El autor recuerda el interés del poeta cubano en las alas de la mariposa
Entre el dedo pulgar y el dedo índice de la mano derecha, el niño sostiene la primera mariposa. Ha aprovechado que la desprevenida se ha posado en una flor cercana y ha cerrado las alas. Las puntas de las alas de una mariposa son un asa de lujo: quien la agarra por ellas confirma la levedad del mundo.
Con una mezcla de curiosidad y temor, el niño acerca la mariposa a sus ojos y le da vueltas para que nada se le quede por ver. Luego, ante la insignificancia de su belleza, se pregunta si la muy quietecita, cuyo susto apenas denuncian las patas, podrá volver a volar y la suelta, más bien la arroja al aire sin más propósito que el de ayudarla a elevarse, no sólo para descubrir que la respuesta a su pregunta es afirmativa sino que la mariposa le ha manchado las yemas de ambos dedos con un polvillo del color de sus alas.
El niño frotará una yema contra la otra y advertirá que ese polvo, además de suavizárselas, ha impregnado su piel, no se desprende al primer roce, y que brilla si abre la mano y le muestra la palma al sol. El niño olvidará la mariposa: el hallazgo del polvillo, no. Y muchos años después, cuando escuche a sus mayores decir que nada más que eso es el hombre, advertirá su parentesco con la mariposa, o el de ella con él, que bien pudo antecederle en la escala evolutiva, y el misterio del mundo se le hará más grande y luminoso.
Entre los haikus de Kobayashi Issa (1763-1827) que recuerdo como si, más que un haiku, hubiera tenido una mariposa entre los dedos, se alza éste:
Revoloteó
la mariposa. Polvo
igual que yo.
El poeta no necesita que la mariposa le motee las manos para saber que está hecha de polvo, lo sabe desde que era niño. Lo que ahora intuye o advierte --porque más que un poeta es un cristal de aumento puesto sobre el mundo, un cristal al que él mismo se asoma-- es que, revolando, la mariposa se desintegra, quién sabe si consciente o inconscientemente, implicada en una suerte de polinización que lejos de esparcir la vida esparce la muerte; más que un río que va a dar en la mar, una tolvanera camino del desierto, pariente de las que avistó Octavio Paz:
Si el hombre es polvo
Esos que andan por el llano
Son hombres
No puedo fijarme en las “oes” intermedias de la palabra “revoloteó” sin ver los ojos de la mariposa mirándome y ver sus alas abrirse a ambos lados de ellos. Ni puedo pensar en las “oes” de la palabra “polvo” sin ver a la mariposa a punto de desvanecerse y reducirse a ellos, ser sólo ojos, cada vez más distantes el uno del otro, divorciados por la ausencia gradual del rostro que los reunía. Tampoco puedo leer el poema sin sospechar que al moverme yo también me deshago, dejo escapar un enjambre de células muertas, capaces de impregnar los dedos de quien me toca, aunque mi polvo no coloree ni brille al sol; capaces de incorporarse, incluso, a quien respira cerca de mí.
José Martí, lupa y radar ambulantes, hombre de sensibilidad rara entre nosotros, inédita aún a la mayoría de quienes se precian de conocerlo e insisten, como mulos con anteojeras, en su pensamiento y relevancia como prócer, no fue indiferente a la maravilla del polvo de las alas de la mariposa, de ahí que lo viera flotando o cubriendo más de una superficie: esmaltado y rebelde, en la pintura de Giovanni Boldini (1842-1931); aún por confundirse con la de su amigo Manuel Ocaranza (1841-1882): de seguro que Ocaranza dejó mucho bosquejo sin concluir, alguna terneza no bien terminada, algún polvo de alas de mariposa no bien desleído en lienzo. (Carta a Manuel Mercado).
Al mismo destinatario le habla de unas encomiendas aplazadas por razones de peso: no daré al aire esas mariposas de mayor estío hasta que no me diga U. si le parece que llevan bien cargadas de polvo de oro, y de fortaleza, las alas… Martí mismo se declarará, a propósito de unos poemas inacabados, deudor del aleteo de una de ellas: Estos versos son polvo de alas de una gran mariposa. Y ante aquéllos a quienes desconcierta su forma de escribir, revelará el modelo:
Causa pasmo a la gente
Mi breve estrofa.
¡No vi jamás en larga línea recta
Volar las mariposas!
Que algo del insecto quede impreso en las yemas de los dedos del niño que lo atrapó no sorprende; sí, que ocurra lo contrario, que algo del niño quede inscrito en las alas de aquél, que haya un intercambio proporcional entre el uno y el otro: Las cualidades de los padres quedan en el espíritu de los hijos, como quedan los dedos del niño en las alas de la fugitiva mariposa. Imaginar al insecto paseando las huellas dactilares de un ser humano, incorporándolas al estampado que despliegan sus alas, sugiere hasta qué punto puede ser la mariposa la que, ávida de llevarse algo de éste, cace al niño.
