Mientras a un cubano que grita democracia y libertad en la vía pública lo trituran a cabillazos y golpes de kárate propinados por expertos de la inteligencia en peleas callejeras, lentamente y a puertas cerradas, gana espacio el pensamiento liberal, respetuoso y tolerante
Ahora mismo existen dos Cuba. La visible, del inmovilismo oficial, el desencanto popular y el futuro desconocido. Y la que se gesta en los pocos espacios autorizados por el régimen para debatir a camisa quitada, y donde a quienes piensan diferente no les llaman ‘mercenarios’, ni los acusan de ser agentes de Estados Unidos.
Parece un galimatías. Mientras a un cubano que grita democracia y libertad en la vía pública lo trituran a cabillazos y golpes de kárate propinados por expertos de la inteligencia en peleas callejeras, lentamente y a puertas cerradas, gana espacio el pensamiento liberal, respetuoso y tolerante.
Uno de esos bolsones de debate democrático está ubicado en el antiguo Seminario San Carlos, en la parte antigua de La Habana. Allí, el viernes 30 de marzo, la revista Espacio Laical, publicación de la Iglesia Católica, organizó una conferencia con el empresario cubanoamericano Carlos Saladrigas. Su título: Cuba y la diáspora.
El acceso era libre. En la abarrotada sala se dieron cita cerca de 200 personas. Usted podía ver a blogueros alternativos como Yoani Sánchez o Miriam Celaya. Periodistas independientes al estilo de Reinaldo Escobar y Miriam Leiva; economistas al margen del Estado como Oscar Espinosa “Chepe”; activistas por la integración racial como Juan Antonio Madrazo y Leonardo Calvo, y una nueva generación de disidentes, como Eliécer Ávila o Antonio Rodiles.
También en la charla se encontraban neocomunistas aplomados como Félix Sautié o Pedro Campos; el moderado politólogo Esteban Morales; el sacerdote contestatario José Conrado y el culto Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, un auténtico hombre de corcho.
La mayoría de la disidencia democrática en la isla aprueba estos espacios de polémica civilizada. Es la sociedad por la que ellos apuestan.
Justo a las 4 de la tarde por el pasillo central de la Sala Félix Varela, se abrió paso Carlos Saladrigas. Vestía una guayabera blanca de mangas largas, barba retocada y espejuelos de montura metálica.
Luego de saludar al auditorio prendió su tableta Apple y comenzó la ponencia. No fue extenso. En poco más de 30 minutos trazó con puntadas de brocha gorda sus impresiones sobre el exilio cubano.
Saladrigas sabe lo que es el destierro. Hijo de un político de alcurnia en la etapa republicana, heredó de su padre los genes de negociador duro y puro. Su historia es la visión que tenemos de Estados Unidos. El niño solitario que llega en una operación fraguada por la Iglesia Católica, conocida como Peter Pan, y que cuando su familia pudo viajar, tuvo que lavar platos y recoger tomates en el sur de la Florida, según contó el propio Saladrigas. Luego se convertiría en un empresario de éxito, con un patrimonio de varios cientos de millones de dólares.
Entre aquel Saladrigas, que desconsoladamente lloraba y rezaba en el último banco de una pequeña parroquia de madera en el Miami de los años 60, a éste, sentado con su inmaculada guayabera en un sitio de debates en la capital cubana, existe un giro de 180 grados.
En una etapa, pedía la cabeza de Fidel Castro en bandeja. Era el tiro al blanco por todo lo perdido. Tuvo que vivir aplatanado en Miami, mientras sentía el arrullo de la Habanera Tú o La Bayamesa en la distancia.
Después de haber sido un conservador negado al diálogo con los autócratas de verde olivo y de oponerse a que un crucero cargado de católicos de la otra orilla viajara a Cuba en 1998, durante la visita de Juan Pablo II, Saladrigas mudó sus posiciones políticas de la ultraderecha al centro, tal vez un poco corrido hacia la izquierda.
El por qué de su transformación es algo que no queda claro. Si creyéramos a pie juntillas sus declaraciones públicas, llegaríamos a la conclusión que su fe católica a prueba de misiles, fue una de las causas de su replanteamiento político. Hay quienes alegan otras razones.
Desde su retrovisor, Carlos Saladrigas observa cómo las hojas del almanaque van cayendo inexorablemente y la economía cubana hace agua por todos lados. Castro II está apostando descaradamente por el capitalismo de Estado. Y una isla virgen abre sus piernas para, en un futuro cercano, recibir la danza de los millones. Quizás no quiere llegar tarde a la hora de repartir la tarta.
