Es mucha mujer esta mujer

Gertrudis Gómez de Avellaneda no tuvo miedo a la grandeza.

Un renombrado y respetado crítico literario español, Manuel Bretón de los Herreros, dijo respecto a Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga algo que ha devenido lugar común a la hora de hablar de la autora: "Es mucho hombre esta mujer".

Para colmo ese grande que fue José Martí, grandeza que no impidió que algunos de su virilidad dudasen, se atrevió a decir de la escritora camagüeyana: “No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tenían las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante (...) Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más fuerte que él; su pesar era una roca...”

Estuvieron errados Bretón y Martí respecto a Gertrudis Gómez de Avellaneda, alias Tula, alias La Peregrina, nacida en Puerto Príncipe en 23 de marzo de 1814, porque la verdad es que no parece haber mucho de hombruno en esta hembra, más bien habría que decir que era mucha mujer esta mujer, mujer cabal, total, absoluta, hembra entera, arriba y abajo, por delante y por detrás, en lo físico y en lo espiritual. Porque, paradójicamente, ella encarna como pocas mujeres el arquetipo que los hombres (los hombres y las féminas) han adorado, deseado, temido y execrado a lo largo de la extensa noche de los siglos como divinidades milagrosas en las figuras de Astarté, Artemisa, Atenea, Afrodita, Hestia, Diana, Minerva, Vesta, Venus, Hera, Deméter, Perséfone, Juno, Ceres, Koré, Yemanyá, Olokum, Oshun y la Virgen María, del Oriente al Occidente, pasando por África, de lo oscuro a lo luminoso, de lo erótico a lo heroico, de lo celestial a lo infernal, de lo orgiástico a lo virginal. Ella encarna a la perfección, y a la imperfección también, lo femenino eterno que, por otro lado, la autora cubana, española y universal, supo eficazmente expresar y convertir en lo característico, definitorio de su arte, y que viene además a convertirla en inmortal, no ya en las letras iberoamericanas decimonónicas, como se ha dicho, sino en las letras de cualquier país y época. Para decirlo en las palabras exactas de Don Marcelino Menéndez y Pelayo, la Avellaneda “es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina”.

Lo que pasa es que quizá Bretón y Martí, y muchos otros, no supieron o no quisieron saber que (en el caso de Martí podría no ser demasiado arriesgado asegurar que sí sabía pero que, por motivaciones probablemente ideológicas, escogió desfavorecerla con un comentario que sabría efectivo, como de hecho lo fue, a ojos de la “chusma diligente”) para arribar a ser mujer absoluta la autora tendría que, como en el mandala, acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, quiere decir, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, incorporar lo masculino: lo masculino no como músculo, sino como mente y, claro, como espíritu. La eterna ley de los opuestos que no sólo se complemetan, sino que se sostienen. El árbol que alza sus ramas al cielo, hunde sus raíces en el infierno. Cada sabio con su satán. Cada Cristo con su Anticristo. Cada vida con su muerte. El muerto pare al santo, aseguran los sacerdotes yorubas y llevan tal vez mucha razón en ello.

No Bretón, pero Martí fue en el plano masculino, lo que la Avellaneda en el femenino, hombre cabal, total, absoluto, varón entero, arriba y abajo, por delante y por detrás, en lo físico y en lo espiritual, y si la Avellaneda encarnó el arquetipo femenino, Martí encarnó el arquetipo masculino, del Hombre, del Homagno, como el mismo lo denomina en un poema, y tal cual la Avellaneda, Martí, para arribar a ese punto tendría que, como en el mandala, acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, quiere decir, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, que tuviese que incorporar lo femenino. No por gusto ambos fueron pródigos y desdichados en amores. No podía ser de otra forma porque dos fenómenos, dos monstruos de la especie no pueden coincidir, como no pueden coincidir dos astros en una misma órbita; bastante es ya que nacieran ambos en una misma isla y en un mismo siglo. Los astros obligados están a vagar en soledad, a proyectar su sombra, una sombra del tamaño de su luz, estrella que ilumina y mata, al decir martiano. Ni María Granados, la famosa Niña de Guatemala, ni María Mantilla o Carmen Zayas-Bazán, algunas de las mujeres de Martí, podían estar a la altura de soportar la alternancia de su luz y sombra. Ni Ignacio de Cepeda, ni Gabriel García Tassara o Domingo Verdugo, algunos de los hombres de la Avellaneda, podían estar a la altura de soportar la alternancia de su luz y sombra. Martí tuvo un hijo que casi nunca vio. La Avellaneda tuvo una hija que antes de llegar al año murió.

La propia escritora en carta a Cepeda, que se ha conocido como su autobiografía, confiesa: "… yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa". Lo que aplicaría también a la vida de José Julián Martí Pérez, cuya obra por demás sobra de alusiones a la muerte, el dolor y el sacrificio.

