El autor reúne a un grupo de cubanos vivos, muertos y resucitados sin saber entre cuáles se encuentra él.
Hay cubanos que recorren ciertos barrios de Miami y no ven más que tumbas; que visitan sus pastelerías y restaurantes y no ven más que tumbas; que acuden a los teatros y desfiles patrióticos y no ven más que tumbas; que hojean sus libretas de teléfonos y no ven más que tumbas; que deambulan por sus propios hogares, llenos de retratos y recuerdos familiares, y no ven más que tumbas; que regresan a la isla y no ven más que tumbas; que advierten el desdén de algunos compatriotas más jóvenes hacia todo lo que fue o pudiera ser Cuba, y no ven más que tumbas; que se asoman a sí mismos y no ven más que tumbas; que se enfrentan al espejo y no ven más que tumbas, porque lejos de sufrir una sola muerte han sufrido varias y todas se les agolpan en los ojos.
escribió Juan Ramón Jiménez anticipándosenos, diciendo lo que alguno de los nuestros debió decir.
La muerte va y viene por la poesía y la música cubanas como pez en el agua. Su humor es tan impredecible como el de quienes se topan con ella. Nicolás Guillén admite que hubo una época en que prefirió evitarla, a pesar de que ésta le había salido al paso en más de una ocasión, se había dirigido campechanamente a él y ambos habían intercambiado miradas. Pero no tardaría en recapacitar y en ser él quien la procurara como interlocutora:
Ay, Muerte,
si otra vez volviera a verte,
iba a platicar contigo
como un amigo:
mi lirio, sobre tu pecho,
como un amigo;
mi beso, sobre tu mano,
como un amigo;
yo, detenido y sonriente,
como un amigo.
Los vivos de la poesía cubana suelen imaginarse muertos y conversar consigo mismos como nunca antes tuvieron el valor de hacerlo:
dice Virgilio Piñera a Virgilio Piñera:
Mucho reirías,
con tu risa metida entre los labios,
yo reiría de mí sin miedo.
Muchacho, ¡qué bobo has sido!:
vivir tantos años
con dos o tres secretos.
Si te hubieras atrevido
no te quitaban el sueño y la alegría.
No los lleves a la tumba:
tanto respetar a los demás
o a ti mismo, no vale la pena.
Ahora que estás muerto
y también tus secretos,
si estuviera en mi poder resucitarte, Virgilio,
cuáles son tus secretos, te preguntaría.
Y convertidos en polvo de chiste
podrías morir tranquilo.
El pueblo cubano debe a Miguel Matamoros una de las visiones de la muerte más extraordinarias que se han registrado en la isla:
Yo sé que la muerte está cerca de aquí, que todas las noches se las pasa rondando por el barrio. Hace seis meses me sentí muy mal, era por la noche. Ella tocó y tocó y no le abrí. Después, cuando pasó mi crisis, la vi escondida allí, en la esquina, donde termina la loma. Luego se fue volando y se zambulló en el mar: a la muerte le gusta bañarse en el mar por la noche...
Yo, mientras tanto, tomo precauciones porque --te digo la verdad-- me preocupa que venga. Aunque no me angustia... Ceno temprano y ligero, a las tres horas me acuesto, y canto un son muy viejo que es como una oración: "La muerte me está buscando / pa´ llevarme al cementerio. / Y como me vio tan serio, / me dijo que era jugando.
La estrofa reaparece en las obras de José Lezama Lima, Eliseo Diego y Fina García Marruz revelando la humanidad de la muerte cubana, una muerte que no sólo puede mostrarse amedrentada ante el ceño fruncido de un compatriota más grave que ella sino recurrir a un ardid tan criollo como la idea del juego para recular salvando las apariencias.
“El velorio”, danza para piano de Ignacio Cervantes, el mayor de los pianistas y compositores cubanos del siglo XIX, cuyo sentido del humor y finura iban de la mano de una honda melancolía, solía ser ejecutada por él mientras su hija recitaba un texto donde se lamentaba el deceso de un tal Juan cuyas virtudes se enaltecían pero a quien se acababa reprobando --para inquietud de algún contertulio consciente de la proximidad del muerto-- la pasión por el baile y el gusto por el arroz con pollo, que lo llevaban a frecuentar una casa de dudosa reputación.
Los cadáveres de la música popular cubana suelen abandonar sus féretros en plenas exequias e irse de farra con los vivos: la música, en Cuba, es más poderosa que la muerte. O permitir que sus espíritus revelen los números ganadores en el próximo sorteo de la lotería; o merecer que sus parejas, lejos de llorarlos, animen a los enterradores a entonar sones al instante de sepultarlos, sones que aluden a la mala cepa de los difuntos. Ante la incapacidad del enterrador para sobreponerse a la pena que le ocasiona la inhumación de una dama, el deudo rencoroso no duda en cantar:
Quien recuerda la duración de las alocuciones públicas de nuestro caudillo más reciente, el fervor multitudinario que esas alocuciones despertaban, la persistencia de ese fervor y contempla el estado actual de la nación cubana sabe que el son de Ignacio Piñeiro no se equivoca: entre nosotros la lengua es un arma mortal, y los bandoleros nos simpatizan.
