La casa de Laura, una célula de libertad

Laura Pollán Toledo, maestra y activista de derechos humanos, falleció el 14 de octubre a los 63 años de edad.

Ofrecemos una versión en español del texto Laura Pollán aparecido en The Economist, traducida por el periodista cubano Rolando Cartaya.

La casa de la calle Neptuno número 963, en Centro Habana, era pequeña, pero Laura Pollán la mantenía muy bien cuidada. Las grises baldosas del piso, con sus motivos de copos de nieve, siempre lucían recién barridas y limpias, aunque su lanudo perro, cruzado con terrier, dejaba por todas partes motas de pelo, y la puerta siempre se mantiene abierta para que de la calle -ruidosa, polvorienta, surcada por un enjambre de bicicletas-- entre un poco de aire fresco. En la sala había sillas de mimbre, con el respaldo en forma de corazón; triángulos de encaje adornaban las repisas. Allá atrás, el diminuto patio sin techo era una selva de maceteros y enredaderas, y la ropa lavada se apiñaba, colgada o cuidadosamente doblada, contra los muros de color ocre. Atisbándolo todo, el alto campanario de la Iglesia del Carmen.

Pero la casa de Laura era también una célula de libertad. En las paredes de la sala colgaban listas de nombres de presos políticos, sus fotos y un inmenso gráfico que les mostraba rompiendo las cadenas cada vez que el grupo de mujeres se anotaba un éxito. Allí se apretujaban para el Té Literario de cada mes las esposas de los confinados y sus hijas. Una vez llegó a tener en ese reducido espacio, bajo un mortecino ventilador de techo, 72 mujeres; 25 pernoctaron esa noche en casa de Laura. Venían de toda Cuba: de Pinar del Río, Santa Clara, Las Tunas, Manzanillo (allá en Oriente, donde ella había nacido); hasta de la Sierra Maestra, en cuyas montañas se había ocultado Fidel Castro para comenzar su revolución. Se reunían en su casa porque era céntrica, y tenía teléfono.

A partir de 2003, el teléfono no dejaba de sonar, y ella respondía en voz baja, sabiendo que estaba tomado. Cada llamada la terminaban con un "Ten cuidado". Frente a la puerta de la calle aparecieron reflectores y una cámara de seguridad, para complementar a los habituales "merodeadores" vestidos de paisano. Para entonces ya en la repisa de los libros había una estatuilla de Santa Rita, la patrona de los imposibles.

Todo empezó con el arresto de su marido, Héctor Maseda Gutiérrez, por "atentar contra la integridad territorial del Estado". Durante la Primavera Negra de 2003, además de él otras setenta y cuatro personas, fueron detenidas y condenadas a un promedio de 20 años de cárcel. Pollán sabía que Héctor no había hecho nada. La imagen de él que llevaba estampada en su camiseta blanca mostraba a un hombre educado, sonriente, un ingeniero con las gafas colgándole del cuello. A él le gustaba subrayar frases de los periódicos y recortar los artículos, para luego organizarlos por temas como "Política" o "Medio Ambiente". Ella suponía que él sólo estaba tratando de resaltar las contradicciones en la línea del gobierno. No hablaban mucho de eso, como tampoco intervenía mucho ella cuando venían a charlar los compañeros de Héctor en el proscrito Partido Liberal Democrático. Entonces Laura solía ??desvanecerse en la cocina, para colar café y dejar solos a los hombres.

Al final, se los llevaron. Desaparecieron de sus casas esposos, padres, hermanos. Pollán regresaba de impartir clases nocturnas cuando se encontró a 12 agentes de seguridad del Estado invadíendo su casa, y llevándose los recortes de periódicos y dos viejas máquinas de escribir. Cuando ella y Héctor trataron de despedirse, uno de los agentes se interpuso. Dos semanas más tarde, ella comenzó a reunir a las mujeres que había ido conociendo en los cuarteles de Villa Marista y en oficinas del gobierno, mientras todas buscaban noticias de sus hombres. Así surgieron las Damas de Blanco.

Las marchas por Miramar

Pollán no tenía experiencia en hacer campañas. Ella era sólo un ama de casa, una maestra, la madre de Laurita: alguien que amaba la literatura y había enseñado a leer a los campesinos en los primeros años de la revolución. Nunca había intentado nada más atrevido que eso. Rubia, llenita, de baja estatura, no estaba configurada para ser arrastrada por la policía. Lo único que quería era ver de nuevo a Héctor, y a los demás. El grupo se reunía todos los domingos en la iglesia de Santa Rita de Miramar, el distrito más exclusivo de La Habana, para rezar el rosario, oír misa, y luego caminar en silencio diez cuadras por la Quinta Avenida, entre los canteros y bajo las palmas. Vestían de blanco, el color símbolo de la pureza, y portaban gladiolos, uno cada una.

Luego entró en juego la política. Al finalizar cada marcha, las mujeres coreaban "¡Libertad!", para sus hombres y para toda Cuba. Dejaban caer lápices con la inscripción "Derechos Humanos", por un lado, y "Damas de Blanco", por el otro, con la esperanza de que la gente los fuera recogiendo. Sus enemigos les llamaron "mercenarias" y "Damas de Verde", aludiendo a que estaban en la nómina de los Estados Unidos. Pollán tuvo que admitir que sí recibían, para sus hombres presos, dólares americanos y paquetes enviados de Estados Unidos. Turbas de choque integradas por mujeres eran transportadas especialmente en autobuses para atacarlas, golpearlas y arrancarles el cabello. Pollán luchó con lo mejor que tenía: cuando un hombre la llamó una vez "P…", ella le tiró en la cara sus gladiolos. Durante una de estas refriegas, en septiembre pasado, fue lanzada contra una pared. El impacto podría haber desencadenado los problemas respiratorios que la mataron.

Para entonces, los 75 presos por los que habían venido abogando habían sido liberados; la mayoría, con la mediación de la Iglesia Católica y el gobierno de España; unos veinte, por sus propios esfuerzos. Héctor fue excarcelado, demacrado y flaco, en febrero pasado. El número de Damas se redujo a unas 15; su misión parecía haber concluido. Pero no para Laura. Mientras existieran las leyes que podían volver a llenar las prisiones, sus Damas tenían que seguir marchando. Mientras Cuba no fuera libre, ella seguiría sentándose frente a su computadora, con la puerta de la calle abierta y el perrito tendido a su lado en las baldosas grises; atenta al teléfono; lista para partir hacia Santa Rita, bajo un mortecino ventilador batiendo a bajas revoluciones el aire sofocante de Centro Habana.