Ya comienzan a soplar los vientos que traerán las elecciones y, como siempre, los políticos deben politiquear. Por ello, entiendo que la tan manida frase "no hacer negocios con los hermanos Castro" sirva como edulcorante para el café de algunos pocos y como estimulante para la pasión de otros.
Pero es una locución demodé, incontextual y de bajo perfil instrumental. Primero, porque Fidel Castro ya no existe, se encuentra unemployed, sin poder y encerrado, como mono de circo, que a falta de jaula lo exhiben en una cómoda poltrona.
Es más natural decir "no vamos a hacer negocios con Raúl Castro ni con su familia ni con nadie que tenga hedor a régimen dictatorial". Pero tampoco es creíble, sólo sirve como gasolina para estimular un conflicto que –como todos los conflictos, y valga la redundancia– dejará únicamente víctimas inocentes y políticos ganadores.
Antes de perder el cabello, ya yo había visto americanos y a cubanoamericanos haciendo negocios en Cuba. En 1998, quiso la casualidad que participara en el Business Summit US-Cuba, evento que se dividió entre Cancún y La Habana, al que asistieron representantes de importantes empresas estadounidenses que, algunas querían fisgonear posibilidades comerciales, y otras que, jugando por tercera, llevaban tiempo comerciando con sus homólogas cubanas.
Con esto quiero decir que, a estas alturas del juego, prohibir las exportaciones a militares cubanos, negar fondos para nuevos viajes a Cuba o para abrir la embajada de Estados Unidos en la isla, son medidas que, además de carecer de un fin real, rozan con el nihilismo político que solo beneficia a quienes llevan las riendas del poder cubano con su tradicional rigidez antidemocrática y verticalismo estatal.
Hoy, nadie puede prohibir a los granjeros norteamericanos que exporten productos a Alimport porque pertenece al MINCEX y, por añadidura, al resto de toda esa estructura social, económica, financiera, político-empresarial, institucional y nacional que tienen bajo su mando los militares cubanos.
Resulta ingenuo pensar que los ciudadanos norteamericanos –y, por supuesto, también los cubanos– no continuarán incrementando el flujo de sus viajes a Cuba. Ahora lo hacen, y si las cosas continúan por donde van, mañana viajarán muchos más, ya sea por terceros países o usando como argumento los motivos culturales, religiosos y otros tantos que integran la socorrida falacia del bla, bla, bla.
El Gobierno cubano usará este grupo de medidas para reactivar su sempiterna y efectiva campaña de "boicot enemigo"; para reajustar la hueste y para –basándose en el criterio de que la democracia y los Derechos Humanos son modificables en dependencia del momento histórico y entorno político– justificar ante el mundo el predominio que ejerce un Estado que, en actitud defensiva, se ve forzado a reprimir.
Existen otras medidas que, sin tanto efecto electoral, serían mucho más eficaces. Por ejemplo, prohibir el otorgamiento de visas estadounidenses a altos oficiales militares o funcionarios de alto nivel del Partido Comunista de Cuba me parece insuficiente; para que sea efectiva, deberían extenderla a todos los familiares de dirigentes cubanos que con dinero del Gobierno, o mal habido, se forman en universidades y/o prestigiosos centros de estudios de Estados Unidos; a esos amigos y familiares de la cúpula de poder cubana que con propósitos precisos invierten y/o hacen negocios en Estados Unidos. También sería efectivo, aunque poco popular, revisar la ley de ajuste y el plan para refugiados de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba.
Usted puede disentir, lo invito, solo trate de no cubrir con un manto partidista lo que escribo.