El autor describe los peligros de un mundo donde el papel tradicional es sustituido por otro cuyo nombre celebra.
La existencia del papel de piedra debería provocar asombro, si no por el propio papel, sí por su nombre, que reconcilia lo más ligero con lo más pesado; lo más delicado, con lo más áspero y duro. Pero nadie celebra y destaca el hallazgo, nadie pregunta a los taiwaneses que obtuvieron la patente del nuevo papel en las postrimerías del siglo XX, y lo fabrican y distribuyen, quién lo bautizó, ignorando que en su nombramiento, y no en su utilidad --acaso nula si se le compara con sus inconveniencias--, radica el mayor de sus méritos.
Si todo lo que existe gozara de un apelativo que lejos de realzar su singularidad acercara a los contrarios, la mayoría de las calamidades que sufre la humanidad desaparecería por virtud de esa magia simpática, de ese acercamiento de lo presuntamente hostil entre sí, generando una identificación de lo más diverso: nacionalidades, ideologías, religiones, razas, especies; generando un reconocimiento mutuo donde el abismo en torno a cada criatura y cada cosa fuera sólo una preposición al estilo de esa “de” que amista al papel y la piedra, que tiende un puente entre ambos, un puente colgadizo que, a mitad de camino, recuerda las manos agarradas de una pareja que pasea.
El nombre feliz me entusiasma al punto de que no ceso de escribirlo, papel de piedra, como si escribiéndolo alertara de su encanto, ganara adeptos para una causa mayor. Ni ceso de hallar razones para contrastar ese nombre con el material que designa, cuyo éxito, paradójicamente, pudiera redundar en perjuicio del papel tradicional y en amenaza para el mundo.
Es raro que las cosas y los hombres
se muestren a la altura de sus nombres.
Un pañuelo de papel de piedra desposeerá, erosionándoselos, de labio superior y nariz al alérgico, y de párpados y mejillas a la dama obcecada en quitarse el maquillaje con él.
Los labios inferiores y las barbillas serán pasto de la servilleta de papel de piedra; las manos, pasto del papel toalla (y piedra, también).
Un papel moneda de papel de piedra atragantará a los cajeros automáticos y, exfoliando la carne y rayendo el hueso, dejará manca a la gente obstinada en amasar fortuna.
No habrá piñatas frágiles, y de precipitarse sobre los niños empeñados en apalearlas o tirar de ellas, las de papel de piedra alumbrarán más desgracias que golosinas.
Los papalotes de papel de piedra no llegarán lejos. El rabo de trapo barrerá la tierra y los gatos más jóvenes intentarán cazarlo suponiendo que Dios juega con ellos.
El papel de aluminio de papel de piedra será arma, y el papel de lija, piedra de amolar.
No existirá tallo capaz de ofrecer gallardamente la corola de una flor de papel de piedra.
El papel de arroz de papel de piedra no estará hecho de granos sino guijarros y, más que plegarse a la voluntad de la florista, le desollará los dedos.
Una lluvia de confeti de papel de piedra tendrá ímpetu de granizada y efecto de lapidación.
La serpentina desaparecerá de las grandes celebraciones. De dar en el blanco dejaría viudo al recién casado; malherido, al héroe; triste, al Año Nuevo; sin reina, al carnaval.
Las niñas que enarbolen y sacudan muñecas fabricadas con papel maché de papel de piedra lo aporrearán todo, incluso sus propias cabezas, sembrando el terror en guarderías y hogares.
Las etiquetas de papel de piedra, desprovistas de flexibilidad, dejarán de ser engomadas para ir a colgar del cuello de las botellas como instrumentos de tortura y golpear amenazadoramente el vidrio de los envases cuando éstos se transporten.
Beber a pico de botella expondrá al sediento a recibir una pedrada en el rostro. Volcar el contenido de una botella en una copa o un vaso los hará trizas.
Un papel tapiz de papel de piedra sólo servirá para silenciar las voces procedentes de otras habitaciones, atentando contra una mayor comprensión entre vecinos y entre los huéspedes de un mismo hotel. Adiós a los ruidos, tan excitantes a veces. Pero la decoración interior dejará de ser un acto superficial, desdeñado por estilos de vida más trascendentes, cuando el sentido del verbo “empapelar” abarque, gracias a la contribución de la piedra, el más hondo de “edificar”.
