Se puede esperar que el Papa Francisco exhorte a sus obispos a intensificar la labor evangelizadora, que luche para favorecer a los pobres y ayudar a los enfermos de Sida.
Minutos después de conocerse la identidad del nuevo papa, comenzaron dentro y fuera de Roma las especulaciones acerca del futuro de la Iglesia Católica y de lo que esperan los 115 cardenales que la pusieron en manos de un jesuíta argentino. El primer jesuíta, el primer latino y el primero del hemisferio sur en ocupar la sede de San Pedro.
Si bien la selección del cardenal de Buenos Aires marca un hito para la Iglesia, que había tenido papas europeos ininterrumpidamente desde el siglo octavo, en los 10 años de pontificado del sirio Gregorio III, es la culminación de un cambio que empezó hace 35 años, cuando los italianos perdieron el monopolio que habían tenido en el Vaticano desde 1503. Desde 1978, con la elección del polaco Karol Woytila convertido en Juan Pablo I, el papado no está en manos italianas pues a un polaco lo sucedió un alemán, el cardinal Ratzinger, quien también abrió una nueva etapa en la historia de la Iglesia al decidir retirarse.
Aunque entre los nombres que más se barajaban como posibles “papabile” apenas se oía el del cardenal Jorge María Bergoglio, había estado ya muy cerca de ser elegido en el último cónclave, donde votaron por él 40 cardenales.
Está claro que los cardenales elevaron al pontificado a quienes creen que mejor resolverá lo que ven como problemas de la Iglesia y la empujará por el camino que les parece más aconsejable y los motivos del último cónclave parecen ser los mismos de ahora: la necesidad y el deseo de preservar la tradición de dos milenios y, al mismo tiempo, de adaptarse a las realidades modernas –además de resolver los problemas de la curia romana, que van más allá del anquilosamiento de la institución para convertirse también en un riesgo financiero.
Que el nuevo papa es un hombre de cambio lo indica –nos aseguran los expertos en cuestiones eclesiásticas- su elección del nombre Francisco. Según él mismo precisó al anunciarlo, no corresponde a Francisco Javier, uno de los fundadores de los jesuitas, sino a Francisco de Asís, fundador de los franciscanos, una orden con un historial y unos ideales bien distintos de la Compañía de Jesús.
San Francisco, además de predicar la humildad y poner la devoción religiosa por encima de la educación académica, fue un reformista dispuesto a romper moldes como, posiblemente, quiere serlo el Papa Francisco.
Y ciertamente, hay mucho por romper… siempre que esta ruptura no destruya las tradiciones y los principios en que se fundamenta la fe católica. El historial del papa indica que, a pesar de la elevada formación intelectual recibida como jesuita, tiene más interés en los aspectos sociales que dogmáticos y es consciente de la difícil situación económica por la que pasan millones de personas en todo el mundo.
Si en Buenos Aires prefirió alojarse en un modesto apartamento en vez del palacio episcopal, se hacía llamar “padre Jorge” en vez de “cardenal”, viajaba en autobús y no en el coche oficial de que podía disponer, se ha mantenido firme en la doctrina de la Iglesia en cuanto al aborto o el matrimonio homosexual, algo que le llevó a enfrentarse con el gobierno de Nestor Kirchner y Cristina Fernández.
Se puede esperar que el Papa Francisco exhorte a sus obispos a intensificar la labor evangelizadora, que luche para favorecer a los pobres y ayudar a los enfermos de Sida, pero es improbable que atienda las exigencias de quienes quieren acabar con el celibato para los sacerdotes o mucho menos el acceso de las mujeres a las jerarquías eclesiásticas. La vía para frenar la hemorragia secularizadora, o la fuga a confesiones fundamentalistas, parecer ser para él más caridad y más fé.
