El autor invita a reflexionar sobre las relaciones entre la canción popular y el cantante lírico. Escuche la hermosa grabación al final del artículo...
Un nuevo disco de Fernando de la Mora es siempre motivo de entusiasmo; dos discos, motivo de celebración. El destacado cantante lírico mexicano se desplaza sin dificultades de la canción napolitana más exigente al folclor de su país como otras veces lo ha hecho del aria operística al bolero clásico, haciendo algo más que derroche de facultades vocales: derroche de buen gusto. Sus interpretaciones, arropadas por arreglos orquestales soberbios o justos acompañamientos al piano, ofrecen al aficionado a estos géneros de música la oportunidad cada vez más rara de escuchar a alguien cantar sin más recursos que los del talento, un talento sensible y maduro, demasiado real para depender de los avances tecnológicos que toman por asalto los estudios de grabación y hacen cantantes de quienes no lo son. Y un talento demasiado respetuoso de la tradición en la que gozosamente se inserta para afearla con caprichos de última hora.
La moda de alterar sin miramientos la línea melódica de algunas páginas emblemáticas del cancionero popular, de alterarla al punto de desfigurarla y acabar ofreciendo un esperpento de las obras originales --no como supieron y aún saben hacerlo los grandes cantantes de jazz, sino como sólo pueden hacerlo los improvisados ansiosos de pasar por creadores--, alarma. Los jueces, los concursantes y el público de un popular certamen televisivo de canto que acapara la atención de millones de estadounidenses, pusieron el grito en el cielo cuando un cantante y pianista norteamericano de sólida formación musical, invitado a una de las veladas, objetó la manía creciente de los jóvenes de jugar con la entonación de algunas composiciones notables. El valiente aguafiestas recordó que esas composiciones no precisaban rectificación, que si habían sobrevivido la furia de los años era porque nada les faltaba ni les sobraba, y que el único deber del cantante era el que su condición suponía: cantarlas, no rehacerlas. Recordé a Juan Ramón Jiménez:
¡No le toques ya más,
que así es la rosa!
Hay que ser muy ingenuo o arrogante para sospechar que recomponiendo arbitrariamente una melodía inspirada o trabajada por un músico de genio se puede emular e incluso aventajar a ese músico. Fernando de la Mora no cae en la trampa e imprime a sus versiones lo único que corresponde: la relectura amorosa de un pasado vivo.
Las relaciones entre el cantante lírico y la música popular se han estrechado al extremo de que no sería exagerado afirmar que en las postrimerías del siglo XIX ambos celebraron sus bodas, y que en los albores del XXI constituyen un matrimonio feliz para incomodidad de quienes --siguiendo la antigua costumbre de interponerse a los deseos de las parejas por razones de edad, alcurnia o raza-- estiman que una de las partes es indigna de la otra.
Los refractarios suelen olvidar que esas relaciones gozan de antecedentes ilustres, y que entre esos antecedentes están algunas grabaciones de Enrico Caruso, a quien la canción napolitana debe su inserción definitiva en el repertorio de tenor y, en gran medida, su celebridad, y quien no tuvo reparos en prestar oídos, y luego voz, a lo que en ese dominio de lo popular se componía lejos de su terruño. Valga un ejemplo: A la luz de la luna, canción mexicana de Antón y Michelena. La antorcha encendida y empuñada por Caruso sería recogida por algunos de los tenores italianos más admirados del siglo XX: Gigli, Schipa, Del Mónaco, Di Stefano, Corelli y, ya en fechas recientes, Luciano Pavarotti.
Cabe destacar que el repertorio de canciones populares de algunos de estos intérpretes no se circunscribió al más tradicional: Schipa, artista consumado, grabó una deliciosa versión de El manisero, el mundialmente conocido son pregón de Moisés Simons. Los doctos de siempre deben de haberse rasgado las vestiduras. No era para tanto. Al contrario: sin traicionar el espíritu de la pieza y en perfecto español, lo que Schipa ofrecía era, como de costumbre, además de una lección de canto, una de buen decir, algo de primera importancia en el marco de la canción, ya se trate de un lied o de una tonada extraída del folclor.
