Gertrudis Gómez de Avellaneda visita la radio

Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), retrato realizado por Federico de Madrazo y Kuntz en 1857.

El autor se reencuentra con la escritora gracias a la intercesión de Mariela A. Gutiérrez

Nadie sabe para quién escribe, porque sus textos, publicados o inéditos, pueden continuar deslizándose de edición en edición o de mano en mano hasta fechas y lugares tan remotos como imprevisibles; fechas y lugares donde gracias al interés y la sensibilidad de un nuevo lector, el texto puede sacudirse el polvo y, sacudiéndoselo él, sacudírselo a su autor o autora, muertos hace siglos, hasta infundirles eso que los deportistas --y de manera especial, los corredores-- llaman un segundo aire, y que en el ámbito de la literatura puede multiplicarse ad infinitum. Homero comenzó a correr varios siglos antes de Cristo y no jadea, más bien oxigena a más de un autor actual. Moisés, presunto autor de Génesis, pudiera haber agotado el catálogo de números ordinales y haber tenido que reanudar el conteo como si acabara de escribir su libro, a partir del primer aire, por segunda vez.

Todo coleccionista de papeles y libros viejos suele imaginarse una reencarnación de quienes le precedieron en la propiedad y caricia de esos objetos; sentir lo que sintió Jorge Luis Borges cuando, ciego, deambuló entre los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Argentina y palpando los volúmenes recordó a Paul Groussac, quien muchos años antes que él, ciego también, había ocupado el cargo de director de la institución que Borges ahora ocupaba:

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

La celebración del bicentenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda trajo a Miami a Mariela A. Gutiérrez, cubana exiliada, investigadora, ensayista, conferencista, autoridad en la obra de Lydia Cabrera, estudiosa de la narrativa femenina hispanoamericana del siglo XX, autora de varios libros y residente, desde que era niña, en Canadá, donde fue jefa del departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Waterloo, es profesora y ha merecido múltiples reconocimientos. Amelia del Castillo, una amiga común, me facilitó sus señas, le extendí una invitación a recordar a la Avellaneda en el programa que realizo los fines de semana en “Radio Martí”, y Mariela, amable, aceptó la invitación.

Escuche el programa "Mi gente" dedicado a la Avellaneda

Mariela A. Gutiérrez junto a Orlando González Esteva en los estudios de Radio Martí.

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Mariela A. Gutiérrez en el programa "Mi gente" conducido por Orlando González Esteva (parte I)

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Mariela A. Gutiérrez en el programa "Mi gente" conducido por Orlando González Esteva (parte II)

La charla fue estupenda, pero no lo hubiera sido tanto si mi invitada, además de desplegar una amplia gama de conocimientos, no hubiera desbordado lo más precioso: entusiasmo por el tema en cuestión, un entusiasmo contagioso, fruto de su familiaridad con la persona y la escritura de la Avellaneda, y fruto de un deseo vivísimo de que otros –en este caso, los radioescuchas y yo— nos convirtiéramos en abanderados de una autora a quien el siglo XX no trató bien.

Escuchándola reseñar la vida de la Avellaneda, citar y comentar sus obras, evocar su época y sus triunfos, y leer algunos fragmentos de sus cartas --todo en medio de una exaltación capaz de hacer parar las orejas a micrófonos y consolas--, lo distante se volvió inmediato, algo de la fogosidad que caracterizó a la cumpleañera se espabiló en el limbo al que la posteridad la había condenado y sonrió y volvió a pasearse entre nosotros, con encanto criollo, frufrú de faldas y complicidad de abanico ducho en el arte de hacerse notar. La Avellaneda desmentía su condición de pieza de museo para desdoblarse en una mujer cuya voluptuosidad alteraba el ambiente, e iba y venía y venía por el estudio donde Mariela A. Gutiérrez y yo conversábamos como había ido de Sevilla a Madrid, de Madrid a Burdeos y de Burdeos de vuelta a sus puntos de partida, intimidando a un hombre, encandilando a otro, cerrándole los ojos a un tercero y regresando a Cuba con un cuarto, mientras su hija de meses, concebida y alumbrada fuera del matrimonio, agonizaba en una cuna y ella, sola, desafiaba a una sociedad que, aun al tanto de su condición de madre soltera, lejos de menospreciarla se inclinaba ante sus dotes de escritora.

La conversación con Mariela A. Gutiérrez me recordó hasta qué punto es indispensable que quien habla de alguien o algo y se propone crear conciencia no sólo de su importancia en determinado contexto histórico o literario sino de su vigencia, lo haga a partir de un convencimiento gozoso del valor de su causa. Nada puede enseñar quien no es un cruzado de lo que enseña. El actual desinterés por la poesía está en perfecta consonancia con la abulia de la mayoría de quienes imparten cursos para aprender a apreciarla, y con la actitud de los propios poetas, que lejos de arder y tratar de propagar el fuego hacen alarde de una displicencia que no puede engendrar sino apáticos. La poesía es un milagro y quien no lo sabe o lo ha olvidado puede, lejos de favorecerla, crear la impresión de que se trata de una realidad tan extemporánea como la idea de la Avellaneda que ha prevalecido.

Nadie sabe para quién escribe, pero puede alentar la ilusión de que algunos de sus lectores más atentos no figuren entre sus contemporáneos sino entre los lectores de un tiempo distante, y de que el fervor de esos lectores no sólo acabe por infundir nueva vida a sus escritos sino a su persona. Gertrudis Gómez de Avellaneda no puede haber imaginado que entre los suyos estaría Mariela A. Gutiérrez, una compatriota a quien su familia apartó de la isla a los seis años de edad para que creciera en una sociedad libre pero tan extraña a ambas como la canadiense: una sociedad donde descubriría su obra y se daría a la tarea de animar a otros a descubrirla o reconsiderarla.

Gertrudis Gómez de Avellaneda no puede haber imaginado que una tarde de 2014, ciento cuarenta y un años después de su muerte, Mariela A. Gutiérrez la convocaría a un lugar desconocido para los hombres y mujeres del siglo XIX, una estación de radio, y que lo haría con una impetuosidad muy similar a la suya, compeliéndola, a fuerza de admiración, a personarse. No puede haberlo imaginado. Y puede haberlo imaginado.​