El placer de morderlas

Guayabas

El autor recuerda el rapto de una joven y canta una fruta

Si a una fruta he sido fiel ha sido a la guayaba, aunque sólo en conserva, mermelada y cascos, o dentro de esos pasteles rectangulares y triangulares, como barcos de papel a medio hacer, donde suele saborearse exenta o mezclada con queso crema. Los redondos, que lucen la pasta de la fruta encima y están hechos de una masa más sólida que el hojaldre, se deshacen en la boca y espolvorean desde la barbilla hasta la pechera. Recién salidos del horno son un peligro: al tomarlos se quiebran, cayendo gran parte de ellos al suelo mientras sus remanentes, engullidos a toda velocidad, abrasan el velo del paladar y la lengua, arrancando al goloso bramidos y maldiciones.

Si el llamado a ofrecer la pasta es un pedazo de pan cubano fresco, lascado en dos tapas, tanto mejor: la guayaba es una joven desnuda echada entre ellas, ruborizada hasta el púrpura.

En barras de conserva me acompañó a la Universidad de Washington, en Missouri, donde cursé estudios y me ayudó a sobrevivir las tardes oscuras y la nieve. No faltó a bordo de un crucero que recorría las islas griegas, donde mi mujer y yo nos ganábamos la vida cantando y donde la embarcaba, procedente del sur de la Florida, oculta en el equipaje. La degustación de un trozo de guayaba en cubierta, entre vientos mediterráneos, salpicaduras de olas y visiones de Rodas, Míkonos, Hidra, Santorini y Creta, me convenció de que Homero podía haber sido cubano.

El aroma: visitar un hogar donde el comedor o la cocina empuñan un frutero con guayabas es adentrarse en una zona inexplorada del Paraíso.

La temperatura: el frío disminuye el sabor de cualquiera de sus derivados, despojándolos de toda sensualidad; el calor lo realza, acrecentándosela.

Ni hablar de las empanaditas de guayaba: tanto me gustan y tan familiares me son que con sólo echarles un vistazo sé cómo saben. Las conozco por la textura, el grosor, la coloración, la forma en que me miran, avergonzadas de no estar a la altura de sus antepasados o ansiosas de que las pruebe, de oírme elogiarlas mientras me atraganto, llena de harina y conserva la boca, zampándome una tras otra entre sorbos de agua fría o buches de café con leche. No es raro que algunas me prevengan del error que sería comprarlas: les leo el pensamiento.

Una empanadita demasiado amarilla no sabe bien: una encerrada en una bandeja de poliestireno y cubierta de nylon, tampoco; una cuya panza no abulta lo suficiente para crear un verdadero declive entre su punto más alto y su borde chato, menos; una cuya superficie no exhibe cierta irregularidad nada bueno promete. La empanadita perfecta es imperfecta, como si las yemas de los dedos que la confeccionaron no hubieran ejercido igual presión y esas abolladuras dispares no sólo incrementaran el placer de morderla sino el contraste entre la solidez engañosa de la masa y la suavidad del relleno.

Entre mis recuerdos más remotos sobresale el de las empanaditas de Juan Salazar, anciano pastelero de Palma Soriano que deambulaba con ellas sobre un tablero, recién salidas del horno, rumbo a los cafés del pueblo, pero presto a vender una pocas a los mejores clientes particulares que le salieran al paso o lo reclamaran desde un portal.

Mi madre se aprestaba a dar a luz a mi hermano, iba a ser trasladada a la Clínica Los Ángeles en Santiago de Cuba y yo debía quedar al cuidado de mi abuela paterna. Tenía cinco años y era la primera vez que me separaba de ella: la inquietud era grande; el desconsuelo, mayor. Hasta que a la mañana siguiente, paseando de la mano de mi abuela por la acera de su casa -oronda ella, enfurruñado yo- avistamos a Salazar. Mi abuela le pidió que se acercara y me ofreciera una empanadita. No sé si fue la primera que probé; sí, que la mañana se llenó de sol y que desde entonces estoy dispuesto a comerlas a todas horas.

La guayaba perfuma la poesía cubana desde Manuel Justo de Rubalcava (1769-1805) hasta Severo Sarduy (1937-1993). El segundo prescribe que no falte en sus exequias: Que den guayaba con queso / y haya son en mi velorio; el primero la elogia al inicio de una silva:

Más suave que la pera
en Cuba es la gratísima guayaba,
al gusto lisonjera,
la que en dulce todo el mundo alaba.

Entre el uno y el otro, Eugenio Florit (1903-1999) la utiliza para invocar a Rufina, musa de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé (1829-1861), en el epígrafe de su libro "Trópico". publicado en 1930: Ven, Rufina, que ya empieza / a madurar la guayaba, y sitúa el nacimiento de su interlocutora en la época en que el guayabo comienza a florecer.

No cupo a la poesía cubana culta sino al pueblo la suerte de acuñar la frase más espléndida jamás dedicada a la fruta. En una entrevista concedida a Alberto Muguercia, investigador de la música popular, parcialmente transcrita y publicada en un número de la revista Signos, Miguel Matamoros (1894-1971), ya anciano, reseña su vida y recuerda sus aventuras amorosas, entre ellas, el falso secuestro, perpetrado por él, de la hija de un amigo que por razones de raza se oponía a que aquel romance prosperara y deviniera en matrimonio. La pareja se atrincheró en el hogar del compositor, guitarrista y cantante durante tres días pero acabó rindiéndose ante la presencia de un sargento de la policía. Matamoros fue encarcelado, juzgado y declarado culpable de rapto. La sanción lo entristeció menos que un hallazgo del que las autoridades y su ex amigo jamás tendrían noticia y al que el presunto raptor sólo accedió a referirse reservándose los nombres de padre e hija y recurriendo a un modismo notable: la muchacha era guayaba de segunda flor.