El gusto por la música popular también goza de larga tradición entre los grandes tenores españoles del siglo XX. De Lázaro a Fleta, de Fleta a Kraus, y de Kraus a Domingo y a Carreras el repertorio se amplía, gana nuevos espacios, como si las fronteras que al principio delimitaron los géneros desaparecieran y todo, o casi todo, fuera susceptible de hallar un tratamiento justo en las diversas voces y escuelas. Kraus comienza ensayando el género de forma un tanto mecánica, casi a disgusto, pero no tarda en dejar testimonio de maestría grabando una serie de canciones españolas e hispanoamericanas como no se han vuelto a grabar. Aunque su prioridad siguió siendo la calidad del sonido, la excelencia de la dicción, la afinación, las orquestaciones y el respeto al espíritu y estructura de cada obra hacen de esas grabaciones un legado ejemplar.
Domingo lleva la tradición a sus últimas consecuencias incorporando a su discografía no sólo páginas totalmente extrañas al repertorio lírico sino huérfanas, en muchos casos, de un registro capaz de satisfacer las necesidades que su enorme arsenal de recursos y su temperamento exigen: boleros y canciones norteamericanas y europeas de aliento menor, baladas, tangos, rancheras, valses peruanos e incluso sambas se lo disputan, y el tenor consiente en cantarlos, como empeñado en difuminar las fronteras entre lo que algunos puristas ya estarían dispuestos a aceptar y lo inaceptable, en hallar deleite en el vértigo o la irritación que ese ir y venir de un género al otro --de lo sublime a lo ridículo, diría el mordaz-- puede producir.
¿Qué trae Fernando de la Mora a esta tradición? Lo mejor: una bella voz de tenor y una manera poco común entre los cantantes de su clase de expresar estas canciones. A diferencia de otros, De la Mora no parece habérselas aprendido sólo para grabarlas sino haberse enamorado de ellas, haber convivido con ellas, de ahí que a la hora de compartirlas no desaproveche las oportunidades interpretativas que todas, en mayor o menor escala, ofrecen, y que esa familiaridad se traduzca en ganancia para la canción y el que escucha.
Pienso en su versión de “La cleptómana”, poema de Agustín Acosta (1886-1979) musicalizado por Manuel Luna (1887-1975). Nada en ella remonta a la vieja trova cubana, donde la canción se inscribe y la guitarra es reina. Esta “Cleptómana” remonta a otro poema, “Estrofas a una estatua”, de Eugenio Florit. La cálida voz de Fernando de la Mora, la renuncia de éste a toda ostentación de facultades, el buen fraseo y el acompañamiento íntimo y relajado de Gonzalo Romeu recuerdan una aristocracia del ser criollo capaz de transformar a la ladrona de corazones y naderías en una escultura animada, y cuando ambos intérpretes se callan, dan ganas de susurrar a lo que de ella queda en el aire o en la memoria inmediata, justo antes de desvanecerse, lo que Florit ya susurrara:
La moda de alterar sin miramientos la línea melódica de algunas páginas emblemáticas del cancionero popular, de alterarla al punto de desfigurarla y acabar ofreciendo un esperpento de las obras originales --no como supieron y aún saben hacerlo los grandes cantantes de jazz, sino como sólo pueden hacerlo los improvisados ansiosos de pasar por creadores--, alarma. Los jueces, los concursantes y el público de un popular certamen televisivo de canto que acapara la atención de millones de estadounidenses, pusieron el grito en el cielo cuando un cantante y pianista norteamericano de sólida formación musical, invitado a una de las veladas, objetó la manía creciente de los jóvenes de jugar con la entonación de algunas composiciones notables. El valiente aguafiestas recordó que esas composiciones no precisaban rectificación, que si habían sobrevivido la furia de los años era porque nada les faltaba ni les sobraba, y que el único deber del cantante era el que su condición suponía: cantarlas, no rehacerlas. Recordé a Juan Ramón Jiménez:
¡No le toques ya más,
que así es la rosa!
Hay que ser muy ingenuo o arrogante para sospechar que recomponiendo arbitrariamente una melodía inspirada o trabajada por un músico de genio se puede emular e incluso aventajar a ese músico. Fernando de la Mora no cae en la trampa e imprime a sus versiones lo único que corresponde: la relectura amorosa de un pasado vivo.
