Arturo O'Farrill: hijo de gato...

Fotografía de archivo del músico Arturo O'Farrill en un concierto en La Habana (Cuba).

Una autocracia siempre es una autocracia. Ni jugando sueltan prenda.
Bienvenido a la casa del enemigo de Fidel Castro. El viernes 13 de diciembre, en la residencia en la residencia de John Caulfield, jefe de la Misión de la Sección de Intereses de Estados Unidos en Cuba, el jazzista Arturo O’Farrill, hijo del mítico Chico O’Farrill, trompetista, arreglista y director de orquesta de jazz afrocubano que se codeó con las grandes ligas del género, ofreció una noche de música en la residencia del diplomático.

No fue una noche cualquiera. Siempre es un lujo ver tocar a un piquete que interpreta el jazz, en cualquiera de sus variantes, en otra dimensión. Y es que cuando usted mira hacia la derecha y ve en la trompeta al soberbio Yasek Manzano, acompañado de Kali Rodríguez y Orlando Sánchez, y en el piano al monumental O’Farrill y dos de sus hijos, entonces, por favor, tome una copa de vino y siéntese a escuchar música de la buena.

Atrás quedaron aquellos años donde acudir a la casa de un diplomático estadounidense era considerado por el régimen un desafío y una cuestión de honor. Fue una época donde solo asistían disidentes y periodistas independientes.

Ya no. Probablemente el sector de la cultura en Cuba sea el que derribe el muro de la intolerancia de los caudillos castristas. Es cierto que la política de pueblo a pueblo, lanzada en los años 90 por la administración demócrata de Clinton y propulsada por Obama, tiene una interpretación demasiado particular dentro de los estamentos de poder en la isla.

Una autocracia siempre es una autocracia. Ni jugando sueltan prenda. Por tanto, mientras lo mejor de la cultura cubana ofrece su arte en Estados Unidos, a cuenta gotas y casi clandestinos, algunos músicos cubanoamericanos afincados en la Florida cantan sin apenas publicidad en La Habana, mientras no condenen en voz alta al régimen verde olivo.

Pero la política es el espacio natural de gente sibilina. La gente simple, cuando puede, disfruta el breve espacio concedido a los placeres. Porque escuchar a Arturo O’Farrill fue un auténtico placer. No importa
si a usted le gusta el jazz, el rock o el bolero.

Vaya noche que se gastaron. Les cuento de los espectadores. Mientras el baladista salvadoreño Álvaro Torres cantaba un puñado de canciones en un teatro habanero, parte de la crema y nata de la música cubana se llegó hasta la casa del gringo, para ver el recital de un hombre por cuyas venas corre jazz.

A mi lado, Juan Formell escuchaba ensimismado. En otra silla, la impredecible Juana Bacallao, con su maquillaje recargado, también estaba atenta.

Directores de orquestas populares, humoristas y la joven promesa de la canción, Luna Manzanares, hicieron un silencio absoluto cuando la banda de O’Farrill comenzó a tocar.

Luego los músicos se calentaron. Se mezcló el jazz y la rumba, el son y el blues, porque el jazz, es eso, improvisación, fusión. La gente rompió a bailar. Osdalgia tomó el micrófono y se puso a cantar. Todo fue espontáneo. Sin ensayar. La música fluyó sola.

Fue así, una noche fría de 1943 en Nueva York, cuando Mario Bauzá, tras una descarga, en un descanso inventó lo que después sería el jazz afrocubano. Casi jugando.

Y es que la buena música brota según el buen estado de ánimo. Y esa noche lo había. No se habló del embargo. Tampoco de política.

El viernes, en la casa del tipo que representa al país que desde niño nos enseñaron a verlo como un enemigo, solo había espacio para la música.