgias y anhelos que él ha sabido cantar con el don de quien se sabe destinado a hacerlo, sabemos de su fidelidad a su vocación, una fidelidad que lejos de menguar con el éxito –el vocabulario lunar lo invade todo-- parece reavivarse con él y reafirmar al artista en ella con la misma voluntad de permanencia de esa luna, amiga suya, sobre un rascacielos de Miami.

Nada nos emocionó tanto como ver al artista ahí, en lo suyo, en medio de un torbellino de música tan bien cantada como orquestada, ebrio de ella, joven aún, espontáneo y risueño siempre, inalterable en sus amores, inalterable en su natural criollo y desenvuelto, dándose y recibiendo el cariño bien ganado que el auditorio agradecido le manifestaba a voces.

De repente, a mitad de la noche, recordé la luna y la eché de menos: imposible que continuara afuera convocando al acto; imposible que se hubiera limitado a acercar su luz, como una oreja, a alguna fractura de los muros o el techo del teatro; imposible que, cumplida su labor fraternal de propagandista suma, hubiera continuado su travesía; imposible que, habiendo razones para que nadie disfrutara más la fiesta que ella, se la perdiera.

Y entonces la reconocí bailando con el intérprete, deshecha en los mil y un colores y formas que Gonzalo Rodríguez, un maestro en el arte de convertir cualquier escenario en un país de fantasía, le pedía que se deshiciera; disfrutando la oportunidad que éste le brindaba de ser roja, verde, azul, malva; de romperse en figuras geométricas y flores que se deslizaban por el suelo y las paredes o flotaban en el aire de la sala; de transformarse en el arco iris de “El mago de Oz” y situarnos más allá de él, donde los cielos son más limpios y hay bandadas de pájaros azules; de sentarse sobre el piano o sonreír entre los músicos y mostrar un sentido del ritmo y una dentadura tan impecables que hubieran sonrojado a Louis Armstrong.

La luna, de vuelta a su configuración esférica, hizo mutis por el foro del brazo de Willy Chirino. Nos apresuramos a ganar la calle para saludarla. Ni sombra de ella. Tampoco del rascacielos: hay realidades que sólo existen a la luz de la luna. Ya de regreso nos pareció divisarla lejos, muy lejos. Imposible alcanzarla. Tan imposible como explicarnos cómo, en cuestión de segundos, se nos había adelantado tanto. Aunque bien pudiera no haber sido la luna lo que vimos sino la luz de un reflector que Gonzalo Rodríguez apuntaba al firmamento con el doble propósito de alumbrarle el camino –debe de haberla imaginado exhausta-- y darle las gracias por haberle permitido jugar con ella.

Quizás Willy Chirino no le dijo que esa noche se la llevaría a su casa.

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