Antes de que el papa deje el hotel en que se ha de alojar hasta que tenga acceso a los aposentos vaticanos, es probable que dé ya indicaciones de cuáles son sus intereses principales. Entre tanto, los fieles del Tercer Mundo y especialmente de Hispanoamérica, se ven más representados que nunca en una Iglesia que empezó en Oriente y creció en Europa, de donde la han desplazado el Islam y el secularismo.
Si bien la selección del cardenal de Buenos Aires marca un hito para la Iglesia, que había tenido papas europeos ininterrumpidamente desde el siglo octavo, en los 10 años de pontificado del sirio Gregorio III, es la culminación de un cambio que empezó hace 35 años, cuando los italianos perdieron el monopolio que habían tenido en el Vaticano desde 1503. Desde 1978, con la elección del polaco Karol Woytila convertido en Juan Pablo I, el papado no está en manos italianas pues a un polaco lo sucedió un alemán, el cardinal Ratzinger, quien también abrió una nueva etapa en la historia de la Iglesia al decidir retirarse.
Aunque entre los nombres que más se barajaban como posibles “papabile” apenas se oía el del cardenal Jorge María Bergoglio, había estado ya muy cerca de ser elegido en el último cónclave, donde votaron por él 40 cardenales.
Está claro que los cardenales elevaron al pontificado a quienes creen que mejor resolverá lo que ven como problemas de la Iglesia y la empujará por el camino que les parece más aconsejable y los motivos del último cónclave parecen ser los mismos de ahora: la necesidad y el deseo de preservar la tradición de dos milenios y, al mismo tiempo, de adaptarse a las realidades modernas –además de resolver los problemas de la curia romana, que van más allá del anquilosamiento de la institución para convertirse también en un riesgo financiero.
Que el nuevo papa es un hombre de cambio lo indica –nos aseguran los expertos en cuestiones eclesiásticas- su elección del nombre Francisco. Según él mismo precisó al anunciarlo, no corresponde a Francisco Javier, uno de los fundadores de los jesuitas, sino a Francisco de Asís, fundador de los franciscanos, una orden con un historial y unos ideales bien distintos de la Compañía de Jesús.
San Francisco, además de predicar la humildad y poner la devoción religiosa por encima de la educación académica, fue un reformista dispuesto a romper moldes como, posiblemente, quiere serlo el Papa Francisco.
Y ciertamente, hay mucho por romper… siempre que esta ruptura no destruya las tradiciones y los principios en que se fundamenta la fe católica. El historial del papa indica que, a pesar de la elevada formación intelectual recibida como jesuita, tiene más interés en los aspectos sociales que dogmáticos y es consciente de la difícil situación económica por la que pasan millones de personas en todo el mundo.
Si en Buenos Aires prefirió alojarse en un modesto apartamento en vez del palacio episcopal, se hacía llamar “padre Jorge” en vez de “cardenal”, viajaba en autobús y no en el coche oficial de que podía disponer, se ha mantenido firme en la doctrina de la Iglesia en cuanto al aborto o el matrimonio homosexual, algo que le llevó a enfrentarse con el gobierno de Nestor Kirchner y Cristina Fernández.
Se puede esperar que el Papa Francisco exhorte a sus obispos a intensificar la labor evangelizadora, que luche para favorecer a los pobres y ayudar a los enfermos de Sida, pero es improbable que atienda las exigencias de quienes quieren acabar con el celibato para los sacerdotes o mucho menos el acceso de las mujeres a las jerarquías eclesiásticas. La vía para frenar la hemorragia secularizadora, o la fuga a confesiones fundamentalistas, parecer ser para él más caridad y más fé.
Antes de que el papa deje el hotel en que se ha de alojar hasta que tenga acceso a los aposentos vaticanos, es probable que dé ya indicaciones de cuáles son sus intereses principales. Entre tanto, los fieles del Tercer Mundo y especialmente de Hispanoamérica, se ven más representados que nunca en una Iglesia que empezó en Oriente y creció en Europa, de donde la han desplazado el Islam y el secularismo.