Las relaciones entre el cantante lírico y la música popular se han estrechado al extremo de que no sería exagerado afirmar que en las postrimerías del siglo XIX ambos celebraron sus bodas, y que en los albores del XXI constituyen un matrimonio feliz para incomodidad de quienes --siguiendo la antigua costumbre de interponerse a los deseos de las parejas por razones de edad, alcurnia o raza-- estiman que una de las partes es indigna de la otra.
Los refractarios suelen olvidar que esas relaciones gozan de antecedentes ilustres, y que entre esos antecedentes están algunas grabaciones de Enrico Caruso, a quien la canción napolitana debe su inserción definitiva en el repertorio de tenor y, en gran medida, su celebridad, y quien no tuvo reparos en prestar oídos, y luego voz, a lo que en ese dominio de lo popular se componía lejos de su terruño. Valga un ejemplo: A la luz de la luna, canción mexicana de Antón y Michelena. La antorcha encendida y empuñada por Caruso sería recogida por algunos de los tenores italianos más admirados del siglo XX: Gigli, Schipa, Del Mónaco, Di Stefano, Corelli y, ya en fechas recientes, Luciano Pavarotti.
Cabe destacar que el repertorio de canciones populares de algunos de estos intérpretes no se circunscribió al más tradicional: Schipa, artista consumado, grabó una deliciosa versión de El manisero, el mundialmente conocido son pregón de Moisés Simons. Los doctos de siempre deben de haberse rasgado las vestiduras. No era para tanto. Al contrario: sin traicionar el espíritu de la pieza y en perfecto español, lo que Schipa ofrecía era, como de costumbre, además de una lección de canto, una de buen decir, algo de primera importancia en el marco de la canción, ya se trate de un lied o de una tonada extraída del folclor.
El gusto por la música popular también goza de larga tradición entre los grandes tenores españoles del siglo XX. De Lázaro a Fleta, de Fleta a Kraus, y de Kraus a Domingo y a Carreras el repertorio se amplía, gana nuevos espacios, como si las fronteras que al principio delimitaron los géneros desaparecieran y todo, o casi todo, fuera susceptible de hallar un tratamiento justo en las diversas voces y escuelas. Kraus comienza ensayando el género de forma un tanto mecánica, casi a disgusto, pero no tarda en dejar testimonio de maestría grabando una serie de canciones españolas e hispanoamericanas como no se han vuelto a grabar. Aunque su prioridad siguió siendo la calidad del sonido, la excelencia de la dicción, la afinación, las orquestaciones y el respeto al espíritu y estructura de cada obra hacen de esas grabaciones un legado ejemplar.
Domingo lleva la tradición a sus últimas consecuencias incorporando a su discografía no sólo páginas totalmente extrañas al repertorio lírico sino huérfanas, en muchos casos, de un registro capaz de satisfacer las necesidades que su enorme arsenal de recursos y su temperamento exigen: boleros y canciones norteamericanas y europeas de aliento menor, baladas, tangos, rancheras, valses peruanos e incluso sambas se lo disputan, y el tenor consiente en cantarlos, como empeñado en difuminar las fronteras entre lo que algunos puristas ya estarían dispuestos a aceptar y lo inaceptable, en hallar deleite en el vértigo o la irritación que ese ir y venir de un género al otro --de lo sublime a lo ridículo, diría el mordaz-- puede producir.
Pienso en su versión de “La cleptómana”, poema de Agustín Acosta (1886-1979) musicalizado por Manuel Luna (1887-1975). Nada en ella remonta a la vieja trova cubana, donde la canción se inscribe y la guitarra es reina. Esta “Cleptómana” remonta a otro poema, “Estrofas a una estatua”, de Eugenio Florit. La cálida voz de Fernando de la Mora, la renuncia de éste a toda ostentación de facultades, el buen fraseo y el acompañamiento íntimo y relajado de Gonzalo Romeu recuerdan una aristocracia del ser criollo capaz de transformar a la ladrona de corazones y naderías en una escultura animada, y cuando ambos intérpretes se callan, dan ganas de susurrar a lo que de ella queda en el aire o en la memoria inmediata, justo antes de desvanecerse, lo que Florit ya susurrara:
Qué serena ilusión tienes, estatua,
de eternidad bajo la clara noche.
de eternidad bajo la clara noche.
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