En la actualidad, mientras el debate de intelectuales cercanos al régimen se centra en el aspecto económico, la disidencia se mantiene reivindicando aperturas políticas.
Antes que la autocracia verde olivo diseñara reformas económicas, la ilegal oposición pacífica demandaba aperturas en pequeños negocios y en el sector agrario así como la derogación del absurdo apartheid en el ámbito turístico, informativo o tecnológico, que convertía al cubano en ciudadano de tercera categoría.
No fueron el General Raúl Castro y su séquito de tecnócratas encabezados por el zar de las reformas económicas, Marino Murillo, los primeros en demandar cambios en la vida nacional. No.
Cuando Fidel Castro gobernaba la nación cual si fuese un campamento militar, los actuales ‘reformistas’ ocupaban puestos más o menos relevantes dentro del ejército y el status quo.
Ninguno alzó su voz públicamente para exigir reformas. Nadie dentro del gobierno se atrevió a escribir un artículo pidiendo transformaciones inmediatas de corte económico o social.
Si dentro del marco del Consejo Estado se ventilaban esas cuestiones, los cubanos no tuvimos acceso a esos debates. La aburrida prensa nacional jamás publicó una nota editorial sobre el rumbo o los cambios que debía emprender la nación.
Quizás la iglesia católica, en alguna carta pastoral, con timidez y en tono mesurado, abordó ciertas aristas. Los intelectuales que hoy se nos presentan como representantes de una izquierda moderna también callaban.
Los cubanos seguidores del castrismo en Estados Unidos y Europa, tampoco se cuestionaban que sus compatriotas dentro de la isla no tuvieran acceso a la telefonía móvil, dependieran del Estado para viajar al extranjero o perdieran sus bienes si decidían marcharse del país.
Quien sí públicamente levantó la voz fue la disidencia interna. Desde finales de los años 70, cuando Ricardo Bofill fundara el Comité Pro Derechos Humanos, además de reivindicar cambios en materia política y respeto por las libertades individuales, demandaba aperturas económicas y transformaciones jurídicas en el derecho a la propiedad.
También lo hicieron los periodistas independientes, desde su surgimiento a mediados de los 90 y, más recientemente, los blogueros alternativos. Si se imprimieran los artículos publicados donde se reclama mayor autonomía económica, política y social, se necesitarían unos cuantos tomos.
Si algo no ha faltado en la disidencia cubana son programas políticos. Y todos solicitan un mayor número de libertades ciudadanas, desde el primero de Bofill, La Patria es de Todos de Martha Beatriz, Vladimiro Roca, René Gómez Manzano y Félix Bonne o el Proyecto Varela de Oswaldo Payá, hasta La Demanda por otra Cuba de Antonio Rodiles o Emilia de Oscar Elías Biscet.
A la oposición local se le puede criticar por su escaso margen de maniobra a la hora de sumar partidarios y ampliar sus bases dentro de la comunidad. Pero no se pueden soslayar sus indudables méritos en la petición de reivindicaciones económicas y políticas.
Las actuales reformas económicas establecidas por Castro II dan respuesta a varias demandas medulares planteadas por la disidencia. No pocos opositores sufrieron acoso, golpizas y años de prisión por reclamar algunos de los actuales cambios, que el régimen pretende anotarse como sus triunfos políticos.
Las derogaciones de absurdas prohibiciones como la venta de casa y autos, viajes al extranjero o acceso a internet, han formado parte de las propuestas disidentes.
Ahora, un sector de la iglesia católica cabildea con el gobierno. Un estamento de intelectuales de una izquierda moderada plantea reformas de más calado y respeto por las discrepancias políticas.
Pero cuando Fidel Castro gobernaba con mano de hierro, esas voces se mantuvieron en silencio. Siempre será bienvenido recordarle a los gobernantes que Cuba no es una finca privada y que cada cubano, resida donde resida, tiene derecho a exponer sus propuestas políticas.
Pero, desgraciadamente, solemos ningunear o pasar por alto que cuando hace apenas una década, el temor, conformismo e indolencia nos colocaba un zipper en la boca, un grupo de compatriotas llevaban tiempo exigiendo reformas y libertades a riesgo incluso de sus vidas.
En la actualidad, mientras el debate de intelectuales cercanos al régimen se centra en el aspecto económico, la disidencia se mantiene reivindicando aperturas políticas.
Uno podrá estar o no de acuerdo con las estrategias de los opositores. Pero no se puede dejar de reconocer que han sido -y siguen siendo- los que han pagado con cárcel, atropellos y destierros sus justos reclamos.