Al menos eso piensa un sector del exilo y la disidencia en la isla. No se puede ser ingenuo. Algo se cuece en las alcantarillas del poder. En esa misma sala, hace unos meses, un fidelista a pie firme como Alfredo Guevara, respondió preguntas a “mercenarios vendepatrias” como Oscar Espinosa “Chepe”, mandado a encarcelar en la primavera del 2003 por su amigo Fidel.
Por el Seminario San Carlos también han pasado tipos sospechosos, como Arturo López-Levy, graduado en una universidad estadounidense y profesor en Denver, primo de Luis Alberto López Callejas, yerno del General Raúl Castro y el mayor recolector de moneda dura en Cuba.
La disertación de Carlos Saladrigas no fue nada del otro jueves. Periódico viejo. Lo que todo cubano conoce, porque al menos tiene un pariente en el exilio. La clave no fue la charla sosa y políticamente correcta. No. Fue el mensaje de ida y vuelta que envía Saladrigas a la disidencia y al exilio sobre el futuro de Cuba: las reformas están en camino y él quiere ser uno de los agentes del cambio.
Después de su exposición, Saladrigas respondió una batería de preguntas. Deslizó varios análisis, de los cuales se desprende, que el empresario cubanoamericano no está realizando un juego estéril y está bien conectado e informado, más de lo que uno se pueda imaginar.
Aseguró que dentro de 5 años la situación de Cuba indefectiblemente cambiaría. Y, por supuesto, no a más socialismo, contrario a lo que indicó recientemente en una conferencia de prensa el zar de la economía, Marino Murillo, cuando dijo que en la isla no acontecerían reformas políticas.
Con serenidad y confianza, Saladrigas diseñó un futuro de ensueño. De una Cuba inclusiva, tolerante y rica. Para lograrlo, dijo, el país cuenta con un capital humano envidiable. El astuto empresario hizo un guiño al régimen al afirmar que el gran mérito de los hermanos Castro era haber sabido administrar la pobreza.
“Hay naciones que pueden generar riquezas, pero no saben administrar la pobreza”, apuntó. En un intento de estimular a aquellos desalentados que están esperando la menor oportunidad para huir de Cuba, expresó: “Si tuviese 25 años, no me pasaría por la cabeza marcharme del país”.
Carlos Saladrigas lo ve todo muy claro. Demasiado. Me llamó la atención que no cuestionara los cientos de detenciones de disidentes por la visita del Papa alemán o la golpiza a un espontáneo que gritó Abajo el comunismo en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba. Tampoco nadie se lo preguntó.
Y es que estos espacios abiertos por la Iglesia Católica generan cierta desconfianza y algunos, por no decir casi todos, asisten para ver y oír, no para indagar. Es la falta de costumbre tras cinco décadas escuchando un solo discurso. Y muchos aún no se lo creen.
Parece un galimatías. Mientras a un cubano que grita democracia y libertad en la vía pública lo trituran a cabillazos y golpes de kárate propinados por expertos de la inteligencia en peleas callejeras, lentamente y a puertas cerradas, gana espacio el pensamiento liberal, respetuoso y tolerante.
Uno de esos bolsones de debate democrático está ubicado en el antiguo Seminario San Carlos, en la parte antigua de La Habana. Allí, el viernes 30 de marzo, la revista Espacio Laical, publicación de la Iglesia Católica, organizó una conferencia con el empresario cubanoamericano Carlos Saladrigas. Su título: Cuba y la diáspora.
También en la charla se encontraban neocomunistas aplomados como Félix Sautié o Pedro Campos; el moderado politólogo Esteban Morales; el sacerdote contestatario José Conrado y el culto Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, un auténtico hombre de corcho.
La mayoría de la disidencia democrática en la isla aprueba estos espacios de polémica civilizada. Es la sociedad por la que ellos apuestan.
Justo a las 4 de la tarde por el pasillo central de la Sala Félix Varela, se abrió paso Carlos Saladrigas. Vestía una guayabera blanca de mangas largas, barba retocada y espejuelos de montura metálica.
Saladrigas sabe lo que es el destierro. Hijo de un político de alcurnia en la etapa republicana, heredó de su padre los genes de negociador duro y puro. Su historia es la visión que tenemos de Estados Unidos. El niño solitario que llega en una operación fraguada por la Iglesia Católica, conocida como Peter Pan, y que cuando su familia pudo viajar, tuvo que lavar platos y recoger tomates en el sur de la Florida, según contó el propio Saladrigas. Luego se convertiría en un empresario de éxito, con un patrimonio de varios cientos de millones de dólares.
