Hace pocos días terminaron los Olímpicos, unos juegos fuera de lo común en muchos aspectos. Se realizaron un año más tarde y con parte de la población en desacuerdo, por motivo de la pandemia; excelentes escenarios, pero sin público; ceremonias de inauguración y clausura completamente diferentes a las versiones anteriores, muchas de ellas apoteósicas.
Las Olimpiadas de Tokio fueron un contraste entre tradición y cultura urbana, cuyos mensajes a veces no se pudieron comprender.
Se vio de todo, desde la excelencia en la organización, el compromiso con el medio ambiente, la disciplina y educación tan características del pueblo nipón, hasta algunos deportistas vándalos que no se comportaron a la altura de lo que representan sus países.
Quien si estuvo a la altura como siempre en su desempeño deportivo, fue el capitán del equipo argentino de baloncesto masculino, Luis Scola. Un capitán que lo dio todo por darle la gloria a su Argentina del alma durante las dos últimas décadas.
Luis Alberto Scola nació el 30 de abril de 1980 (41 años) en Buenos Aires Argentina; su estatura es 6 pies 9 pulgadas. Desde que hizo su debut con el seleccionado argentino en 1999, mostró integridad, compromiso, disciplina, caballerosidad en el juego, liderazgo, cualidades que lo llevaron a ser un gran capitán. Fue parte de la Generación Dorada, esos que consiguieron el oro en Atenas 2004.
No es fácil tener un desempeño brillante durante tantos años, en un deporte rudo como el baloncesto, donde las lesiones van deteriorando el desempeño y muchas veces obligan el retiro de talentosos jugadores.
En estos olímpicos, en el partido Argentina – Australia en cuartos de final, donde estos últimos fueron los vencedores por un abultado marcador, el reloj fue parado un minuto antes de terminar el encuentro, el público se puso de pie, aplaudiendo con admiración y nostalgia para homenajear al capitán argentino que dio por terminada su carrera olímpica y su capitanía para el combinado argentino diciendo así su adiós definitivo, pero sintiéndose con el deber cumplido, dejando una huella indeleble en sus compañeros, en la historia del baloncesto y en su patria a la que tanta gloria le dio.
Fue el premio final a un gran ser humano, a su ejemplo, a su legado. Enseñó cómo creer y luchar por un objetivo sin rendirse, aceptando las derrotas con respeto, responsabilidad y honestidad.
Gracias Luis Scola, y como dice el tango: “Y volveremos a vernos un paso atrás cada vez, que se huele por el aire la jugada, el apuro en marcar cuatro y correr”.