Como una matrioshka rusa, la autocracia verde olivo pretende regenerarse y gobernar sin respetar las cláusulas democráticas de la CELAC.
Me temo que los cubanos no son tan indiferentes a la política como se pudiera pensar. Es cierto que si usted camina por los barrios marginales y mayoritariamente negros de La Habana, no escuchará a sus vecinos hablar de integración, desigualdad, derechos humanos, democracia o libertad de expresión.
Son barrios duros. Sus prioridades pasan por tener los recipientes llenos con agua potable: en las cañerías obsoletas de sus precarias viviendas, hace décadas que no llega el preciado líquido.
Gerardo, vecino de estas barriadas, que pedalea durante 12 horas diarias un bicitaxi por las inmediaciones del Parque Central, se siente satisfecho cuando tiene comida para una semana, desodorante, pasta dental y detergente.
La pobreza en Cuba no solo es abrumadoramente material. También es mental. Una condición sine qua non de un segmento amplio de la población. Poco importa que usted cuelgue orgulloso un título de ingeniero o abogado en la sala de su casa.
El sistema diseñado hace 55 años por Fidel Castro ha sido un adalid en socializar la pobreza. Para casi todos. Es el culpable de que la gente devengue salarios simbólicos e indignos.
Pero lo peor no es la cruda pobreza material que avergüenza cuando usted, por ejemplo, recorre alguno de los más de 60 barrios indigentes, auténticas villas miseria, que se arman en una noche en las afueras de la ciudad.
El gran problema de la mayoría en Cuba es que no tiene herramientas legales para cambiar el estado de cosas. De eso se trata. Y la gente lo sabe.
Por eso la solución de muchos es emigrar. O hacer malabarismos políticos, aparentando aplaudir el discurso oficial, y luego trampas a la ley y robar todo lo que puedan en sus puestos de trabajo.
El desgaste lógico de un régimen que aún gobierna tras cinco décadas de fracasos económicos, fastidia a un segmento cada vez mayor de los cubanos.
Ya se sabe que en las sociedades autocráticas de corte marxista se tejen redes de compromisos, censuras informativas, temores y eficacia policial, en un intento por contener a la disidencia interna.
Pero el poder casi absoluto de Fidel Castro hasta la década de 1980 se ha ido erosionando. Ya la gente no calla sus discrepancias o malestar con la pésima administración del Estado.
Hoy en la isla, en cualquier cola, parque, esquina o transporte público, usted escucha críticas subidas de tono hacia los hermanos Castro. Y una lista interminable de quejas. Sin embargo, esos debates quejumbrosos no trascienden más allá.
La mayoría de la población no confía en los mecanismos del gobierno. El poder popular es mero adorno. La cartas a un periódico, un ministro o una oficina del Comité Central que atiende las quejas de la ciudanía, no suelen solucionar o gestionar los disimiles problemas planteados.
Desde hace años, en Cuba se vive en tiempo muerto. Muchos creen que la solución de los problemas estructurales de la sociedad y la economía es biológica, y que se resolverán por arte de magia, cuando los Castro se mueran.
Por lo mal que viven y por la falta de futuro, un segmento amplio de cubanos es indiferente a reuniones como la recién finalizada Cumbre de la CELAC. Se les antoja una comedia tropical.
En el mundo moderno sobran foros y encuentros entre naciones y faltan acciones concretas y prácticas. Ahora mismo, los políticos de todo el mundo viven horas bajas. No han sabido gestionar las necesidades y deseos de sus pueblos.
En el continente americano abundan la corrupción y el neo populismo a ultranza. A su favor tienen que son presidentes elegidos democráticamente. Excepto Cuba. Una diferencia contrastante.
También llama la atención lo anacrónico del discurso del régimen cubano, cuando se compara con el de otros políticos regionales.
Las intervenciones de los representantes de la isla parecen salidas de la época de los dinosaurios. Usted escucha cómo Piñera, Humala, Santos o Rousseff, abiertamente expresan las carencias que afectan a sus países y su apuesta tangible por la democracia y derechos humanos.
Raúl Castro, fuera de foco en su discurso inaugural, analizó la pobreza, desigualdad y otros fenómenos en América Latina, como si Cuba no los padeciera también. Intentaba parecer un maestro dando clase a un grupo de alumnos.
El futuro del mundo es cada vez más de bloques. Es positivo que América Latina se vea como un ente integrador. El gran mérito de la II Cumbre fue declarar Zona de Paz a Latinoamérica.
Pero quedan muchos retos por delante. El continente sigue siendo la región más desigual y violenta del planeta. Caracas, Michoacán o Tegucigalpa son auténticos mataderos.
Tampoco se puede soslayar la tendencia de gobernantes como los de Ecuador, Venezuela o Nicaragua a reformar la Constitución a su conveniencia. Crea un precedente nefasto: la de políticos avalados por instituciones saturadas de camaradas y compadres del partido que se perpetuán en el poder.
La demagogia flota en varias naciones de la zona. La honestidad y franqueza política es un ave rara.
No es posible que ninguno de los 31 gobernantes que estuvieron en la Cumbre de La Habana, elegidos en plebiscitos democráticos, con partidos de oposición y prensa libre, haya cuestionado al régimen cubano por su represión a la disidencia y falta de libertades políticas.
Como una matrioshka rusa, la autocracia verde olivo pretende regenerarse y gobernar sin respetar las cláusulas democráticas de la CELAC.