La muerte es una madre nuestra antigua,
nuestra primera madre, que nos quiere
a través de las otras, siglo a siglo,
y nunca, nunca nos olvida,
nuestra primera madre, que nos quiere
a través de las otras, siglo a siglo,
y nunca, nunca nos olvida,
escribió Juan Ramón Jiménez anticipándosenos, diciendo lo que alguno de los nuestros debió decir.
La muerte va y viene por la poesía y la música cubanas como pez en el agua. Su humor es tan impredecible como el de quienes se topan con ella. Nicolás Guillén admite que hubo una época en que prefirió evitarla, a pesar de que ésta le había salido al paso en más de una ocasión, se había dirigido campechanamente a él y ambos habían intercambiado miradas. Pero no tardaría en recapacitar y en ser él quien la procurara como interlocutora:
Ay, Muerte,
si otra vez volviera a verte,
iba a platicar contigo
como un amigo:
mi lirio, sobre tu pecho,
como un amigo;
mi beso, sobre tu mano,
como un amigo;
yo, detenido y sonriente,
como un amigo.
Los vivos de la poesía cubana suelen imaginarse muertos y conversar consigo mismos como nunca antes tuvieron el valor de hacerlo:
Sólo muerto te confiaría
los dos o tres secretos
que todo hombre lleva en su pecho,
los dos o tres secretos
que todo hombre lleva en su pecho,
dice Virgilio Piñera a Virgilio Piñera:
Mucho reirías,
con tu risa metida entre los labios,
yo reiría de mí sin miedo.
Muchacho, ¡qué bobo has sido!:
vivir tantos años
con dos o tres secretos.
Si te hubieras atrevido
no te quitaban el sueño y la alegría.
No los lleves a la tumba:
tanto respetar a los demás
o a ti mismo, no vale la pena.
Ahora que estás muerto
y también tus secretos,
si estuviera en mi poder resucitarte, Virgilio,
cuáles son tus secretos, te preguntaría.
Y convertidos en polvo de chiste
podrías morir tranquilo.
El pueblo cubano debe a Miguel Matamoros una de las visiones de la muerte más extraordinarias que se han registrado en la isla:
Yo sé que la muerte está cerca de aquí, que todas las noches se las pasa rondando por el barrio. Hace seis meses me sentí muy mal, era por la noche. Ella tocó y tocó y no le abrí. Después, cuando pasó mi crisis, la vi escondida allí, en la esquina, donde termina la loma. Luego se fue volando y se zambulló en el mar: a la muerte le gusta bañarse en el mar por la noche...
Yo, mientras tanto, tomo precauciones porque --te digo la verdad-- me preocupa que venga. Aunque no me angustia... Ceno temprano y ligero, a las tres horas me acuesto, y canto un son muy viejo que es como una oración: "La muerte me está buscando / pa´ llevarme al cementerio. / Y como me vio tan serio, / me dijo que era jugando.
La estrofa reaparece en las obras de José Lezama Lima, Eliseo Diego y Fina García Marruz revelando la humanidad de la muerte cubana, una muerte que no sólo puede mostrarse amedrentada ante el ceño fruncido de un compatriota más grave que ella sino recurrir a un ardid tan criollo como la idea del juego para recular salvando las apariencias.
“El velorio”, danza para piano de Ignacio Cervantes, el mayor de los pianistas y compositores cubanos del siglo XIX, cuyo sentido del humor y finura iban de la mano de una honda melancolía, solía ser ejecutada por él mientras su hija recitaba un texto donde se lamentaba el deceso de un tal Juan cuyas virtudes se enaltecían pero a quien se acababa reprobando --para inquietud de algún contertulio consciente de la proximidad del muerto-- la pasión por el baile y el gusto por el arroz con pollo, que lo llevaban a frecuentar una casa de dudosa reputación.
Los cadáveres de la música popular cubana suelen abandonar sus féretros en plenas exequias e irse de farra con los vivos: la música, en Cuba, es más poderosa que la muerte. O permitir que sus espíritus revelen los números ganadores en el próximo sorteo de la lotería; o merecer que sus parejas, lejos de llorarlos, animen a los enterradores a entonar sones al instante de sepultarlos, sones que aluden a la mala cepa de los difuntos. Ante la incapacidad del enterrador para sobreponerse a la pena que le ocasiona la inhumación de una dama, el deudo rencoroso no duda en cantar:
¡No la llores! ¡No la llores!
Que fue la gran bandolera,
enterrador, no la llores.
¡No la llores más! Su lengua la mató.
A esa conversadora, enterrador, ¡no la llores!
Que fue la gran bandolera,
enterrador, no la llores.
¡No la llores más! Su lengua la mató.
A esa conversadora, enterrador, ¡no la llores!
Quien recuerda la duración de las alocuciones públicas de nuestro caudillo más reciente, el fervor multitudinario que esas alocuciones despertaban, la persistencia de ese fervor y contempla el estado actual de la nación cubana sabe que el son de Ignacio Piñeiro no se equivoca: entre nosotros la lengua es un arma mortal, y los bandoleros nos simpatizan.