Durante semanas había sido un rumor, pero Bárbara Enríques acaba de confirmar a Radio Televisión Martí que a su madre Eneida Milián, de 81 años, se la tragó el Darién.
Desde un pequeño motel en Costa Rica, Bárbara no se adapta a la realidad de que por el resto de sus días no tendrá a Eneida, “que más que madre fue mi amiga, mi todo”.
Sucedió el pasado 23 de abril durante una acampada en la rivera de uno de los afluentes que atraviesa una de las selvas más inhóspitas del mundo, frontera natural entre Colombia y Panamá.
“Salimos el 6 de abril de Capurganá, Colombia, con la idea de llegar a Puerto Obaldía, Panamá, y de ahí salir por mar o por aire hacia Ciudad de Panamá, pero no sabíamos que el acceso a esa localidad estaba cerrado”, comentó Bárbara, de 51 años, originaria de Matanzas.
Además de la fallecida, con Bárbara hicieron el viaje sus hijos Reynel Quintana, de 31 años; Ronny Quintana, de 25; Adriel Martínez, de 11 años; su nieto Reynel Quintana González, de 7 años; su nieta Melany Quintana González, de 5 años; sus nueras Yunaisy González Clark, de 27 años, y Solach Roche, de 26 años; y su esposo Ariel Martínez, de 47 años.
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A Eneida le decían la campeona porque pese a sus 81 años estaba en plena forma física. Siempre marchaba a la cabeza del grupo, era la primera, marcando el paso. “En toda la travesía no recibió ni un arañazo”, recuerda su hija.
Luego de dos días de camino, en un retén cerca de Obaldía, los comandos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (SENAFRONT) informaron al grupo de migrantes que debían continuar y atravesar la selva.
“Yo dije: mátenos, denos tres tiros, porque mandarnos a la selva es mandarnos a una muerte segura”, contó Bárbara, que hoy confiesa que de haber conocido que el paso a Obaldía estaba cerrado hubiera regresado a Colombia.
Nunca imaginaron que así sería. Al día siguiente, la familia continúo viaje hasta llegar a la aldea indígena de Almira. “Mi nieto de 7 años llegó desvanecido. Gracias al médico de la comuna, que por cierto estudió en Cuba y lo atendió enseguida con sueros y medicamentos, salvó la vida”.
Descansados, alimentados e hidratados, al cabo de cinco días, el comandante de SENAFRONT en Almira les informó que mejor abandonaban la aldea antes de que comenzaran las lluvias que por esta época del año asolan la selva, o de lo contrario tendría que deportarlos a Colombia.
Bárbara padecía entonces un mal gastrointestinal que apenas le permitía andar. “Así salimos y esa noche acampamos a la orilla de un río. Al amanecer nos lanzamos a la conquista de la Loma de la Muerte para llegar entonces a un campamento que se conoce por Casa del Abuelo”.
En medio de la escalada comenzaron los aguaceros y los guías indígenas que los acompañaban echaron a correr y jamás aparecieron. Quedaron abandonados antes de llegar a la cima hasta que salió el sol.
Empapados, pertenencias mojadas y aterrorizados, finalmente escampó y vencieron la Loma de la Muerte. Entonces comenzó la odisea. Caminaron varios días, y la Casa del Abuelo no apareció.
“Cada vez que llegaba la noche acampábamos a la orilla del río”, dijo Bárbara, que no sabía que era el sitio menos adecuado y el más peligroso para pernoctar en el Darién.
La comida se agotaba, el esposo de Bárbara, ducho en el arte de la pesca, proveía lo que capturaba del río. Unos cubanos que pasaron por el lugar les dieron un poco de azúcar y arroz. Esa noche hubo banquete: arroz, enchilado de pescado y para cerrar, el cafecito que tanto había esperado Eneida en el trayecto.
Se repartieron en tres pequeñas carpas, Eneida compartió cama con su nieto de 25 años y esposa. Bárbara con su esposo y su hijo pequeño.
“Recuerdo que poco antes de las cinco de la mañana salí a orinar. Regresé y no había cerrado los ojos cuando escuché un ruido estremecedor, como un tren que se nos venía encima”.
Era el súbito aumento del caudal del río, el desbordamiento provocado por las fuertes lluvias. “Como si se hubieran abierto las compuertas de una represa”.
La casa de campaña comenzó a dar vueltas, agua por doquier. “En cuatro patas agarré a mi hijo. Mi esposo logró romper los horcones que sostenían la cabaña, sacamos los brazos y nos agarramos a los gajos y los troncos en la orilla”. Lograron incorporarse y llegar a un alto. Bárbara gritaba, “mami, mami. ¿Rodney, dónde está mami? El joven respondía, “no la encuentro”.
Bárbara, su hijo y su esposo luchaban por llegar a un lugar más alto, el agua “parecía que nos perseguía”. Eneida jamás fue vista, ni durante ni después de la crecida.
Es que la anciana acostumbraba a levantarse muy temprano, y para no molestar a la familia solía salir de la casa de campaña y esperar afuera.
“Esa es mi hipótesis, ella no estaba en la cabaña cuando subió de pronto el agua, no tuvo tiempo de nada, el río la arrastró, se la tragó”, comentó Bárbara.
Pasaron la noche en lo alto de la loma, medio desnudos, lo habían perdido todo, hasta el habla. “Al amanecer había bajado el agua. Buscamos por las inmediaciones, ni rastro de mamá. Yo quedé como hipnotizada, lo único que hacía era llorar”.
Pasaron 21 días en la selva. En medio del lodazal hallaron más de 10 cadáveres, en su mayoría de la raza negra, algunos en avanzado estado de descomposición.
"No vi ningún niño. Y yo decía que si me encontraba a mi mamá me la llevaba en el estado que estuviera. No me acostumbro a aceptar que tuve que dejarla en ese lugar tan horroroso".
Bárbara pudo recuperar su mochila, donde tenía oculto unos 200 dólares, y su teléfono, pero camino a Bajo Chiquito fueron asaltados por dos encapuchados armados.
En Costa Rica sobreviven con la ayuda de amistades y familiares en EEUU. Pero los recursos no son suficientes para seguir camino a Nicaragua. El plan inmediato del grupo es solicitar refugio político al gobierno tico.
Bárbara, hijos, nietos y nueras son refugiados de Naciones Unidas, al igual que lo era su madre, estatus que obtuvieron en Trinidad y Tobago.
La historia es parte de una mayor, la de cientos de migrantes cubanos, centroamericanos y extracontinentales que, con la esperanza de continuar viaje a Estados Unidos, no lo piensan dos veces antes de lanzarse al camino del Darién, a los coyotes, a la posibilidad de llegar o morir.
Es la segunda muerte confirmada de una migrante cubana en el Darién. En agosto de 2016, la habanera Carmen Issel Navarro falleció en la aldea indígena Turquesa, en el Darién panameño, víctima de un paro cardíaco.
“Si mi mamá hubiera estado conmigo aquella noche, la hubiera agarrado hasta con los dientes”, asegura Bárbara, que no puede borrar de su memoria la imagen de esa jungla inexpugnable, la más inhóspita, la que le arrebató a su madre.