Antes del partido final entre la Mannschaft y la albiceleste, Río de Janeiro fue ocupado por más de cien mil aficionados que llegaron desde la Argentina profunda, tras recorrer miles de kilómetros para ver a su equipo levantar la Copa.
Los más pudientes llenaron bares de Copacabana, Ipanema o Botafogo, bebiendo cervezas y caipirinhas con los angustiados cariocas, espantados por las inexplicables derrotas de su seleçao, reducida a cenizas por el juego demoledor de Alemania y Holanda.
Los de poca plata, plantaron sus viejos trailers en cualquier solar yermo y compartieron el mate o un trago bravo de cachaza con los brasileños de las favelas Rocinha o la tenebrosa Cidade de Deus.
Quienes tenían entradas para ver el partido en el Maracaná, sobre las camisetas de Maradona y Messi, depositaron resguardos y oraciones de la buena suerte de Ceferino Namuncurá, la Difunta Correa o Pancho Sierra.
Y, por si acaso, la cara del Papa Francisco. En este lado surrealista del mundo todo vale. Cuando no se puede ganar con fútbol, evocan a los santos, la magia negra o hasta el Che Guevara.
Toda esa tropa de apasionados hinchas cantaban su himno de guerra, intentando molestar a los cariocas. “Brasil, décime qué se siente, tener en casa a tu papá (…) A Messi lo vas ver, la Copa nos va a traer, Maradona es más grande que Pelé”.
Más ego rioplatense que análisis racional. Porque cuando usted mira el armario de trofeos brasileños y su colección de jugadores, no creo que Argentina les haga cosquillas. Pero éste era su momento. Y tenían derecho a celebrarlo a lo grande.
De la otra acera, los fans alemanes se lo tomaban con calma: sabían que desde el portero hasta el DT, tenían un equipazo soberbio. La final, claro, no iba ser un carnaval de goles, como el que le endosaron a Brasil. Pero la mayoría de las apuestas en La Habana, Paramaribo o Shanghai daban favoritos a los teutones.
Argentina había llegado hasta el Maracaná arrastrando los pies. Arribaron a Brasil con el cartel de tener la mejor delantera del mundo y una defensa de poco fiar.
Pero los papeles se invirtieron. En el primer tramo del torneo, Leo Messi anotó 4 goles y dio una asistencia de gol al cohete Ángel Di María. Luego sufrieron demasiado. El esquema táctico de Alejandro Sabella fue un corsé de plomo, que condenaba a Messi a buscar balones en la mitad de la cancha, para que después intentara la jugada del siglo... o una pincelada de dibujo animado.
Los delanteros argentinos estuvieron perdidos. Higuaín se almorzó varios goles casi cantados. El más clamoroso el domingo 13 de julio, ante Manuel Neuer. La salida del portero alemán, achicando espacio, desorientó al Pipa, que la tiró afuera.
Un delantero profesional que gana millones de dólares no debe errar esos lances. Pero, evidentemente, no era la tarde de Higuaín. Tampoco de Messi. Cuatro piques, un par de diagonales y un tiro fallado al segundo palo es insuficiente para un hombre elegido cuatro veces seguidas cómo el mejor jugador del mundo.
En el partido final, Alemania siempre fue mucho más que Argentina. Es cierto que los gauchos tuvieron dos oportunidades francas de sentenciar el encuentro, pero fueron muy pocas para un equipo que pretendía levantar la Copa.
Por fuerza y ganas, los alemanes fueron mejores. Con su toque especial recordaron a la mejor versión del tiqui-taca español en Sudáfrica. Se hicieron dueños de la Brazuca, con un 64% de posesión del balón.
La defensa argentina tapaba los huecos a lo heroico. Si Argentina llegó a la final, fue gracias al trabajo monumental de sus dos centrales, el portero y sobre todo del 'jefecito' Javier Mascherano. No estaría mal develarle una tarja de bronce en su natal San Lorenzo.
Pero cuando un equipo no propone fútbol, se esconde en su cabaña y renuncia al balón, siempre corre el riesgo de que le coloreen la cara.
Y llegó el gol alemán. Fue una jugada que no tenía pinta de trascender. André Schürrle abrió turbinas por la banda izquierda y sacó un centro vertiginoso entre los dos centrales argentinos que no tuvieron tiempo ni de pestañar.
Por ahí andaba Mario Götze que la mató con el pecho como si tuviera una almohada, y de primera, la embocó con la zurda. Y a celebrar. El portero Sergio Romero solo la vio pasar. Alemania quebró una historia negra. Jamás un equipo europeo había alzado la Copa en América. Y por tercera ocasión consecutiva una selección del viejo continente gana el título.
En el cierre del Mundial, la FIFA nos deparaba sorpresas. Neuer, con justicia, recibió el guante de oro por su labor debajo de los palos. Con diferencia, es el mejor guardameta a día de hoy.
Incomprensible el premio Fair Play a Colombia. Recuerden que su lateral derecho, Zúñiga, con una brutal embestida estuvo a punto de postrar en un sillón de ruedas a Neymar.
Otorgarle el balón de oro a Messi es otra muestra de la poca seriedad de la FIFA. ¿Qué Mundial vieron estos señores? Leo no fue mejor que el incombustible holandés Arjen Robben ni aportó más goles o juego que el colombiano James Rodríguez.
Ya sea por hábito o cinismo, a la hora de otorgar premios, la FIFA se nos está volviendo muy aburrida y previsible. O Messi o Cristiano Ronaldo. Al parecer, el resto no cuenta.