Los socios de los clubes y sus fans no son espectadores mudos. Con sus gastos en los estadios, desde el parqueo del auto hasta la compra de camisetas, ellos contribuyen a que los inversores recuperen el dinero y obtengan ganancias.
El manager venezolano Ozzie Guillén tiene conectado el cerebro con la lengua. No posee embrague. Guillén, un DT que sabe lo que es ganar una corona en la mejor liga de béisbol del mundo, ha provocado encendidas polémicas por una entrevista publicada en la revista Time.
Más allá de sus opiniones y su idolatría por el autócrata Fidel Castro, o su admiración por el presidente de su país Hugo Chávez, lo cual es legítimo, pues entra en el campo de las libertades individuales, el actual director de los Marlins de Miami olvida algunas lecciones importantes.
Ozzie debiese tener presente las pautas que marcan el negocio del deporte rentado. Hacer caja y no incordiar a una comunidad de contribuyentes y fanáticos que pagan entre los 20 y 100 dólares por una entrada para ver jugar a su novena en el Marlins Park, un superestadio de 37 mil asientos, recientemente inaugurado. En el mismo corazón de Miami, en el centro de la Pequeña Habana.
Las declaraciones del venezolano despertaron la irritación de un amplio sector de emigrados cubanos que se marcharon de su patria precisamente porque los Castro niegan esa libertad de expresión de la cual goza Guillén en Estados Unidos.
El deporte moderno es un complicado entramado de holdings e inversionistas que permiten desembolsar cifras millonarias para pagar los cheques de las grandes estrellas beisboleras. Los socios de los clubes y sus fans no son espectadores mudos. Con sus gastos en los estadios, desde el parqueo del auto hasta la compra de camisetas, ellos contribuyen a que los inversores recuperen el dinero y obtengan ganancias.
En el siglo 21, el deporte no ya no es sinónimo de récordes y jugadas extraordinarias, como los jonrones de Albert Pujol o goles de un mago como Lionel Messi. Va más allá. Hoy es una industria aceitada que además de alegría a sus seguidores, genera utilidades a los dueños de clubes. De nada vale ganar un anillo de una Serie Mundial en Estados Unidos o levantar el trofeo de la Champions League en Europa, si las arcas están raquíticas.
Un manager responsable debe velar por ese equilibrio. Desgraciadamente, no siempre quienes están detrás los negocios deportivos son tipos simpáticos. Para nada. En ese mundo hay de todo. Magnates rusos con pinta de mafiosos, jeques árabes autocráticos y empresarios que manejan dinero sucio, bien del narcotráfico o las ventas de armas, y aprovechan el deporte para blanquearlo.
Si le echamos un vistazo a la liga de fútbol inglesa o española veremos que el dueño del Málaga es un sultán árabe. Abramovich, un señor de reputación dudosa, envuelto en escándalos y juicios, y que ha amansado millones de dólares con el cuchillo entre los dientes y las Kalasnikov a la espalda, es propietario del Chelsea.
Y el Barcelona, con ese fútbol que enamora, es patrocinado por una fundación de Qatar, un país que está lejos de ser una democracia. Es el precio a pagar para que el deporte moderno funcione y sea rentable.
Incluso el poderoso Real Madrid planea inversiones de lujo en Qatar. Sumidos por la letal crisis económica que afecta a España, los clubes chicos se desmoronan debido a las deudas y sus jugadores pasan meses sin recibir un duro.
Pep Guardiola, considerado uno de los mejores DT del mundo, se centra en los temas deportivos y se calla sus opiniones sobre las dictaduras y faltas de libertades en las monarquías del Oriente Próximo.
Incluso, a ratos, hace declaraciones diplomáticas, elogiando el estado de cosas en otros clubes. ¿Son ésas las verdaderas opiniones de Guardiola? ¿Por lo bajo el DT del Barça detesta a tipos como Abramovich? Pudiera ser. O no. Lo que importa es generar dinero y jugar a estadios llenos.
Si hay un país donde el deporte es un negocio es en Estados Unidos. Pero una de las máximas de los estadounidenses es respetar a su gente y su comunidad.
Ya hace unos años, cuando dirigía los Medias Blancas de Chicago, Guillen desató la polémica, al declarar que los afroamericanos eran una partida de vagos.
Lo dijo sin mirar a su alrededor. Obviando que conducía a una novena repleta de prietos “perezosos” que lo llevaron en volandas a la corona. Despreciando a la numerosa población negra que habita en la ciudad de los vientos.
Aunque es mestizo, Ozzie pudiera ser racista. No existe ninguna ley que obligue a las personas a querer a otras razas. Pero sí existen leyes que obligan a respetar a los seres humanos independientemente de su color, sexo o nacionalidad.
Ahora vuelve Guillen a soltar la liebre. Su proceder me recordó que en Cuba, cuando un deportista gana una medalla en citas de nivel, casi de oficio, antes que dedicarla a su novia o a la familia, debe repetir la muletilla “Gracias a la revolución”, y dedicársela al 'comandante en jefe'.
