En Cuba hubiésemos necesitado un Nelson Mandela. Sus preceptos debieran escribirse en letras góticas. Y los devaluados políticos criollos, o aspirantes a serlos, leerlos una vez a la semana.
La grandeza de Nelson Mandela deja en evidencia las carencias de la actual clase política en el mundo.
Si el fabuloso cuarteto de Liverpool revolucionó la música, y una mañana de 1928 el científico escocés Alexander Fleming descubrió la penicilina, que definitivamente frenó las pandemias mortales, Madiba deja como herencia una clase magistral de cómo hacer política en tiempos difíciles.
Los estadistas actuales debiesen tomar nota. Ante los titubeos y debilidades de Obama, que no quiere, no sabe o no puede lidiar con un Congreso hostil y desbordado por el espionaje de sus servicios especiales en todo el planeta, la pésima administración de Mariano Rajoy en España o un autócrata de cuño como el sirio Bashar al-Assad que sigue masacrando a su pueblo, cada hombre de Estado que se respete, debiese aprender de las estrategias políticas de Nelson Mandela.
Mandela no fue perfecto. Fue etiquetado de comunista y revoltoso y hasta 2008 el FBI lo tuvo en su lista de 'terroristas'. Pero supo maniobrar en las aguas turbulentas de una nación donde imperaba el racismo de Estado, las intrigas de su partido -Congreso Nacional Africano-, y lograr el milagro de la unidad nacional en Sudáfrica.
La colosal gestión comenzó en la cárcel. Desde una celda en la prisión de Robben, donde por 27 años estuvo tras las rejas, cuando en 1994 Madiba llegó a la presidencia entendió que en las condiciones de fragilidad política, su misión consistía en que todos se vieran representados en el primer gobierno democrático de su país.
Fue un presidente para todos los sudafricanos. No solo para sus partidarios. Pudo tomar revancha. Contaba con la mayoría. Controlaba todo los hilos del poder que le hubieran permitido polarizar a la sociedad y adoptar estrategias de represalias, en nombre de la justicia de su pueblo, donde una mayoría de 27 millones de negros fueron apartados y ultrajados durante décadas por un régimen que representaba a 3 millones de blancos. No lo hizo. Venció al odio. Supo perdonar.
En sus cinco años de mandato, Mandela sentó cátedra de su magnificencia política. Su ética, honorabilidad y transparencia fue su carta de presentación. Fue socio de unos y otros, sin comprometer nunca su perspectiva política. Un señor de la diplomacia y el respeto al prójimo.
Su gran amigo en el continente americano, Fidel Castro, jubilado del poder, también pudiese sacar lecciones en limpio del proceder de Mandela.
Nadie puede dudar de la sincera amistad que unió a Castro con Madiba. Meses después de salir de la cárcel, en julio de 1991, visitó Cuba. La batalla de Cuito Cuanavale, donde tropas cubanas y angolanas destrozaron a varias columnas sudafricanas, fue la estocada final al oprobioso régimen del apartheid.
Pero donde en nada se parecen los dos estadistas es en los métodos de lograr una armonía nacional. Si Fidel Castro hubiera sido como Nelson Mandela, hace tiempo se hubiera sentado en la mesa a negociar con sus adversarios políticos.
Primero hubiese charlado con la disidencia. Luego con la Casa Blanca. Si Mandela hubiera sido Castro, el embargo sería historia antigua. Esa capacidad de Mandela de adaptarse a los nuevos tiempos y convivir con reglas democráticas no la tiene el líder cubano.
Castro I sigue pensando como un fósil de la Guerra Fría. La disidencia actual también debiese tomar nota de la actitud y estrategias de Mandela.
Si Madiba hubiera sido líder de la oposición en la isla, además de enviar mensajes al mundo denunciando las violaciones de los derechos humanos, y después de analizar la situación interna, hubiera apostado por un mayor y mejor trabajo de proselitismo social y político dentro de barrios y comunidades.
¿Qué no podría haber realizado un tipo como Mandela, si al platicar con la gente de a pie se hubiera dado cuenta que 8 de cada 10 cubanos están cansados y disgustados del añejo gobierno y mala gestión económica de los Castro?