Si se apuesta por integrar a la Cuba de los Castro en la comunidad latinoamericana y caribeña, por ética, algún mandatario debió hacérselo saber. Y no precisamente en voz baja.
Son barrios duros. Sus prioridades pasan por tener los recipientes llenos con agua potable: en las cañerías obsoletas de sus precarias viviendas, hace décadas que no llega el preciado líquido.
Gerardo, vecino de estas barriadas, que pedalea durante 12 horas diarias un bicitaxi por las inmediaciones del Parque Central, se siente satisfecho cuando tiene comida para una semana, desodorante, pasta dental y detergente.
La pobreza en Cuba no solo es abrumadoramente material. También es mental. Una condición sine qua non de un segmento amplio de la población. Poco importa que usted cuelgue orgulloso un título de ingeniero o abogado en la sala de su casa.
El sistema diseñado hace 55 años por Fidel Castro ha sido un adalid en socializar la pobreza. Para casi todos. Es el culpable de que la gente devengue salarios simbólicos e indignos.
Pero lo peor no es la cruda pobreza material que avergüenza cuando usted, por ejemplo, recorre alguno de los más de 60 barrios indigentes, auténticas villas miseria, que se arman en una noche en las afueras de la ciudad.
El gran problema de la mayoría en Cuba es que no tiene herramientas legales para cambiar el estado de cosas. De eso se trata. Y la gente lo sabe.
Por eso la solución de muchos es emigrar. O hacer malabarismos políticos, aparentando aplaudir el discurso oficial, y luego trampas a la ley y robar todo lo que puedan en sus puestos de trabajo.
El desgaste lógico de un régimen que aún gobierna tras cinco décadas de fracasos económicos, fastidia a un segmento cada vez mayor de los cubanos.
Ya se sabe que en las sociedades autocráticas de corte marxista se tejen redes de compromisos, censuras informativas, temores y eficacia policial, en un intento por contener a la disidencia interna.
Pero el poder casi absoluto de Fidel Castro hasta la década de 1980 se ha ido erosionando. Ya la gente no calla sus discrepancias o malestar con la pésima administración del Estado.
Hoy en la isla, en cualquier cola, parque, esquina o transporte público, usted escucha críticas subidas de tono hacia los hermanos Castro. Y una lista interminable de quejas. Sin embargo, esos debates quejumbrosos no trascienden más allá.
La mayoría de la población no confía en los mecanismos del gobierno. El poder popular es mero adorno. La cartas a un periódico, un ministro o una oficina del Comité Central que atiende las quejas de la ciudanía, no suelen solucionar o gestionar los disimiles problemas planteados.
Desde hace años, en Cuba se vive en tiempo muerto. Muchos creen que la solución de los problemas estructurales de la sociedad y la economía es biológica, y que se resolverán por arte de magia, cuando los Castro se mueran.
Por lo mal que viven y por la falta de futuro, un segmento amplio de cubanos es indiferente a reuniones como la recién finalizada Cumbre de la CELAC. Se les antoja una comedia tropical.
En el mundo moderno sobran foros y encuentros entre naciones y faltan acciones concretas y prácticas. Ahora mismo, los políticos de todo el mundo viven horas bajas. No han sabido gestionar las necesidades y deseos de sus pueblos.
En el continente americano abundan la corrupción y el neo populismo a ultranza. A su favor tienen que son presidentes elegidos democráticamente. Excepto Cuba. Una diferencia contrastante.
También llama la atención lo anacrónico del discurso del régimen cubano, cuando se compara con el de otros políticos regionales.
Las intervenciones de los representantes de la isla parecen salidas de la época de los dinosaurios. Usted escucha cómo Piñera, Humala, Santos o Rousseff, abiertamente expresan las carencias que afectan a sus países y su apuesta tangible por la democracia y derechos humanos.
Raúl Castro, fuera de foco en su discurso inaugural, analizó la pobreza, desigualdad y otros fenómenos en América Latina, como si Cuba no los padeciera también. Intentaba parecer un maestro dando clase a un grupo de alumnos.
El futuro del mundo es cada vez más de bloques. Es positivo que América Latina se vea como un ente integrador. El gran mérito de la II Cumbre fue declarar Zona de Paz a Latinoamérica.
Pero quedan muchos retos por delante. El continente sigue siendo la región más desigual y violenta del planeta. Caracas, Michoacán o Tegucigalpa son auténticos mataderos.
Tampoco se puede soslayar la tendencia de gobernantes como los de Ecuador, Venezuela o Nicaragua a reformar la Constitución a su conveniencia. Crea un precedente nefasto: la de políticos avalados por instituciones saturadas de camaradas y compadres del partido que se perpetuán en el poder.
La demagogia flota en varias naciones de la zona. La honestidad y franqueza política es un ave rara.
No es posible que ninguno de los 31 gobernantes que estuvieron en la Cumbre de La Habana, elegidos en plebiscitos democráticos, con partidos de oposición y prensa libre, haya cuestionado al régimen cubano por su represión a la disidencia y falta de libertades políticas.
Como una matrioshka rusa, la autocracia verde olivo pretende regenerarse y gobernar sin respetar las cláusulas democráticas de la CELAC.
Si se apuesta por integrar a la Cuba de los Castro en la comunidad latinoamericana y caribeña, por ética, algún mandatario debió hacérselo saber. Y no precisamente en voz baja.