Un incidente tan baladí de Estambul como la supresión de un parque público se ha convertido en un reguero de disturbios antigubernamentales.
La ola de protestas desencadenada en Turquía la semana pasada tiene todas las características de un brote de descontento antigubernamental, si no fuera porque estas manifestaciones violentas en grado sumo se producen contra un Gobierno elegido tres veces seguidas por mayoría absoluta y que ha llevado al país a un bienestar sin precedentes en los últimos 40 años.
Quizá se podría comprender este contradictorio fenómeno político–al igual que la desmedida virulencia de la represión policial – al recordar que las victorias electorales del primer ministro Erdogan y su partido, el islamista AKP, se lograron ahondando en la división ideológica de la República.
En cierto modo los triunfos del AKP son fruto precisamente de la existencia de dos Turquías. Una es la de Atatürk, que a principios del siglo XX llevó a cabo la más espectacular y profunda revolución del Oriente Medio: transofrmó un sultanato musulmán, corrupto, anacrónico y con una estructura administrativa basada en la Edad Media árabe en una nación laica, moderna, democrática y europeizante. Incluso dotada, por eso mismo, a partir de la revolución de un alfabeto latino que la vinculaba aún más a Europa y la cultura del mundo occidental.
Atatürk, cuyo nombre significa “padre de los turcos”, era el general Kemal Mustafá, oriundo de la Turquía europea y aseguró sus reformas a base de incluirlas , en la Constitución y poniendo al generalato a cargo de vigilar la política del país para que perdurasen las reformas.
Pero si Atatürk logró así que “su” Turquía existiera hasta el día de hoy, no pudo curar al sultanato de la corrupción que lo siguió aquejando y, tras su muerte, los generales que detentaban poder político y los financieros y empresarios de la Turquía Occidental, se confabularon para explotar despiadadamente al país como en la época más decadente del país.
Fue la lucha contra la corrupción y el pasotismo, llevada a cabo por una nueva generación de turcos anatolios – una de las zonas tradicionalmente más atrasadas de la República –lo que generó la creación del AKP y el liderazgo de Erdogan, el auge económico gracias a un empresariado dinámico y realista. Pero esta nueva generación prefería al Islam como referente moral.
Era una segunda revolución con muchos ribetes de anti kemalismo.
Como tal revolución, Erdogan emprendió una campaña sistemática contra la prepotencia militar y sus contubernios con la banca y el gran capital. Al principio, el AKP y Erdogan se apuntaron triunfo tras triunfo porque la opinión pública estaba de su lado por “limpiar” moralmente el país -y porque Turquía estaba elevando espectacularmente su nivel de vida.
Pero lo que el AKP no logró en ningún momento fue la adhesión de todo el país, ni tampoco desmantelar totalmente el generalato. Peor aún, a medida que los triunfos electorales se sumaban, el Gobierno de Erdogan incrementaba la presión islamista y los rasgos autoritarios del régimen.
Al no lograr ni unificar el país ni eliminar el núcleo de resistencia social y política, Erdogan y su AKP pagan ahora as consecuencias de un desarrollo económico menor: la oposición aprovecha las molestias de la creciente presión religiosa para pasar al contraataque, pues ha detectado un atisbo de cambio en la opinión publica y aprovecha el apoyo económico de las altas finanzas y le estructura logística del Ejército.
De esta forma, un incidente tan baladí de Estambul como la supresión de un parque público en aras de una superficie comercial, se ha convertido en un reguero de disturbios puramente anti gubernamentales en toda la República
Quizá se podría comprender este contradictorio fenómeno político–al igual que la desmedida virulencia de la represión policial – al recordar que las victorias electorales del primer ministro Erdogan y su partido, el islamista AKP, se lograron ahondando en la división ideológica de la República.
En cierto modo los triunfos del AKP son fruto precisamente de la existencia de dos Turquías. Una es la de Atatürk, que a principios del siglo XX llevó a cabo la más espectacular y profunda revolución del Oriente Medio: transofrmó un sultanato musulmán, corrupto, anacrónico y con una estructura administrativa basada en la Edad Media árabe en una nación laica, moderna, democrática y europeizante. Incluso dotada, por eso mismo, a partir de la revolución de un alfabeto latino que la vinculaba aún más a Europa y la cultura del mundo occidental.
Atatürk, cuyo nombre significa “padre de los turcos”, era el general Kemal Mustafá, oriundo de la Turquía europea y aseguró sus reformas a base de incluirlas , en la Constitución y poniendo al generalato a cargo de vigilar la política del país para que perdurasen las reformas.
Pero si Atatürk logró así que “su” Turquía existiera hasta el día de hoy, no pudo curar al sultanato de la corrupción que lo siguió aquejando y, tras su muerte, los generales que detentaban poder político y los financieros y empresarios de la Turquía Occidental, se confabularon para explotar despiadadamente al país como en la época más decadente del país.
Fue la lucha contra la corrupción y el pasotismo, llevada a cabo por una nueva generación de turcos anatolios – una de las zonas tradicionalmente más atrasadas de la República –lo que generó la creación del AKP y el liderazgo de Erdogan, el auge económico gracias a un empresariado dinámico y realista. Pero esta nueva generación prefería al Islam como referente moral.
Era una segunda revolución con muchos ribetes de anti kemalismo.
Como tal revolución, Erdogan emprendió una campaña sistemática contra la prepotencia militar y sus contubernios con la banca y el gran capital. Al principio, el AKP y Erdogan se apuntaron triunfo tras triunfo porque la opinión pública estaba de su lado por “limpiar” moralmente el país -y porque Turquía estaba elevando espectacularmente su nivel de vida.
Pero lo que el AKP no logró en ningún momento fue la adhesión de todo el país, ni tampoco desmantelar totalmente el generalato. Peor aún, a medida que los triunfos electorales se sumaban, el Gobierno de Erdogan incrementaba la presión islamista y los rasgos autoritarios del régimen.
Al no lograr ni unificar el país ni eliminar el núcleo de resistencia social y política, Erdogan y su AKP pagan ahora as consecuencias de un desarrollo económico menor: la oposición aprovecha las molestias de la creciente presión religiosa para pasar al contraataque, pues ha detectado un atisbo de cambio en la opinión publica y aprovecha el apoyo económico de las altas finanzas y le estructura logística del Ejército.
De esta forma, un incidente tan baladí de Estambul como la supresión de un parque público en aras de una superficie comercial, se ha convertido en un reguero de disturbios puramente anti gubernamentales en toda la República