Ellos pudieron haber sido abuelos que hacían mandados y cuidaban a sus nietos. O funcionarios del Estado que discurseaban sobre la pobreza y la desigualdad, comiendo bien dos veces al día, teniendo autos con choferes y viajando por medio mundo en nombre de la revolución cubana.
Pero decidieron apostar por la democracia. Y están pagando por ello.
No fueron el General Raúl Castro y su séquito de tecnócratas encabezados por el zar de las reformas económicas, Marino Murillo, los primeros en demandar cambios en la vida nacional. No.
Cuando Fidel Castro gobernaba la nación cual si fuese un campamento militar, los actuales ‘reformistas’ ocupaban puestos más o menos relevantes dentro del ejército y el status quo.
Ninguno alzó su voz públicamente para exigir reformas. Nadie dentro del gobierno se atrevió a escribir un artículo pidiendo transformaciones inmediatas de corte económico o social.
Si dentro del marco del Consejo Estado se ventilaban esas cuestiones, los cubanos no tuvimos acceso a esos debates. La aburrida prensa nacional jamás publicó una nota editorial sobre el rumbo o los cambios que debía emprender la nación.
Quizás la iglesia católica, en alguna carta pastoral, con timidez y en tono mesurado, abordó ciertas aristas. Los intelectuales que hoy se nos presentan como representantes de una izquierda moderna también callaban.
Los cubanos seguidores del castrismo en Estados Unidos y Europa, tampoco se cuestionaban que sus compatriotas dentro de la isla no tuvieran acceso a la telefonía móvil, dependieran del Estado para viajar al extranjero o perdieran sus bienes si decidían marcharse del país.
Quien sí públicamente levantó la voz fue la disidencia interna. Desde finales de los años 70, cuando Ricardo Bofill fundara el Comité Pro Derechos Humanos, además de reivindicar cambios en materia política y respeto por las libertades individuales, demandaba aperturas económicas y transformaciones jurídicas en el derecho a la propiedad.
También lo hicieron los periodistas independientes, desde su surgimiento a mediados de los 90 y, más recientemente, los blogueros alternativos. Si se imprimieran los artículos publicados donde se reclama mayor autonomía económica, política y social, se necesitarían unos cuantos tomos.
Si algo no ha faltado en la disidencia cubana son programas políticos. Y todos solicitan un mayor número de libertades ciudadanas, desde el primero de Bofill, La Patria es de Todos de Martha Beatriz, Vladimiro Roca, René Gómez Manzano y Félix Bonne o el Proyecto Varela de Oswaldo Payá, hasta La Demanda por otra Cuba de Antonio Rodiles o Emilia de Oscar Elías Biscet.
A la oposición local se le puede criticar por su escaso margen de maniobra a la hora de sumar partidarios y ampliar sus bases dentro de la comunidad. Pero no se pueden soslayar sus indudables méritos en la petición de reivindicaciones económicas y políticas.
Las actuales reformas económicas establecidas por Castro II dan respuesta a varias demandas medulares planteadas por la disidencia. No pocos opositores sufrieron acoso, golpizas y años de prisión por reclamar algunos de los actuales cambios, que el régimen pretende anotarse como sus triunfos políticos.
Las derogaciones de absurdas prohibiciones como la venta de casa y autos, viajes al extranjero o acceso a internet, han formado parte de las propuestas disidentes.
Ahora, un sector de la iglesia católica cabildea con el gobierno. Un estamento de intelectuales de una izquierda moderada plantea reformas de más calado y respeto por las discrepancias políticas.
Pero cuando Fidel Castro gobernaba con mano de hierro, esas voces se mantuvieron en silencio. Siempre será bienvenido recordarle a los gobernantes que Cuba no es una finca privada y que cada cubano, resida donde resida, tiene derecho a exponer sus propuestas políticas.
Pero, desgraciadamente, solemos ningunear o pasar por alto que cuando hace apenas una década, el temor, conformismo e indolencia nos colocaba un zipper en la boca, un grupo de compatriotas llevaban tiempo exigiendo reformas y libertades a riesgo incluso de sus vidas.
En la actualidad, mientras el debate de intelectuales cercanos al régimen se centra en el aspecto económico, la disidencia se mantiene reivindicando aperturas políticas.
Uno podrá estar o no de acuerdo con las estrategias de los opositores. Pero no se puede dejar de reconocer que han sido -y siguen siendo- los que han pagado con cárcel, atropellos y destierros sus justos reclamos.
Ellos pudieron haber sido abuelos que hacían mandados y cuidaban a sus nietos. O funcionarios del Estado que discurseaban sobre la pobreza y la desigualdad, comiendo bien dos veces al día, teniendo autos con choferes y viajando por medio mundo en nombre de la revolución cubana.
Pero decidieron apostar por la democracia. Y están pagando por ello.