Repasando la prensa cubana por estos días parece que en España estamos a punto de quedarnos sin la posibilidad de comprar ni un litro de leche
La izquierda radical, aquella izquierda de postura retrógrada y conservadora, la que guarda celosamente como si fuera una Biblia las “Reflexiones de Fidel” y que, además, lee habitualmente Cubadebate y todos esos medios contenedor de propaganda del castrismo, tiene ya su propia regeneración, incluso más allá de las fronteras de Cuba. Podríamos decir que el régimen castrista es uno de los principales suministradores de fuel para aquellos que, en grupos muy reducidos, aprovechan los regímenes de libertades para cometer tropelías que, a continuación, y tras conseguir una respuesta policial, usan como arma arrojadiza contra el sistema democrático. Luego también encontramos en medios intelectuales y periodísticos quienes les suelen dar cobertura y legitimación. Por arte de magia, convierten la policía en el enemigo del pueblo, por lo que la violencia en la calle acaba siendo aceptada, hasta cierto punto para algunos casi por necesidad. Y esto es algo que, hablando claro, no deja de ser más que una situación artificial, pura entelequia mental. Al menos en España. Nos lo podríamos ahorrar.
De nuevo todo este engranaje se ha puesto en marcha, como siempre sucede de forma sistemática, en ocasión de la reciente huelga general del 29 de marzo en la que pude comprobar personalmente en el centro de Barcelona cuál es la actuación de los manifestantes y la de los policías. Aquí pero me gustaría hacer una diferencianción necesaria. En realidad no podemos referirnos a los alborotadores callejeros como manifestantes, dado que estos altercados que hacen que a menudo la capital catalana sea portada en medios internacionales no son más que fruto de la acción de grupos reducidísimos de personas que no están vinculadas a las manifestaciones reivindicativas que se desarrollan, por lo general, de manera pacífica. En Barcelona, puede que se celebren cinco o seis manifestaciones a la semana sobre los temas más variados, pero en muy raras ocasiones terminan en altercados. Una de las protestas históricas se celebró en 2003, con más de un millón de personas en la calle contra la decisión del gobierno de José María Aznar de apoyar la guerra contra Sadam Hussein. Que yo recuerde, no hubo ningún tipo de altercado.
Pero hay quienes viven instalados en el odio contra la democracia, y necesitan de forma permanente una confrontación, azuzando falsos demonios e inventando motivos de lucha inexistentes. Somos muy injustos con nuestra democracia, la que costó muchos años de dictadura y es preocupante que no se sepan cuidar sus valores de convivencia y respeto. Esto no implica abandonar nuestros derechos a reivindicar en la calle cambios políticos si lo creemos necesario. Pero hay que ser conscientes de que en cualquier lucha por la demanda de cambios políticos, las reglas de este juego nos lo siguen poniendo fácil, sin ninguna necesidad de enarbolar banderas revolucionarias que pueden encender muy rápidamente los corazones pero, al poco tiempo, fagocitar cualquier esperanza de progreso y un futuro mejor. Y ahí está Cuba como ejemplo del desastre, del derrumbe de una revolución que se coló en el poder en nombre del pueblo y rápidamente se convirtió en su más funesta enemiga.
Repasando la prensa cubana por estos días parece que en España estamos a punto de quedarnos sin la posibilidad de comprar ni un litro de leche, es decir, que caminamos más o menos hacia la situación económica cubana: hacia el práctico desabastecimiento de productos básicos en nuestras tiendas. Así es que son los españoles, según los órganos de prensa oficiales de los Castro, los que se están tirando a la calle como muestra de hartazgo por el sistema. Pues nada más lejos de la realidad. Lo que pasa en España no es más que el ejercicio de una derecho reconocido, el de libre manifestación. Incluso los convocantes de las protestas durante la huelga general del 29M se quejaron por el hecho que los medios centraran su atención más en los altercados, que no representaban la mayor parte de lo sucedido durante la jornada de reivindicación, antes que con las legítimas demandas de los trabajadores. Pero hay que recordar al sufrido pueblo cubano, espectador de unos medios de comunicación que no merecen, que aquí no se está gestando ninguna revolución, que aquí sigue existiendo y respetándose los principios democráticos, por mucho que el filocastrismo intente minar sus bases.
