Patton: guerra, magia, escritura y reencarnación

El general afirmaba haber tenido vívidas visiones en que se comunicaba con sus ancestros, muchos de ellos también militares, que le asesorarían desde el más allá sobre el mejor desarrollo de las que serían sus más acertadas decisiones bélicas

El famoso y feroz general estadounidense, George Smith Patton, como Winston Churchill, estaría fuertemente apercibido acerca de que la Segunda Guerra Mundial no era una escabechina más, sino una de dimensiones cósmicas de enfrentamiento numinoso entre las fuerzas de la luz y las tinieblas y, en ese sentido, el audaz matador de teutones llegaría a asegurar que en todas sus vidas anteriores había sido guerrero siempre, a saber, un legionario romano, un mariscal napoleónico, o nada menos que Aníbal el cartaginés, en unos avatares que lo llevarían a través de los siglos en una sanguinaria sucesión de conflictos que no serían otra cosa que la historia misma del hombre y, como muchos otros miembros de su familia, afirmaba haber tenido vívidas visiones en que se comunicaba con sus ancestros, muchos de ellos también militares, que le asesorarían desde el más allá sobre el mejor desarrollo de las que serían sus más acertadas decisiones bélicas.

Como Churchill, Patton también fue escritor, pero, a diferencia del británico, el estadounidense no pasaría de escribir algunos poemas probablemente románticos, ensayos y textos de índole puramente militar. Luego si Churchill fue dos veces rey, en las letras y en las armas, Patton lo sería sólo en las armas pero, por otro lado, sus lecturas eran profusas e iban de la Biblia a la Ilíada y la Odisea de Homero, pasando por las sagas de Thomas Babington Macaulay, Primer Baron Macaulay, sobre la antigua Roma, y los temas reencarnacionistas y ocultistas en general. Por cierto que Patton no sería un esmerado escritor en letras, pero fue un esmerado escritor en sangre, con sangre; pues en sangre, con sangre de nazis, escribió, inscribió, tatuó, trazó la indeleble estela de la libertad en Europa y el Norte de África.

En uno de sus ensayos el general escribió algo que denota no sólo al guerrero, sino al guerrero de la índole espiritual, muy en la tradición orientalista, pero también en la occidentalista que bebe en el oriente, esa que de la mano de los templarios entiende la lucha más como una cuestión del alma, de las pulsiones del alma, que del cuerpo, de las pulsiones del cuerpo; esa que deviene en una élite de monjes guerreros y caballeros nigromantes: "El secreto de la victoria no radica pura y exclusivamente en el conocimiento. Merodea invisible en esa chispa vitalizadora, intangible, sin embargo evidente como un rayo, que es el alma guerrera. La firme determinación de adquirir un alma guerrera, adquiriéndola para conquistar o perecer con honor, es el secreto de la Victoria."

Y es que Patton, como ya apuntamos acerca de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, nunca se sintió acomplejado, como se ha puesto de moda, de ser un caballero, un miembro de la alta clase y un amigo del orden natural de las cosas y, parafraseando lo que dijo el filósofo Enrique José Varona acerca de la Avellaneda, a Patton le oiréis cantar a los imperios capaces de imponer cierta armonía dentro del caos, al triunfo del cristianismo, a las fuerzas prepotentes y misteriosas de la naturaleza, que a Patton nada le mueve, sino lo que sobresale, lo que impone y, por lo mismo, al general de las dos pistolas con rutilantes cachas de marfil al cinto, nunca le gustaría hacer el humilde, el demagogo, el héroe de los desposeídos que tanto vende mediáticamente, sino que se considera así mismo como un aristócrata, mas en la tradición de los antiguos templarios que en la del Ejército estadounidense. Sólo un templario, un aristócrata como Patton, puede darse el lujo de decir lo siguiente en medio de la dictadura de la deslucida modernidad: "¿Sabes?, el mundo se divide en dos categorías. Los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Tú cavas". Para, más adelante, añadir la única fórmula mediante la cual podría atisbarse algún tipo de igualdad entre los hombres, igualdad en el exacerbamiento del ego, el ego como fuerza para obtener la igualdad no en la mediocridad, a ras del suelo, como proclaman los socialistas nuestros de cada día, socialistas nazis y socialista marxistas, una y la misma materia excrementicia, sino en la excelencia, en la cumbre, como proclaman los iniciados:“Por medio de la perseverancia, el estudio y el deseo eterno, cualquier hombre puede llegar a ser grandioso”