Chinos y japoneses vivirán a oscuras: no hay vela ni bombillo capaz de repartir su luz a través de unos faroles de papel de piedra. Los rojos, tan comunes en los burdeles, tan asiduos a la contemplación, colgarán ciegos.
El calzado de vestir envuelto en papel de piedra y atiborrado de él se estrenará arañado,
y alguno habrá
que, rota la piel,
ostente un dedo
gordo de papel.
Continuará…
Si todo lo que existe gozara de un apelativo que lejos de realzar su singularidad acercara a los contrarios, la mayoría de las calamidades que sufre la humanidad desaparecería por virtud de esa magia simpática, de ese acercamiento de lo presuntamente hostil entre sí, generando una identificación de lo más diverso: nacionalidades, ideologías, religiones, razas, especies; generando un reconocimiento mutuo donde el abismo en torno a cada criatura y cada cosa fuera sólo una preposición al estilo de esa “de” que amista al papel y la piedra, que tiende un puente entre ambos, un puente colgadizo que, a mitad de camino, recuerda las manos agarradas de una pareja que pasea.
El nombre feliz me entusiasma al punto de que no ceso de escribirlo, papel de piedra, como si escribiéndolo alertara de su encanto, ganara adeptos para una causa mayor. Ni ceso de hallar razones para contrastar ese nombre con el material que designa, cuyo éxito, paradójicamente, pudiera redundar en perjuicio del papel tradicional y en amenaza para el mundo.
Es raro que las cosas y los hombres
se muestren a la altura de sus nombres.
Un pañuelo de papel de piedra desposeerá, erosionándoselos, de labio superior y nariz al alérgico, y de párpados y mejillas a la dama obcecada en quitarse el maquillaje con él.
Los labios inferiores y las barbillas serán pasto de la servilleta de papel de piedra; las manos, pasto del papel toalla (y piedra, también).
Un papel moneda de papel de piedra atragantará a los cajeros automáticos y, exfoliando la carne y rayendo el hueso, dejará manca a la gente obstinada en amasar fortuna.
No habrá piñatas frágiles, y de precipitarse sobre los niños empeñados en apalearlas o tirar de ellas, las de papel de piedra alumbrarán más desgracias que golosinas.
Los papalotes de papel de piedra no llegarán lejos. El rabo de trapo barrerá la tierra y los gatos más jóvenes intentarán cazarlo suponiendo que Dios juega con ellos.
El papel de aluminio de papel de piedra será arma, y el papel de lija, piedra de amolar.
No existirá tallo capaz de ofrecer gallardamente la corola de una flor de papel de piedra.
El papel de arroz de papel de piedra no estará hecho de granos sino guijarros y, más que plegarse a la voluntad de la florista, le desollará los dedos.
Una lluvia de confeti de papel de piedra tendrá ímpetu de granizada y efecto de lapidación.
La serpentina desaparecerá de las grandes celebraciones. De dar en el blanco dejaría viudo al recién casado; malherido, al héroe; triste, al Año Nuevo; sin reina, al carnaval.
Las niñas que enarbolen y sacudan muñecas fabricadas con papel maché de papel de piedra lo aporrearán todo, incluso sus propias cabezas, sembrando el terror en guarderías y hogares.
Las etiquetas de papel de piedra, desprovistas de flexibilidad, dejarán de ser engomadas para ir a colgar del cuello de las botellas como instrumentos de tortura y golpear amenazadoramente el vidrio de los envases cuando éstos se transporten.
Beber a pico de botella expondrá al sediento a recibir una pedrada en el rostro. Volcar el contenido de una botella en una copa o un vaso los hará trizas.
Un papel tapiz de papel de piedra sólo servirá para silenciar las voces procedentes de otras habitaciones, atentando contra una mayor comprensión entre vecinos y entre los huéspedes de un mismo hotel. Adiós a los ruidos, tan excitantes a veces. Pero la decoración interior dejará de ser un acto superficial, desdeñado por estilos de vida más trascendentes, cuando el sentido del verbo “empapelar” abarque, gracias a la contribución de la piedra, el más hondo de “edificar”.
Chinos y japoneses vivirán a oscuras: no hay vela ni bombillo capaz de repartir su luz a través de unos faroles de papel de piedra. Los rojos, tan comunes en los burdeles, tan asiduos a la contemplación, colgarán ciegos.
El calzado de vestir envuelto en papel de piedra y atiborrado de él se estrenará arañado,
y alguno habrá
que, rota la piel,
ostente un dedo
gordo de papel.
Continuará…