Dos emociones dominan la mente de los seres humanos y ninguna de ellas es el amor, como hemos aprendido a creer. La culpabilidad y el miedo controlan la mayor parte de nuestros actos, nuestras relaciones y manifestaciones también.
Es por esa fisura en nuestra personalidad por la que nos convertimos en manipulables, mani- puladores, inseguros, mendicantes, fatalistas… ignorantes de los derechos y el Poder con los que fuimos dotados desde el instante mismo de nuestra creación.
Inseparables, la culpabilidad y el miedo han engendrado sus criaturas, entre ellas, dependencia, fatalismo, victimización, resenti- miento y desidia –esa tenebrosa sensación de que no valemos nada y el “¿total, para qué?” impregnada en nuestra memoria genética y que además, cuenta con todo un cuerpo teórico materializado en la pseudo-filosofía del refranero popular, por ejemplo: “Del lobo, un pelo”, “Más vale pájaro en mano que cientos volando” y mi preferida: “Más vale malo conocido que bueno por conocer.” Aquí, si pudiera, escribiría una carcajada porque todo ese andamiaje ha sido fabricado para esconder el más grande de nuestros miedos, nombrado por el sociólogo y filósofo alemán Erich Fromm como: El miedo a la Libertad, ese es el trono en el que ayudamos a sentarse a los dictadores y a los tiranos que nos flagelan; es por eso que depositamos nuestros destinos en manos de otros para que decidan nuestras vidas o, mejor dicho, nuestra manera de estar, literalmente, muertos en vida.
En la creencia de que “otro” debe ser el encargado de “darte”, ya sea de comer, de vestir, dónde vivir, etc., radica el eje de la mayor parte de todos nuestros males.
La renuencia a aceptar nuestra responsabilidad sobre nosotros mismos, porque nos parece más fácil que “otro” decida y se equivoque por nosotros, es la trampa en la que caemos como caen los ratones en las ratoneras, porque ignoran por qué el queso es gratis.