Declaraciones como las que acabamos de leer de Sabina no hacen más que suministrar fuel a una dictadura que está famélica de apoyos públicos. Sus palabras ayudan a desandar un camino por el que ya se había avanzado en los últimos años.
En marzo del 2010, cuando el opositor Orlando Zapata Tamayo murió por huelga de hambre, una campaña de recogida de firmas, organizada para recoger la expresión global de repudio por ese lamentable hecho, consiguió las adhesiones de destacados personajes de la izquierda intelectual y artística de España y, poco después, se les sumaron algunas personalidades del resto del mundo, incluidos varios premios Nobel.
El aterrizaje de la firma del cineasta manchego Pedro Almodóvar, seguidas después por las de Ana Belén, su esposo Víctor Manuel, o la actriz Pilar Bardem, hicieron pensar que la muerte de Zapata Tamayo arrastraría como un tsunami de indignación súbita la marca castrista que había presentado hasta entonces la Revolución de Fidel y Raúl Castro como la gran benefactora de los pobres en Cuba y de los de sus pueblos amigos, algo así como la versión verdeolivo y laica de la congregación de las Misioneras de la Caridad que fundara la ya desaparecida Madre Teresa de Calcuta.
Esa campaña, #OZT: Yo acuso al gobierno cubano, tuvo un éxito rotundo, aupada por la gran acogida que, sorpresivamente, tuvo entre los principales medios de comunicación. Me acuerdo de ello porque tuve el honor de participar en esa recogida buscando adhesiones para la misma en España. Entre algunas de las que se intentó lograr fue la de Joaquín Sabina.
Los esfuerzos fueron vanos. En recientes declaraciones en Argentina el cantautor se nos presenta como un obcecado nostálgico de la Revolución castrista (“la llama de la Revolución no se apagará nunca”, dijo), la que triunfó por la fuerza prometiendo una democracia pero que estableció, en su lugar, una dictadura, que ahora ya se acerca a la fosilización, es decir que pronto será objeto arqueológico, preciado por los museos. Quizás incluso el castrismo acaba logrando que la UNESCO le declare toda la “obra” como patrimonio mundial inmaterial. No sería extraño dado el apoyo incondicional de algunas gentes de la cultura.
Joaquín Sabina jamás estuvo interesado en firmar esa petición que denunciaba la muerte de Zapata Tamayo. De primera mano sé, porque me tocó hacer las gestiones a mí, que el cantautor no encontró nunca el momento para atender esa petición que, en líneas generales, solo condenaba la muerte de un preso político y abogaba por un futuro de respeto de los derechos humanos en Cuba. Sabina no firmó y tampoco lo hizo otro cantautor español, Joan Manuel Serrat, a quien por cierto también se le pidió, en repetidas ocasiones, que se solidarizara con los opositores pacíficos cubanos. Pero toda gestión fue inútil, no dio frutos, y no fue por falta de intentos, ya que tanto los representantes de Sabina como los de Serrat optaron por dar largas a los que insistíamos antes de negarse a firmar en primera instancia.
Así pues no cabe la sorpresa en las recientes declaraciones de Sabina en Argentina, donde obviamente mostró una cara mucho más revolucionaria que la que pudimos ver cuando estuvo en Miami el pasado mes de septiembre. Allí, donde por cierto no tuvo problemas de taquilla, optó por callarse los elogios a la Revolución cubana y coincidió con muchos en considerar que lo que está establecido hoy en la Isla no es más que una gerontocracia que no es capaz de responder con las mínimas aperturas que los cubanos, de dentro y fuera, merecen.
Declaraciones como las que acabamos de leer de Sabina no hacen más que suministrar fuel a una dictadura que está famélica de apoyos públicos. Sus palabras ayudan a desandar un camino por el que ya se había avanzado en los últimos años. Entre los más desinformados sobre la situación real de Cuba están precisamente los que más apoyan al régimen actual. Desgraciadamente, les puede más sus ansias de pasarse ese tronado barniz revolucionario o rebelde que los hermanos Castro han vendido en cantidades industriales por todo el mundo.
El aterrizaje de la firma del cineasta manchego Pedro Almodóvar, seguidas después por las de Ana Belén, su esposo Víctor Manuel, o la actriz Pilar Bardem, hicieron pensar que la muerte de Zapata Tamayo arrastraría como un tsunami de indignación súbita la marca castrista que había presentado hasta entonces la Revolución de Fidel y Raúl Castro como la gran benefactora de los pobres en Cuba y de los de sus pueblos amigos, algo así como la versión verdeolivo y laica de la congregación de las Misioneras de la Caridad que fundara la ya desaparecida Madre Teresa de Calcuta.
Esa campaña, #OZT: Yo acuso al gobierno cubano, tuvo un éxito rotundo, aupada por la gran acogida que, sorpresivamente, tuvo entre los principales medios de comunicación. Me acuerdo de ello porque tuve el honor de participar en esa recogida buscando adhesiones para la misma en España. Entre algunas de las que se intentó lograr fue la de Joaquín Sabina.
Los esfuerzos fueron vanos. En recientes declaraciones en Argentina el cantautor se nos presenta como un obcecado nostálgico de la Revolución castrista (“la llama de la Revolución no se apagará nunca”, dijo), la que triunfó por la fuerza prometiendo una democracia pero que estableció, en su lugar, una dictadura, que ahora ya se acerca a la fosilización, es decir que pronto será objeto arqueológico, preciado por los museos. Quizás incluso el castrismo acaba logrando que la UNESCO le declare toda la “obra” como patrimonio mundial inmaterial. No sería extraño dado el apoyo incondicional de algunas gentes de la cultura.
Joaquín Sabina jamás estuvo interesado en firmar esa petición que denunciaba la muerte de Zapata Tamayo. De primera mano sé, porque me tocó hacer las gestiones a mí, que el cantautor no encontró nunca el momento para atender esa petición que, en líneas generales, solo condenaba la muerte de un preso político y abogaba por un futuro de respeto de los derechos humanos en Cuba. Sabina no firmó y tampoco lo hizo otro cantautor español, Joan Manuel Serrat, a quien por cierto también se le pidió, en repetidas ocasiones, que se solidarizara con los opositores pacíficos cubanos. Pero toda gestión fue inútil, no dio frutos, y no fue por falta de intentos, ya que tanto los representantes de Sabina como los de Serrat optaron por dar largas a los que insistíamos antes de negarse a firmar en primera instancia.
Así pues no cabe la sorpresa en las recientes declaraciones de Sabina en Argentina, donde obviamente mostró una cara mucho más revolucionaria que la que pudimos ver cuando estuvo en Miami el pasado mes de septiembre. Allí, donde por cierto no tuvo problemas de taquilla, optó por callarse los elogios a la Revolución cubana y coincidió con muchos en considerar que lo que está establecido hoy en la Isla no es más que una gerontocracia que no es capaz de responder con las mínimas aperturas que los cubanos, de dentro y fuera, merecen.
Declaraciones como las que acabamos de leer de Sabina no hacen más que suministrar fuel a una dictadura que está famélica de apoyos públicos. Sus palabras ayudan a desandar un camino por el que ya se había avanzado en los últimos años. Entre los más desinformados sobre la situación real de Cuba están precisamente los que más apoyan al régimen actual. Desgraciadamente, les puede más sus ansias de pasarse ese tronado barniz revolucionario o rebelde que los hermanos Castro han vendido en cantidades industriales por todo el mundo.