Prefiero una policía que ejerce sus funciones represivas cuando alguien pasa de la manifestación al altercado, que no una policía que ejerce una función represiva para apagar el ejercicio de un derecho fundamental. Y eso, está claro, no pasa en España. Sucede en Cuba, y cada día.
De nuevo todo este engranaje se ha puesto en marcha, como siempre sucede de forma sistemática, en ocasión de la reciente huelga general del 29 de marzo en la que pude comprobar personalmente en el centro de Barcelona cuál es la actuación de los manifestantes y la de los policías. Aquí pero me gustaría hacer una diferencianción necesaria. En realidad no podemos referirnos a los alborotadores callejeros como manifestantes, dado que estos altercados que hacen que a menudo la capital catalana sea portada en medios internacionales no son más que fruto de la acción de grupos reducidísimos de personas que no están vinculadas a las manifestaciones reivindicativas que se desarrollan, por lo general, de manera pacífica. En Barcelona, puede que se celebren cinco o seis manifestaciones a la semana sobre los temas más variados, pero en muy raras ocasiones terminan en altercados. Una de las protestas históricas se celebró en 2003, con más de un millón de personas en la calle contra la decisión del gobierno de José María Aznar de apoyar la guerra contra Sadam Hussein. Que yo recuerde, no hubo ningún tipo de altercado.
Pero hay quienes viven instalados en el odio contra la democracia, y necesitan de forma permanente una confrontación, azuzando falsos demonios e inventando motivos de lucha inexistentes. Somos muy injustos con nuestra democracia, la que costó muchos años de dictadura y es preocupante que no se sepan cuidar sus valores de convivencia y respeto. Esto no implica abandonar nuestros derechos a reivindicar en la calle cambios políticos si lo creemos necesario. Pero hay que ser conscientes de que en cualquier lucha por la demanda de cambios políticos, las reglas de este juego nos lo siguen poniendo fácil, sin ninguna necesidad de enarbolar banderas revolucionarias que pueden encender muy rápidamente los corazones pero, al poco tiempo, fagocitar cualquier esperanza de progreso y un futuro mejor. Y ahí está Cuba como ejemplo del desastre, del derrumbe de una revolución que se coló en el poder en nombre del pueblo y rápidamente se convirtió en su más funesta enemiga.
Repasando la prensa cubana por estos días parece que en España estamos a punto de quedarnos sin la posibilidad de comprar ni un litro de leche, es decir, que caminamos más o menos hacia la situación económica cubana: hacia el práctico desabastecimiento de productos básicos en nuestras tiendas. Así es que son los españoles, según los órganos de prensa oficiales de los Castro, los que se están tirando a la calle como muestra de hartazgo por el sistema. Pues nada más lejos de la realidad. Lo que pasa en España no es más que el ejercicio de una derecho reconocido, el de libre manifestación. Incluso los convocantes de las protestas durante la huelga general del 29M se quejaron por el hecho que los medios centraran su atención más en los altercados, que no representaban la mayor parte de lo sucedido durante la jornada de reivindicación, antes que con las legítimas demandas de los trabajadores. Pero hay que recordar al sufrido pueblo cubano, espectador de unos medios de comunicación que no merecen, que aquí no se está gestando ninguna revolución, que aquí sigue existiendo y respetándose los principios democráticos, por mucho que el filocastrismo intente minar sus bases.
Prefiero una policía que ejerce sus funciones represivas cuando alguien pasa de la manifestación al altercado, que no una policía que ejerce una función represiva para apagar el ejercicio de un derecho fundamental. Y eso, está claro, no pasa en España. Sucede en Cuba, y cada día.