La verdad podría ser que Tula no fue muchas de las cosas con que la posteridad, interesadamente, la ha premiado. No sería una activista antiesclavista ni, mucho menos, una precursora del feminismo como muchos nos quieren hacer ver. Su novela Sab resulta por su tema, evidentemente, antiesclavista, la primera antiesclavista de nuestro ámbito, aunque, al decir del erudito Max Henríquez Ureña, el propósito que la animó a escribirla no fue precisamente el de librar una campaña abolicionista, ni mucho menos, sino el de dar vida, en una narración sentimental, a cuadros y escenas basados en los recuerdos de su Camagüey natal. Si eso ayudó, como se ha afirmado, a incentivar el pensamiento abolicionista entre los intelectuales isleños de su tiempo, ¡felicidades!, pero no era lo que buscaba. Lo que buscaba, como todo buen prosista, era crear un personaje creíble en circunstancias creíbles. Por otra parte si su trato con los hombres, sexual y sentimental, resultó ciertamente liberal, rebelde y desenfadado para su pacato tiempo. No hay en ello, ni por asomo, nada que recuerde lo que después fue el feminismo. Todo lo contrario, no había en La Peregrina el más mínimo deseo de trastocar lo que los progres llaman orden patriarcal. Lo que si había, y mucho, es el deseo de la búsqueda de la felicidad a toda costa y la valentía, eso sí, mucha valentía, para intentarlo una y otra vez, equivocarse una y otra vez, y arrostrar las consecuencias frente a un mundo de hombrecitos tan estúpidos e insensibles como lo fuera Tassara, al punto de que ni reconoció ni se preocupó por la suerte de la niña Brenhilde que engendrara en Gertrudis y que, ya sabemos, murió antes del año.

Cirilo Villaverde, ese otro grande, lo entendería cuando calificó a Sab no como una buena novela, ni como un alegato acerca de la opresión femenina, como tanto se ha repetido, sino como “un aporte estimable a la campaña de humanización en el trato a los esclavos”. Y fíjense que Villaverde escribe un aporte estimable a la campaña de humanización en el trato a los esclavos, no un aporte estimable a la campaña de eliminación de la esclavitud.

Quizá por ahí es que vayan los tiros de las motivaciones ideológicas que compulsaron a Martí a ser tan inusitadamente duro con la Avellaneda y al poco entusiasmo que le mostró el pensamiento progre de la isla, es decir, todo el pensamiento de la isla al menos desde la segunda mitad del XIX, al punto de que ni siquiera su amado Camagüey, ni en la República ni bajo el régimen marxista de Fidel Castro, le levantó nunca un monumento a ese orgullo no ya de la isla, sino de la lengua española de todos los tiempos. Probablemente el pecado de la Avellaneda es que nunca se sintió acomplejada, como después se puso de moda, de ser una dama, una integrante de la alta clase y una amiga del orden natural de lasa cosas. De ella el intelectual isleño Enrique José Varona dijo que la oiréis cantar a los imperios, al triunfo del cristianismo, a las fuerzas prepotentes y misteriosas de la naturaleza, que a la Avellaneda nada le mueve, sino lo que sobresale, lo que impone.

En el texto de la Avellaneda Una anécdota de la vida de Cortés se lee: “Hernán Cortés, una de las mayores figuras que puede presentar la historia; Hernán Cortés, que quizás no ha sido colocado a su natural altura (...) Hernán Cortés, tipo de su nación, en aquel tiempo en que era grande, heroica, fanática y fiera (...) Hernán Cortés, digámoslo en fin, debía tener y tuvo la suerte común a todos los genios superiores. Persiguíolo la envidia, afanóse por denigrarlo la calumnia, asecháronlo la deslealtad y la perfidia, abrigada en aquellos mimos corazones que aprendieron del suyo a no temblar jamás en tantos peligros de que reportaron juntos indestructible fama”. Lo que la Avellaneda dijo de Cortés es, inconscientemente tal vez, como si lo hubiera dicho respecto a sí misma. Como si Cortés fuera el lado masculino de la Avellaneda. Como si la Avellaneda fuera el lado femenino de Cortés, reencarnado siglos después en el Camagüey.

Ella misma confesó: "…Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase…" Luego con la Peregrina ha ocurrido al menos un triple escamoteo ideológico, el del ninguneo, tan caro a nuestra estirpe, el del ataque frontal y, el más sibilino y el que habría aborrecido más, el de asimilarla demagógicamente a la ideología que sustenta el propio opinador o estudioso avelladentino.

Pero, más allá de escamoteos al uso, más allá de todo, lo cierto es que Gertrudis Gómez de Avellaneda, muerta un primero de febrero de 1873 en Sevilla (sola, a su entierro no irían más de doce personas, medio enloquecida, medio mística, intentando comunicarse con su hija en el más allá mediante sesiones mediúmnicas), sobrepasa su tiempo y arriba a la actualidad como una de las más señeras poetas del idioma español, como la más destacada dramaturga de cualquier tiempo en la lengua cervantina y, a qué dudarlo, como una prosista de peso. Alguien que, por otro lado gozó, también de los más altos galardones de las letras de su tiempo, del favor del público y la crítica, y, por si fuera poco, de la admiración, la estima, la amistad, y quizá la envidia, de figuras de la índole de José de Espronceda, José Zorrilla, José Quintana, Juan Nicasio Gallego y Fernán Caballero.

La vigencia de la Avellaneda es de índole tal que al presente existen círculos de escritores iniciáticos que la veneran, no ya como musa sino como diosa y, si ello no fuera bastante, su soneto Al partir parece premonitorio de la pesadilla que padece el país que un día le viera nacer en la decimonónica era, un verdadero decir de denuncia sobre turbas enfierecidas y obligadas migraciones que dura más de medio siglo. Echemos pues, para finalizar y por si las dudas, una ojeada al siguiente fragmento del mencionado poema.

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! tu brillante cielo,
la noche cubre con su opaco velo
como cubre el dolor mi triste frente.

Voy a partir… La chusma diligente
para arrancarme del nativo suelo
las velas iza y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.