Los talibanes, el mal menor

Antiguos militantes talibanes asistieron a una ceremonia de entrega de armas en la ciudad de Jalalabad, en el este de Afganistán, el martes 18 de junio de 2013.

El nuevo fracaso en establecer un diálogo entablado por los EE.UU. y los talibanes en Doha sobre el futuro de Afganistán tras la retirada de las tropas aliadas tiene todos los visos de ser, a corto plazo, inevitable.
Washington ha logrado ya en Afganistán sus metas principales: acabar con la base logística más importante de Alqaeda en el mundo y con la vida de bin Laden, la figura carismática del islamismo radical antiamericano. A partir de ahora, seguir en aquel país resulta prohibitivamente costoso en dinero y vidas humanas.

Pero si los objetivos básicos de la Casa Blanca en esa parte de Asia se han cubierto, el problema militar y político del Afganistán sigue sin resolver: El país ni está pacificado, ni socialmente estabilizado, ni ha recuperado su viabilidad económica.

Porque la estructura de esa república es eminentemente tribal y la paz solo es factible si las diferentes etnias, tribus y hasta clanes negocian un reparto del poder que les satisfaga relativamente a todos.

Y hoy en día, las tribus más fuertes y que reciben mayor financiación forastera son los patchunes del nordeste, etnia emparentada con los moradores del Pakistán Occidental y a la que pertenece el mismo presidente Karzai, aupado en su día a la presidencia por los propios EE.UU.

Pero los patchunes están políticamente controlados por el servicio secreto militar pakistaní, que ha sido un mal aliado de Washington y moralmente está dominada por el islamismo ultra conservador y ultra militante de los wahabitas saudís. Si llegasen a hacerse con el poder real, el Afganistán se volvería un polvorín que le podría estallar en las manos a Occidente en cualquier momento.

En la actualidad, los talibanes agrupan a varias etnias, entre ellas un importante componente de origen persa, pero su organización militar es superior a la patchún por aguerridos y por disponer de una logística y financiación "local" que les permite luchar y mantenerse sobre el terreno con mucha eficiencia y poco gasto.

Si tuvieran mayor fuerza, si sus estructuras les permitieran dominar una superficie mayor del Afganistán, serían el interlocutor ideal para que Washington se retirase del país dejando una estructura aceptablemente estable.

Lo malo es que nadie en Afganistán tiene por ahora el poderío y el pragmatismo suficiente para negociar con Washington. Y si Estados Unidos ha de negociar con más de un protagonista, la Casa Blanca no tiene más remedio que tantear a la segunda fuerza del país – los talibanes – y hasta a una tercera y cuarta con vistas a formar una coalición con quien pactar.

Que esto le disguste al primer grupo – los patchunes, con Karzai al frente – es indiferente ante la evidencia de que no reúnen condiciones suficientes para erigirse en interlocutor único.

Y saber quién o quiénes podrían ser ése o esos locutores exige un paso como el diálogo de Doha, por mucho que escueza el amor propio y las ambiciones del presidente Karzai.