La historia de la lucha por la libertad es la historia de la conquista del derecho individual a decidir.
Milton Friedman nació en 1912, hace cien años, y los vivió casi todos. Murió en el 2006, a los 94, lúcido y combativo. Su centenario ha revivido la polémica en torno a su legado. En 1976 recibió el Premio Nobel de Economía. Lo suelen presentar como “el padre del neoliberalismo” o la cabeza de la Escuela de Chicago, pero fue mucho más que todo eso. De su obra se deduce la más sencilla y formidable definición de la libertad: ser libre es poder elegir sin interferencias ni coacciones externas.
En 1980, Friedman y su mujer Rosa filmaron una magnífica serie de televisión titulada Free to Choose. Fueron 10 memorables capítulos en los que el matrimonio examinó algunos casos exitosos, como Hong Kong, próspero debido a la libertad que tenían los individuos para producir y vender, frente al fracaso de la India, entonces estancada por la planificación centralizada y en manos de los burócratas, aberración que los hindúes comenzaron a abandonar poco tiempo después.
De alguna manera, la mayor parte de los males económicos tenían el mismo origen: el Estado, un ogro filantrópico que, cuando pretendía ayudar, generaba ciudadanos indefensos incapaces de ganarse la vida, mientras los funcionarios dilapidaban enormes cantidades de recursos que se esfumaban en medio de la corrupción y la forja de estructuras clientelistas que lastraban y a veces imposibilitaban la creación de riquezas.
La historia de la lucha por la libertad es la historia de la conquista del derecho individual a decidir. Las personas fueron más dichosas y más ricas cuando pudieron elegir el dios al cual adoraban, o a ningún dios. Cuando pudieron trabajar, vestir, leer, escribir, casarse, divorciarse o militar libremente. Alcanzaron cierta felicidad cívica cuando dejaron de ser súbditos obedientes, se convirtieron en ciudadanos altivos, y transformaron a los mandamases en temerosos servidores públicos.
Si existe el friedmanismo, éste consiste en tres ideas-fuerza fundamentales: la ardiente convicción de que nadie sabe mejor que nosotros mismos lo que deseamos y lo que nos conviene; la firme creencia en la libre competencia para perfeccionar gradualmente los bienes y servicios que adquirimos o producimos; y la necesidad de que los individuos asuman responsablemente el control de sus vidas.
El friedmanismo, claro, tiene importantes consecuencias en el debate actual. De alguna manera está vinculado al creciente derecho del consumidor. El consumidor vota con su dinero y el Estado no debe imponerle productos que no desea, ni debe tener la prerrogativa de fijar los precios, y mucho menos, como sucede en Argentina y en tantos países, criminalizar la tenencia de moneda extranjera.
Tampoco el Estado debe arrogarse el derecho a decidir cuáles sustancias puede utilizar la persona. Si un adulto, libremente, decide fumar marihuana, oler cocaína o inyectarse heroína, a sabiendas de que puede convertirse en un pobre adicto, ese estúpido comportamiento, nada recomendable, absolutamente pernicioso, forma parte del derecho sobre el propio cuerpo, y el Estado, humildemente, debe respetarlo, como debe admitir que cualquier persona en la plenitud de sus facultades mentales decida que ya no quiere seguir viviendo porque sufre demasiado. Vivir —decía un famoso suicida español—, es un derecho, no un deber.
El friedmanismo consiste, también, en creer que los vouchers son un método eficiente de estimular la competencia, y sirve para que los padres seleccionen las mejores escuelas públicas para sus hijos o la mejor institución sanitaria para cualquiera, lo que obliga a las instituciones a mejorar la calidad de sus ofertas.
Hay mucho de sentido común en las propuestas de Friedman, pero también hay una enorme dosis de confirmación empírica. Los países más ricos y dichosos son aquellos en los que se combinan la libertad económica y la libertad política, y en los que el Estado no dirige la economía, ni ejerce las tareas de los empresarios, limitándose a auxiliar la creatividad de los individuos aportando instituciones de derecho e infraestructuras materiales.
