Considerado una de las figuras más grandes de la literatura cubana y reconocido, junto a García Márquez, Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges entre otros, parte del llamado “Boom de la Literatura Latinoamericana”, José Lezama Lima, La Habana, 1912-1976, fue grande en todos los sentidos de la palabra grande.
Cuentan quienes le conocieron que Lezama era un hombre de grandes proporciones físicas, un gran conversador, con un elevado y finísimo sentido del humor, capaz de mantener hipnotizados a quienes le escuchaban, era además un gran sibarita, un delicado gourmet, aficionado a lo que solía llamar “comidas pantagruélicas “.
Grande es el barroquismo de su obra cumbre, la novela Paradiso, una de las catedrales de la literatura iberoamericana que lo catapultara al mundo sin moverse del sillón de su casa en el Nº 56 de la calle Trocadero, en La Habana, cuya puerta, dicen, al fallecer el gran poeta, ensayista, novelista José Lezama Lima, tuvieron que desmontar de su marco para sacar el ataúd.
Grande, inmenso, atemporal, José Lezama Lima fue, como muchos de los más brillantes intelectuales cubanos de la segunda mitad del pasado siglo, sepultado en el ostracismo. Demasiado grande, demasiado culto, demasiado refinado, no cabía en la isla cautiva de los hermanos Castro.
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El hombre magnífico y suntuoso fue condenado a vivir en el “insilio”. El intelectual que conocía que conocía al dedillo la historia y la geografía del mundo sin jamás haber viajado; el asmático, el poeta alérgico al clima ramplón y prosaico que se instalara en Cuba a partir de 1959 determinó morirse, salirse de sí mismo y de la asfixiante mediocridad que pretendió acorralarlo.
La mujer y la casa
Hervías la leche, y seguías las amorosas costumbres del café.
Recorrías la casa con una medida sin desperdicios,
Cada minucia un sacramento, como una ofrenda al peso de la noche.
Todas tus horas están justificadas al pasar del comedor a la sala, donde están los retratos que gustan de tus comentarios.
Fijas la ley de todos los días y el ave dominical se entreabre con los colores del fuego y las espumas del puchero.
Cuando se rompe un vaso, es tu risa la que tintinea. El centro de la casa vuela como el punto en la línea.
En tus pesadillas, llueve interminablemente sobre la colección de matas enanas y el flamboyán subterráneo.
Si te atolondraras, el firmamento, roto, en lanzas de mármol se hecharía sobre nosotros