Entre aquel Saladrigas, que desconsoladamente lloraba y rezaba en el último banco de una pequeña parroquia de madera en el Miami de los años 60, a éste, sentado con su inmaculada guayabera en un sitio de debates en la capital cubana, existe un giro de 180 grados.
En una etapa, pedía la cabeza de Fidel Castro en bandeja. Era el tiro al blanco por todo lo perdido. Tuvo que vivir aplatanado en Miami, mientras sentía el arrullo de la Habanera Tú o La Bayamesa en la distancia.
Después de haber sido un conservador negado al diálogo con los autócratas de verde olivo y de oponerse a que un crucero cargado de católicos de la otra orilla viajara a Cuba en 1998, durante la visita de Juan Pablo II, Saladrigas mudó sus posiciones políticas de la ultraderecha al centro, tal vez un poco corrido hacia la izquierda.
El por qué de su transformación es algo que no queda claro. Si creyéramos a pie juntillas sus declaraciones públicas, llegaríamos a la conclusión que su fe católica a prueba de misiles, fue una de las causas de su replanteamiento político. Hay quienes alegan otras razones.
Desde su retrovisor, Carlos Saladrigas observa cómo las hojas del almanaque van cayendo inexorablemente y la economía cubana hace agua por todos lados. Castro II está apostando descaradamente por el capitalismo de Estado. Y una isla virgen abre sus piernas para, en un futuro cercano, recibir la danza de los millones. Quizás no quiere llegar tarde a la hora de repartir la tarta.
Al menos eso piensa un sector del exilo y la disidencia en la isla. No se puede ser ingenuo. Algo se cuece en las alcantarillas del poder. En esa misma sala, hace unos meses, un fidelista a pie firme como Alfredo Guevara, respondió preguntas a “mercenarios vendepatrias” como Oscar Espinosa “Chepe”, mandado a encarcelar en la primavera del 2003 por su amigo Fidel.
Por el Seminario San Carlos también han pasado tipos sospechosos, como Arturo López-Levy, graduado en una universidad estadounidense y profesor en Denver, primo de Luis Alberto López Callejas, yerno del General Raúl Castro y el mayor recolector de moneda dura en Cuba.
La disertación de Carlos Saladrigas no fue nada del otro jueves. Periódico viejo. Lo que todo cubano conoce, porque al menos tiene un pariente en el exilio. La clave no fue la charla sosa y políticamente correcta. No. Fue el mensaje de ida y vuelta que envía Saladrigas a la disidencia y al exilio sobre el futuro de Cuba: las reformas están en camino y él quiere ser uno de los agentes del cambio.
Después de su exposición, Saladrigas respondió una batería de preguntas. Deslizó varios análisis, de los cuales se desprende, que el empresario cubanoamericano no está realizando un juego estéril y está bien conectado e informado, más de lo que uno se pueda imaginar.
Aseguró que dentro de 5 años la situación de Cuba indefectiblemente cambiaría. Y, por supuesto, no a más socialismo, contrario a lo que indicó recientemente en una conferencia de prensa el zar de la economía, Marino Murillo, cuando dijo que en la isla no acontecerían reformas políticas.
Con serenidad y confianza, Saladrigas diseñó un futuro de ensueño. De una Cuba inclusiva, tolerante y rica. Para lograrlo, dijo, el país cuenta con un capital humano envidiable. El astuto empresario hizo un guiño al régimen al afirmar que el gran mérito de los hermanos Castro era haber sabido administrar la pobreza.
“Hay naciones que pueden generar riquezas, pero no saben administrar la pobreza”, apuntó. En un intento de estimular a aquellos desalentados que están esperando la menor oportunidad para huir de Cuba, expresó: “Si tuviese 25 años, no me pasaría por la cabeza marcharme del país”.
Carlos Saladrigas lo ve todo muy claro. Demasiado. Me llamó la atención que no cuestionara los cientos de detenciones de disidentes por la visita del Papa alemán o la golpiza a un espontáneo que gritó Abajo el comunismo en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba. Tampoco nadie se lo preguntó.
Y es que estos espacios abiertos por la Iglesia Católica generan cierta desconfianza y algunos, por no decir casi todos, asisten para ver y oír, no para indagar. Es la falta de costumbre tras cinco décadas escuchando un solo discurso. Y muchos aún no se lo creen.