Más allá de la creencia de Patton en la reencarnación, lo cierto es que entre sus ancestros había decenas de hombres que escogieron el ejercicio de las armas como profesión, así uno de sus abuelos combatió y murió bajo la bandera confederada durante la Guerra Civil en Estados Unidos. Patton nació en un rancho de San Gabriel, California, en noviembre de 1885, en el seno de una familia adinerada y desde niño se aficionó a la lectura de los clásicos y, sobre todo, de libros atiborrados de batallas, muertos, sangre, derrotas y victorias. En 1909 se graduó en West Point y, en 1916, cuando el bandolero y patriota mexicano Pancho Villa cruzó la frontera y atacó Nuevo México, tuvo ocasión de ver en la vida real la sangre y el fuego que hasta ese momento sólo habían formado parte del mundo de los libros y de su ardiente imaginación. Allí, un día, Patton arribó en su coche al frente de un grupo de hombres a un rancho donde estaba atrincherado el ayudante de Pancho Villa, Julio Cárdenas, y ocurre que el futuro héroe de la Segunda Guerra Mundial armó un tiroteo al mas puro estilo de las películas del oeste norteamericano y, cuando se disipó el humo de la pólvora, se descubrió una escena donde yacían dos cadáveres de mexicanos en el suelo. Dicen que Patton hizo la señal de la cruz y grabó dos muescas en las cachas de su pistola; en el inicio de lo que después sería sarcásticamente denominado como su mapa personal de la muerte. Cuentan que el eficaz matarife cargó los dos cadáveres de de invasores mexicanos en el coche y se fue a ver a su jefe que, al verlo, exclamó: "Tenemos un verdadero bandido en nuestras filas". Su jefe era nada menos que el general John, Black Jack, Pershing, quien acabó teniendo un encendido romance con la hermana de Patton, Nina, y entonces sucede más tarde que cuando la Primera Guerra Mundial estalla y Estados Unidos entra al conflicto, Pershing fue designado para las operaciones militares en Europa y se lleva consigo al buen bandido de Patton.

Patton apreció los primeros tanques de guerra en el frente francés y dirigió con éxito su primer contingente de blindados en Saint Mihiel. En Argonne, sus hombres cayeron bajo fuego de ametralladoras y Patton, en lugar de cubrirse, se puso en pie y los arengó al combate, y es allí donde pudo ocurrírsele su sabia definición del valor: “El valor es aguantar el miedo un minuto más”. La bala lo alcanzó en el muslo, cerca de la ingle, y le salió a centímetros del recto.

Luego regresó a casa y, tras restablecerse, se aburría entre agasajos y comilonas; nuestro hombre detestaba la paz, la mediocridad de la paz. Pero el cumplimiento de su destino le adviene con la Segunda Guerra Mundial y, en 1943, Patton desembarca en Casablanca, marcha a Túnez y derrota al Afrika Korps en El Guettar. Posteriormente, en la invasión de Sicilia le ordenan cubrir el flanco izquierdo del aliado, y al mismo tiempo rival, Montgomery, pero pronto improvisa el pistolero estadounidense una arriesgada y fulminante marcha a través de la isla, libera Palermo y entra en Messina, mucho antes que los británicos comandados por Montgomery. Su fama de agresivo, impulsivo e imprevisible corría se expandía como pólvora, nunca mejor empleada la imagen, por entre las filas aliadas, y más aún, por entre las filas fascistas que tienen pánico del mafioso estadounidense, como le nombra Adolfo Hitler; tan gris y pacato como suelen ser los socialistas no podía soportan la pintoresca personalidad del audaz matador de teutones. Patton, extravagante y egocentrista, llamaba la atención, entre otros elementos, por su vistoso uniforme y por las blancas cachas de sus revólveres, una a cada lado de la cintura como en el viejo oeste; de la marca Colt y del calibre 45. La prensa decía que eran de nácar pero Patton contestó un día ofendido en su orgullo: “Son de marfil. Sólo un chulo de Nueva Orleans llevaría nácar”. Los alemanes temían a Patton como el diablo teme a la cruz, y entonces los servicios de inteligencia de los aliados comenzaron a usarlo para amedrentar a los nazis, de manera que filtraban información para hacer creer a los teutones que estaría en sitios y operaciones disímiles; como si Patton tuviese el don de la ubicuidad. Así, su sola presencia en Malta sembró el pánico ante un desembarco americano en Grecia y, en vísperas del Día D, el alto mando alemán estaba convencido de que la invasión corría a cargo del mafioso Patton en el paso de Calais.

