Muchos dirigentes, impulsados por el lógico sobresalto de verse reflejados, o por el oscuro placer de conocer lo que se dice de sus colegas políticos, se convertían en radioescuchas habituales.
Las ondas hertzianas de Radio Martí llegaron al éter cubano el 20 de mayo de 1985. Ese lunes, quedó desconfigurado el escenario radial de la isla. Hoy quiero contar la misma historia desde otra perspectiva.
Fidel Castro, el hombre del orgullo anclado al uniforme militar, detestaba las sorpresas y por eso, mucho antes del día que la senadora Paula Hawkins presentara el anteproyecto de ley, ya había ordenado a sus más leales oídos, dentro y fuera de los Estados Unidos, obtener datos e información sobre lo que luego devino en suceso. Y paralelamente en tiempo, ubicó un ejército invisible que, como las esporas del moho, permanecían al acecho esperando la oportunidad para actuar.
La Habana se convirtió en otro campo de batallas, donde el líder deseoso de un conflicto, estaba más excitado que un ególatra paseando por un laberinto de espejos.
Con mañas de estratega y pataleta de víctima sodomizada, organizó una comisión de picapleitos que, sin carencias de recursos, hicieran ver las trasmisiones como flagrante violación del derecho internacional y no como un simple servicio radial, alternativo e informativo, dirigido hacia una población que, de no querer escuchar, podían cambiar el dial.
En las afueras de La Habana, y con ayuda de Moscú, se creó un centro soterrado en San José, desde donde se trasmitiría una suerte de señal rebelde con amplia programación dirigida hacia los Estados Unidos; pero esta Radio Respuesta no sirvió más que para enviar a sus espías información encriptada. Su espantosa programación carecía de atractivo y sus ocultos pregoneros demostraron ser “Don Nadies” con más apego al dinero que al sentido de la ideología.
Para entonces y ya sea por novedad o porque los cubanos somos como esponjas receptivas expuestas a la adrenalina que provoca lo prohibido, lo diferente, más la avidez de información y la satisfacción de curiosidad Radio Martí ganaba espacio dentro de los hogares cubanos.
Tal dato quedó demostrado en un viejo estudio encargado por el DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria) a un selecto grupo de sociólogos y profesores de la Universidad de La Habana.
De todo se podía escuchar por los oscuros pasillos de un hermético Comité Central que tomaba peptobismol, Radio Martí desmitificaba la imagen de sus dirigentes y la de su Comandante en Jefe. Había entonces que sancionar a todo aquel que lo escuchara. Ahí, justo ahí comenzó el gran problema porque muchos dirigentes, impulsados por el lógico sobresalto de verse reflejados, o por el oscuro placer de conocer lo que se dice de sus colegas políticos, se convertían en radioescuchas habituales.
El ejemplo más cercano, fue mi propio padre que, aunque resulte inverosímil, era un ferviente seguidor de la emisora prohibida, por eso cuando envejeció y perdió capacidad auditiva, escuchaba Radio Martí a tal volumen que, por decisión de la más alta dirección del país se ordenó que sus escoltas tomaran distancia cuando esto ocurría y así evitar el oír noticias que podían socavar la integridad de un revolucionario.
Pero historia antigua a un lado y con vistas al futuro, creo que hoy Radio Martí tiene una enorme tarea; la de ser el empujón que, como pueblo, nos ayude a decidir si seguir con la confrontación y todo lo que ello conlleva; o comenzar a curar las heridas de nuestra Nación para fundar un nuevo país sobre las bases del respeto a la diversidad, a la justicia, la felicidad y la imparcialidad.
Fidel Castro, el hombre del orgullo anclado al uniforme militar, detestaba las sorpresas y por eso, mucho antes del día que la senadora Paula Hawkins presentara el anteproyecto de ley, ya había ordenado a sus más leales oídos, dentro y fuera de los Estados Unidos, obtener datos e información sobre lo que luego devino en suceso. Y paralelamente en tiempo, ubicó un ejército invisible que, como las esporas del moho, permanecían al acecho esperando la oportunidad para actuar.
La Habana se convirtió en otro campo de batallas, donde el líder deseoso de un conflicto, estaba más excitado que un ególatra paseando por un laberinto de espejos.
Con mañas de estratega y pataleta de víctima sodomizada, organizó una comisión de picapleitos que, sin carencias de recursos, hicieran ver las trasmisiones como flagrante violación del derecho internacional y no como un simple servicio radial, alternativo e informativo, dirigido hacia una población que, de no querer escuchar, podían cambiar el dial.
En las afueras de La Habana, y con ayuda de Moscú, se creó un centro soterrado en San José, desde donde se trasmitiría una suerte de señal rebelde con amplia programación dirigida hacia los Estados Unidos; pero esta Radio Respuesta no sirvió más que para enviar a sus espías información encriptada. Su espantosa programación carecía de atractivo y sus ocultos pregoneros demostraron ser “Don Nadies” con más apego al dinero que al sentido de la ideología.
Para entonces y ya sea por novedad o porque los cubanos somos como esponjas receptivas expuestas a la adrenalina que provoca lo prohibido, lo diferente, más la avidez de información y la satisfacción de curiosidad Radio Martí ganaba espacio dentro de los hogares cubanos.
Tal dato quedó demostrado en un viejo estudio encargado por el DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria) a un selecto grupo de sociólogos y profesores de la Universidad de La Habana.
De todo se podía escuchar por los oscuros pasillos de un hermético Comité Central que tomaba peptobismol, Radio Martí desmitificaba la imagen de sus dirigentes y la de su Comandante en Jefe. Había entonces que sancionar a todo aquel que lo escuchara. Ahí, justo ahí comenzó el gran problema porque muchos dirigentes, impulsados por el lógico sobresalto de verse reflejados, o por el oscuro placer de conocer lo que se dice de sus colegas políticos, se convertían en radioescuchas habituales.
El ejemplo más cercano, fue mi propio padre que, aunque resulte inverosímil, era un ferviente seguidor de la emisora prohibida, por eso cuando envejeció y perdió capacidad auditiva, escuchaba Radio Martí a tal volumen que, por decisión de la más alta dirección del país se ordenó que sus escoltas tomaran distancia cuando esto ocurría y así evitar el oír noticias que podían socavar la integridad de un revolucionario.
Pero historia antigua a un lado y con vistas al futuro, creo que hoy Radio Martí tiene una enorme tarea; la de ser el empujón que, como pueblo, nos ayude a decidir si seguir con la confrontación y todo lo que ello conlleva; o comenzar a curar las heridas de nuestra Nación para fundar un nuevo país sobre las bases del respeto a la diversidad, a la justicia, la felicidad y la imparcialidad.