Bajo toldo de mariposas describió Martí a Charles Darwin (1809-1882) cuando, al fallecimiento del naturalista inglés, evocó sus navegaciones por los litorales de la Patagonia. Frase espléndida. Habría que ver hasta qué punto el polvo que cayó de ese toldo, zarandeado por los extremos superiores de los mástiles y las velas de la embarcación oscilante, influyó en el pensamiento del estudioso, y si alguna mariposa de la región guarda, entre la imaginería que cubre sus alas, las huellas de sus dedos índice y pulgar.
Con una mezcla de curiosidad y temor, el niño acerca la mariposa a sus ojos y le da vueltas para que nada se le quede por ver. Luego, ante la insignificancia de su belleza, se pregunta si la muy quietecita, cuyo susto apenas denuncian las patas, podrá volver a volar y la suelta, más bien la arroja al aire sin más propósito que el de ayudarla a elevarse, no sólo para descubrir que la respuesta a su pregunta es afirmativa sino que la mariposa le ha manchado las yemas de ambos dedos con un polvillo del color de sus alas.
El niño frotará una yema contra la otra y advertirá que ese polvo, además de suavizárselas, ha impregnado su piel, no se desprende al primer roce, y que brilla si abre la mano y le muestra la palma al sol. El niño olvidará la mariposa: el hallazgo del polvillo, no. Y muchos años después, cuando escuche a sus mayores decir que nada más que eso es el hombre, advertirá su parentesco con la mariposa, o el de ella con él, que bien pudo antecederle en la escala evolutiva, y el misterio del mundo se le hará más grande y luminoso.
Entre los haikus de Kobayashi Issa (1763-1827) que recuerdo como si, más que un haiku, hubiera tenido una mariposa entre los dedos, se alza éste:
Revoloteó
la mariposa. Polvo
igual que yo.
El poeta no necesita que la mariposa le motee las manos para saber que está hecha de polvo, lo sabe desde que era niño. Lo que ahora intuye o advierte --porque más que un poeta es un cristal de aumento puesto sobre el mundo, un cristal al que él mismo se asoma-- es que, revolando, la mariposa se desintegra, quién sabe si consciente o inconscientemente, implicada en una suerte de polinización que lejos de esparcir la vida esparce la muerte; más que un río que va a dar en la mar, una tolvanera camino del desierto, pariente de las que avistó Octavio Paz:
Si el hombre es polvo
Esos que andan por el llano
Son hombres
No puedo fijarme en las “oes” intermedias de la palabra “revoloteó” sin ver los ojos de la mariposa mirándome y ver sus alas abrirse a ambos lados de ellos. Ni puedo pensar en las “oes” de la palabra “polvo” sin ver a la mariposa a punto de desvanecerse y reducirse a ellos, ser sólo ojos, cada vez más distantes el uno del otro, divorciados por la ausencia gradual del rostro que los reunía. Tampoco puedo leer el poema sin sospechar que al moverme yo también me deshago, dejo escapar un enjambre de células muertas, capaces de impregnar los dedos de quien me toca, aunque mi polvo no coloree ni brille al sol; capaces de incorporarse, incluso, a quien respira cerca de mí.
José Martí, lupa y radar ambulantes, hombre de sensibilidad rara entre nosotros, inédita aún a la mayoría de quienes se precian de conocerlo e insisten, como mulos con anteojeras, en su pensamiento y relevancia como prócer, no fue indiferente a la maravilla del polvo de las alas de la mariposa, de ahí que lo viera flotando o cubriendo más de una superficie: esmaltado y rebelde, en la pintura de Giovanni Boldini (1842-1931); aún por confundirse con la de su amigo Manuel Ocaranza (1841-1882): de seguro que Ocaranza dejó mucho bosquejo sin concluir, alguna terneza no bien terminada, algún polvo de alas de mariposa no bien desleído en lienzo. (Carta a Manuel Mercado).
Al mismo destinatario le habla de unas encomiendas aplazadas por razones de peso: no daré al aire esas mariposas de mayor estío hasta que no me diga U. si le parece que llevan bien cargadas de polvo de oro, y de fortaleza, las alas… Martí mismo se declarará, a propósito de unos poemas inacabados, deudor del aleteo de una de ellas: Estos versos son polvo de alas de una gran mariposa. Y ante aquéllos a quienes desconcierta su forma de escribir, revelará el modelo:
Causa pasmo a la gente
Mi breve estrofa.
¡No vi jamás en larga línea recta
Volar las mariposas!
Que algo del insecto quede impreso en las yemas de los dedos del niño que lo atrapó no sorprende; sí, que ocurra lo contrario, que algo del niño quede inscrito en las alas de aquél, que haya un intercambio proporcional entre el uno y el otro: Las cualidades de los padres quedan en el espíritu de los hijos, como quedan los dedos del niño en las alas de la fugitiva mariposa. Imaginar al insecto paseando las huellas dactilares de un ser humano, incorporándolas al estampado que despliegan sus alas, sugiere hasta qué punto puede ser la mariposa la que, ávida de llevarse algo de éste, cace al niño.