En Cuba hubiésemos necesitado un Nelson Mandela. Sus preceptos debieran escribirse en letras góticas. Y los devaluados políticos criollos, o aspirantes a serlos, leerlos una vez a la semana. Como si fuese una Biblia.
Si el fabuloso cuarteto de Liverpool revolucionó la música, y una mañana de 1928 el científico escocés Alexander Fleming descubrió la penicilina, que definitivamente frenó las pandemias mortales, Madiba deja como herencia una clase magistral de cómo hacer política en tiempos difíciles.
Los estadistas actuales debiesen tomar nota. Ante los titubeos y debilidades de Obama, que no quiere, no sabe o no puede lidiar con un Congreso hostil y desbordado por el espionaje de sus servicios especiales en todo el planeta, la pésima administración de Mariano Rajoy en España o un autócrata de cuño como el sirio Bashar al-Assad que sigue masacrando a su pueblo, cada hombre de Estado que se respete, debiese aprender de las estrategias políticas de Nelson Mandela.
Mandela no fue perfecto. Fue etiquetado de comunista y revoltoso y hasta 2008 el FBI lo tuvo en su lista de 'terroristas'. Pero supo maniobrar en las aguas turbulentas de una nación donde imperaba el racismo de Estado, las intrigas de su partido -Congreso Nacional Africano-, y lograr el milagro de la unidad nacional en Sudáfrica.
La colosal gestión comenzó en la cárcel. Desde una celda en la prisión de Robben, donde por 27 años estuvo tras las rejas, cuando en 1994 Madiba llegó a la presidencia entendió que en las condiciones de fragilidad política, su misión consistía en que todos se vieran representados en el primer gobierno democrático de su país.
Fue un presidente para todos los sudafricanos. No solo para sus partidarios. Pudo tomar revancha. Contaba con la mayoría. Controlaba todo los hilos del poder que le hubieran permitido polarizar a la sociedad y adoptar estrategias de represalias, en nombre de la justicia de su pueblo, donde una mayoría de 27 millones de negros fueron apartados y ultrajados durante décadas por un régimen que representaba a 3 millones de blancos. No lo hizo. Venció al odio. Supo perdonar.
En sus cinco años de mandato, Mandela sentó cátedra de su magnificencia política. Su ética, honorabilidad y transparencia fue su carta de presentación. Fue socio de unos y otros, sin comprometer nunca su perspectiva política. Un señor de la diplomacia y el respeto al prójimo.
Su gran amigo en el continente americano, Fidel Castro, jubilado del poder, también pudiese sacar lecciones en limpio del proceder de Mandela.
Nadie puede dudar de la sincera amistad que unió a Castro con Madiba. Meses después de salir de la cárcel, en julio de 1991, visitó Cuba. La batalla de Cuito Cuanavale, donde tropas cubanas y angolanas destrozaron a varias columnas sudafricanas, fue la estocada final al oprobioso régimen del apartheid.
Pero donde en nada se parecen los dos estadistas es en los métodos de lograr una armonía nacional. Si Fidel Castro hubiera sido como Nelson Mandela, hace tiempo se hubiera sentado en la mesa a negociar con sus adversarios políticos.
Primero hubiese charlado con la disidencia. Luego con la Casa Blanca. Si Mandela hubiera sido Castro, el embargo sería historia antigua. Esa capacidad de Mandela de adaptarse a los nuevos tiempos y convivir con reglas democráticas no la tiene el líder cubano.
Castro I sigue pensando como un fósil de la Guerra Fría. La disidencia actual también debiese tomar nota de la actitud y estrategias de Mandela.
Si Madiba hubiera sido líder de la oposición en la isla, además de enviar mensajes al mundo denunciando las violaciones de los derechos humanos, y después de analizar la situación interna, hubiera apostado por un mayor y mejor trabajo de proselitismo social y político dentro de barrios y comunidades.
¿Qué no podría haber realizado un tipo como Mandela, si al platicar con la gente de a pie se hubiera dado cuenta que 8 de cada 10 cubanos están cansados y disgustados del añejo gobierno y mala gestión económica de los Castro?
En Cuba hubiésemos necesitado un Nelson Mandela. Sus preceptos debieran escribirse en letras góticas. Y los devaluados políticos criollos, o aspirantes a serlos, leerlos una vez a la semana. Como si fuese una Biblia.