No estuvo Patton en el desembarco de Normandía, pero en julio de 1944 tomó las riendas del Tercer Ejército, hecho a su medida, y atravesó toda Francia en una ofensiva feroz y espectacular. Mientras sus comedidos superiores procuraban frenarlo, sus soldados y oficiales se salían no ya de los moldes sino de los mapas en un tipo de guerra que tenía más que ver con el espíritu de las Cruzadas que con la gris y grasienta mecánica de la modernidad. Copa a los teutones en la bolsa de Falaise, se adelanta en su jeep de combate para orinar sobre el Sena y sigue rumbo a Metz, donde el Tercer Ejército queda atascado por falta de gasolina y Patton se lamenta porque considera que se favorece a Montgomery en detrimento suyo.

Pero, el 16 de diciembre de 1944 se da la ofensiva de las Ardenas, por parte alemana y, en la reunión de jefes que sigue al ataque, el general Eisenhower, comandante supremo de las tropas aliadas en el Frente Occidental y posterior presidente estadounidense, le dice a Patton: "George, tienes que ir al contraataque con seis divisiones. ¿Cuando puedes empezar?", y Patton responde: "Ahora", y comienza a obrar a su manera y con frenesí, y cuando la 101 aerotransportada quedó cercada en Bastogne, Patton, en alarde bélico, asegura que en dos días él podía girar el rumbo de su avance, liberar Bastogne y cortar en dos el ataque alemán. La marcha de 160 kilómetros a través de la nieve le ganó un lugar de honor en la historia militar. En marzo, tras su tradicional meada al cruzar el Rin, fingió que se caía para coger con las manos un puñado de tierra alemana; el mismo gesto de Guillermo el Conquistador al desembarcar en Inglaterra en 1066.

Con el advenimiento de la paz Patton se siente frustrado y asegura, a quien quiera oírlo, que si lo dejan sus superiores llega con sus tanques y sus hombres hasta el mismísimo Moscú para acabar de una vez y por todas con la dictadura de los comunistas eslavos pues, como Winston Churchill, otro grande, odiaba tanto a los camaradas arios como a los camaradas proletarios y, como Churchill, estaría también apercibido de que en ese enfrentamiento numinoso entre las fuerzas de la luz y las tinieblas que sería la recién terminada Segunda Guerra Mundial los comunistas, como los nazis, estaban no sólo del lado de las tinieblas, sino que eran las tinieblas mismas. Nombrado gobernador de Baviera, sus declaraciones políticamente incorrectas, entre ellas la de cargarse a los camaradas soviéticos a punta de los tanques Sherman, provocan que se le relevé del mando de su Tercer Ejército, y, en diciembre de 1945, va y se fractura el cuello en un extraño y estúpido accidente de tráfico en Mannheim, y entonces agoniza durante dos semanas en un hospital antes de perder su primera y última batalla; esa que lo llevaría a ganar la inmortalidad. Su muerte desató toda suerte de rumores, entre ellos que había sido asesinado por los servicios secretos de los soviéticos con la complicidad, inclusive, de los servicios secretos estadounidenses y, en ese sentido, parece apuntar el historiador militar Robert Wilcox en su reciente y muy documentado libro Target Patton o Objetivo Patton. Un final adecuado para un homagno que apostó por la manipulación de las fuerzas ocultas en el rejuego universal del bien y el mal; arriesgado rejuego en el que a menudo tuvo que hacer el mal para obtener el bien.