Milton Friedman lo dejó dicho es una frase clarísima: Uno de los más grandes errores es juzgar a las políticas y programas por sus intenciones, en vez de hacerlo por sus resultados. Fue el más práctico de todos los teóricos. Y tuvo razón.
En 1980, Friedman y su mujer Rosa filmaron una magnífica serie de televisión titulada Free to Choose. Fueron 10 memorables capítulos en los que el matrimonio examinó algunos casos exitosos, como Hong Kong, próspero debido a la libertad que tenían los individuos para producir y vender, frente al fracaso de la India, entonces estancada por la planificación centralizada y en manos de los burócratas, aberración que los hindúes comenzaron a abandonar poco tiempo después.
De alguna manera, la mayor parte de los males económicos tenían el mismo origen: el Estado, un ogro filantrópico que, cuando pretendía ayudar, generaba ciudadanos indefensos incapaces de ganarse la vida, mientras los funcionarios dilapidaban enormes cantidades de recursos que se esfumaban en medio de la corrupción y la forja de estructuras clientelistas que lastraban y a veces imposibilitaban la creación de riquezas.
La historia de la lucha por la libertad es la historia de la conquista del derecho individual a decidir. Las personas fueron más dichosas y más ricas cuando pudieron elegir el dios al cual adoraban, o a ningún dios. Cuando pudieron trabajar, vestir, leer, escribir, casarse, divorciarse o militar libremente. Alcanzaron cierta felicidad cívica cuando dejaron de ser súbditos obedientes, se convirtieron en ciudadanos altivos, y transformaron a los mandamases en temerosos servidores públicos.
Si existe el friedmanismo, éste consiste en tres ideas-fuerza fundamentales: la ardiente convicción de que nadie sabe mejor que nosotros mismos lo que deseamos y lo que nos conviene; la firme creencia en la libre competencia para perfeccionar gradualmente los bienes y servicios que adquirimos o producimos; y la necesidad de que los individuos asuman responsablemente el control de sus vidas.
El friedmanismo, claro, tiene importantes consecuencias en el debate actual. De alguna manera está vinculado al creciente derecho del consumidor. El consumidor vota con su dinero y el Estado no debe imponerle productos que no desea, ni debe tener la prerrogativa de fijar los precios, y mucho menos, como sucede en Argentina y en tantos países, criminalizar la tenencia de moneda extranjera.
Tampoco el Estado debe arrogarse el derecho a decidir cuáles sustancias puede utilizar la persona. Si un adulto, libremente, decide fumar marihuana, oler cocaína o inyectarse heroína, a sabiendas de que puede convertirse en un pobre adicto, ese estúpido comportamiento, nada recomendable, absolutamente pernicioso, forma parte del derecho sobre el propio cuerpo, y el Estado, humildemente, debe respetarlo, como debe admitir que cualquier persona en la plenitud de sus facultades mentales decida que ya no quiere seguir viviendo porque sufre demasiado. Vivir —decía un famoso suicida español—, es un derecho, no un deber.
El friedmanismo consiste, también, en creer que los vouchers son un método eficiente de estimular la competencia, y sirve para que los padres seleccionen las mejores escuelas públicas para sus hijos o la mejor institución sanitaria para cualquiera, lo que obliga a las instituciones a mejorar la calidad de sus ofertas.
Hay mucho de sentido común en las propuestas de Friedman, pero también hay una enorme dosis de confirmación empírica. Los países más ricos y dichosos son aquellos en los que se combinan la libertad económica y la libertad política, y en los que el Estado no dirige la economía, ni ejerce las tareas de los empresarios, limitándose a auxiliar la creatividad de los individuos aportando instituciones de derecho e infraestructuras materiales.
Milton Friedman lo dejó dicho es una frase clarísima: Uno de los más grandes errores es juzgar a las políticas y programas por sus intenciones, en vez de hacerlo por sus resultados. Fue el más práctico de todos los teóricos. Y tuvo razón.