Nunca inspiran tanta lástima las jineteras de La Habana como cuando las vemos acompañadas por esas momias del estalinismo europeo y estadounidense que hoy constituyen su clientela VIP.
Realmente hay que tener el corazón situado en medio del pecho no ya para irse a la cama con uno de tales carcamales pedorros y malolientes, sino para soportar apenas su cercanía.
Tan pronto desembarcan en la Isla, sin quitarse el polvo del camino, estos hidalgos viajeros alimentan su espíritu yendo a la Plaza de la Revolución y al santuario del Che en Santa Clara. Luego, invariablemente, les toca el postre. Así que se despelotan en la habanera calle Obispo, en los entornos del Parque Central o en La Rampa, en pos de nuestras puticas, últimos destellos del faro de América.
“Qué desperdicio, compadre”, exclaman los varones del patio al verlos negociando el lance, mientras las mujeres susurran, burlonas, y los más viejos se escandalizan con “las vueltas que ha dado aquí la vida”. Pero ellos siguen en lo suyo, como si tal cosa, confiados, al parecer, en que han dejado la respetabilidad a buen resguardo, más allá de los mares, junto a sus ancianas esposas.
Si fuera posible tener en cuenta el pudor o el sentido común cuando de esta fauna se trata, habría que preguntarse por qué al menos no procuran que les lleven a las jinetas hasta un lugar apartado, donde estarían esperándolas sin necesidad de exponerse tan descaradamente al esperpento y al ridículo. Pero eso no va con ellos. Es obvio que han resuelto disfrutar como Dios manda de su última orgía revolucionaria, ya que sólo el diablo sabe el sacrificio que les costó organizarla, reuniendo durante años el remanente de sus salarios como jubilados.
Lástima que no existan estadísticas que reflejen cuántas bajas ha sufrido la revolución mundial como consecuencia de infartos provocados por estos encuentros entre las aguerridas momias y nuestras flores de fango de la herencia fidelista. En cualquier caso, ellos dirían que murieron por el socialismo, si es que lograron decir algo antes de cerrar el pico, al fin, para siempre.
“La vejez es una enfermedad incurable”, nos dejó advertido Terencio. Pero puede ser que no tuviese razón, al menos si lo aplicamos a este asunto. Creo que más certera fue mi abuela, quien no estaba de acuerdo con eso de que algunas personas pierden la vergüenza al envejecer, porque ya nada les importa. Quien no tiene vergüenza en la vejez –decía ella- es porque nunca la tuvo.
Publicado en Cubanet el 21 de noviembre del 2013
Tan pronto desembarcan en la Isla, sin quitarse el polvo del camino, estos hidalgos viajeros alimentan su espíritu yendo a la Plaza de la Revolución y al santuario del Che en Santa Clara. Luego, invariablemente, les toca el postre. Así que se despelotan en la habanera calle Obispo, en los entornos del Parque Central o en La Rampa, en pos de nuestras puticas, últimos destellos del faro de América.
“Qué desperdicio, compadre”, exclaman los varones del patio al verlos negociando el lance, mientras las mujeres susurran, burlonas, y los más viejos se escandalizan con “las vueltas que ha dado aquí la vida”. Pero ellos siguen en lo suyo, como si tal cosa, confiados, al parecer, en que han dejado la respetabilidad a buen resguardo, más allá de los mares, junto a sus ancianas esposas.
Si fuera posible tener en cuenta el pudor o el sentido común cuando de esta fauna se trata, habría que preguntarse por qué al menos no procuran que les lleven a las jinetas hasta un lugar apartado, donde estarían esperándolas sin necesidad de exponerse tan descaradamente al esperpento y al ridículo. Pero eso no va con ellos. Es obvio que han resuelto disfrutar como Dios manda de su última orgía revolucionaria, ya que sólo el diablo sabe el sacrificio que les costó organizarla, reuniendo durante años el remanente de sus salarios como jubilados.
Lástima que no existan estadísticas que reflejen cuántas bajas ha sufrido la revolución mundial como consecuencia de infartos provocados por estos encuentros entre las aguerridas momias y nuestras flores de fango de la herencia fidelista. En cualquier caso, ellos dirían que murieron por el socialismo, si es que lograron decir algo antes de cerrar el pico, al fin, para siempre.
“La vejez es una enfermedad incurable”, nos dejó advertido Terencio. Pero puede ser que no tuviese razón, al menos si lo aplicamos a este asunto. Creo que más certera fue mi abuela, quien no estaba de acuerdo con eso de que algunas personas pierden la vergüenza al envejecer, porque ya nada les importa. Quien no tiene vergüenza en la vejez –decía ella- es porque nunca la tuvo.
Publicado en Cubanet el 21 de noviembre del 2013