Los atletas cubanos actúan por reflejo condicionado tras 53 años de un solo discurso. En el fondo, casi ninguno profesa grandes simpatías por sus líderes. Aunque existe una diferencia. Ozzie Guillén lo hace de forma voluntaria.
Más allá de sus opiniones y su idolatría por el autócrata Fidel Castro, o su admiración por el presidente de su país Hugo Chávez, lo cual es legítimo, pues entra en el campo de las libertades individuales, el actual director de los Marlins de Miami olvida algunas lecciones importantes.
Ozzie debiese tener presente las pautas que marcan el negocio del deporte rentado. Hacer caja y no incordiar a una comunidad de contribuyentes y fanáticos que pagan entre los 20 y 100 dólares por una entrada para ver jugar a su novena en el Marlins Park, un superestadio de 37 mil asientos, recientemente inaugurado. En el mismo corazón de Miami, en el centro de la Pequeña Habana.
Las declaraciones del venezolano despertaron la irritación de un amplio sector de emigrados cubanos que se marcharon de su patria precisamente porque los Castro niegan esa libertad de expresión de la cual goza Guillén en Estados Unidos.
El deporte moderno es un complicado entramado de holdings e inversionistas que permiten desembolsar cifras millonarias para pagar los cheques de las grandes estrellas beisboleras. Los socios de los clubes y sus fans no son espectadores mudos. Con sus gastos en los estadios, desde el parqueo del auto hasta la compra de camisetas, ellos contribuyen a que los inversores recuperen el dinero y obtengan ganancias.
En el siglo 21, el deporte no ya no es sinónimo de récordes y jugadas extraordinarias, como los jonrones de Albert Pujol o goles de un mago como Lionel Messi. Va más allá. Hoy es una industria aceitada que además de alegría a sus seguidores, genera utilidades a los dueños de clubes. De nada vale ganar un anillo de una Serie Mundial en Estados Unidos o levantar el trofeo de la Champions League en Europa, si las arcas están raquíticas.
Un manager responsable debe velar por ese equilibrio. Desgraciadamente, no siempre quienes están detrás los negocios deportivos son tipos simpáticos. Para nada. En ese mundo hay de todo. Magnates rusos con pinta de mafiosos, jeques árabes autocráticos y empresarios que manejan dinero sucio, bien del narcotráfico o las ventas de armas, y aprovechan el deporte para blanquearlo.
Si le echamos un vistazo a la liga de fútbol inglesa o española veremos que el dueño del Málaga es un sultán árabe. Abramovich, un señor de reputación dudosa, envuelto en escándalos y juicios, y que ha amansado millones de dólares con el cuchillo entre los dientes y las Kalasnikov a la espalda, es propietario del Chelsea.
Y el Barcelona, con ese fútbol que enamora, es patrocinado por una fundación de Qatar, un país que está lejos de ser una democracia. Es el precio a pagar para que el deporte moderno funcione y sea rentable.
Incluso el poderoso Real Madrid planea inversiones de lujo en Qatar. Sumidos por la letal crisis económica que afecta a España, los clubes chicos se desmoronan debido a las deudas y sus jugadores pasan meses sin recibir un duro.
Pep Guardiola, considerado uno de los mejores DT del mundo, se centra en los temas deportivos y se calla sus opiniones sobre las dictaduras y faltas de libertades en las monarquías del Oriente Próximo.
Incluso, a ratos, hace declaraciones diplomáticas, elogiando el estado de cosas en otros clubes. ¿Son ésas las verdaderas opiniones de Guardiola? ¿Por lo bajo el DT del Barça detesta a tipos como Abramovich? Pudiera ser. O no. Lo que importa es generar dinero y jugar a estadios llenos.
Si hay un país donde el deporte es un negocio es en Estados Unidos. Pero una de las máximas de los estadounidenses es respetar a su gente y su comunidad.
Ya hace unos años, cuando dirigía los Medias Blancas de Chicago, Guillen desató la polémica, al declarar que los afroamericanos eran una partida de vagos.
Lo dijo sin mirar a su alrededor. Obviando que conducía a una novena repleta de prietos “perezosos” que lo llevaron en volandas a la corona. Despreciando a la numerosa población negra que habita en la ciudad de los vientos.
Aunque es mestizo, Ozzie pudiera ser racista. No existe ninguna ley que obligue a las personas a querer a otras razas. Pero sí existen leyes que obligan a respetar a los seres humanos independientemente de su color, sexo o nacionalidad.
Ahora vuelve Guillen a soltar la liebre. Su proceder me recordó que en Cuba, cuando un deportista gana una medalla en citas de nivel, casi de oficio, antes que dedicarla a su novia o a la familia, debe repetir la muletilla “Gracias a la revolución”, y dedicársela al 'comandante en jefe'.
Los atletas cubanos actúan por reflejo condicionado tras 53 años de un solo discurso. En el fondo, casi ninguno profesa grandes simpatías por sus líderes. Aunque existe una diferencia. Ozzie Guillén lo hace de forma voluntaria.