Ser radical es cómodo, quizás lo más cómodo que hay. El único trabajo del radical es estar en contra de algo y emplearse a fondo en la crítica sin buscar soluciones...
Los radicalismos están de moda, sean a la izquierda (Podemos en España), ultraderecha (el Frente Nacional en Francia) y el castrismo (en Cuba, donde jamás ha dejado de estar de moda vía manu militari). Lo curioso es ver que algunos se abren camino en sociedades democráticas en las que, en principio, el equilibrio de poder entre los diferentes sectores ideológicos debería estar manteniendo una temperatura “correcta” en el ambiente para que, de pronto, no salten chispas que pongan en riesgo el sistema.
Pero, a pesar de todo, existen sociedades democráticas donde esas chispas saltan y cuando lo hacen nos indican que algo está sucediendo para que la temperatura en el ambiente no sea la idónea. Es un indicativo de que algo falla, por lo que debe identificarse el problema y atacarse, a menos que nos importe poco mantener la sana convivencia en una sociedad democrática. Los demócratas no siempre hacen su trabajo bien, básicamente porque a veces es más lo que dicen, que lo que hacen.
Por supuesto que los radicales están encantados de la vida con las chispas que se originan de pronto. Esa es la posibilidad que tienen para provocar lo que en realidad están deseando, un fuego que lo destruya todo sin tener en realidad una alternativa o solución a cambio. Es legítimo defender opiniones e ideologías propias con toda la pasión del mundo, pero llega un punto en el que el radicalismo en las ideas políticas se convierte en algo simplemente postural y de nacisismo perosonal que busca la proyección de una determinada imagen propia sobre los demás.
Hemos decidido colgarnos un cartel y lo haremos todo para presumir de ser lo más de lo más en ese terreno (los más antiimperialitas, los más izquierdistas, los más anticastristas o los más demócratas del planeta). El radicalismo insano es aquel que se convierte única y exclusivamente en postureo, en fuerza destructora pero incapaz de alzarse como fuente creadora y transformadora. Dice más que hace. Y contribuye al ‘statu quo’.
La energía que uno emplea es limitada, así como el tiempo que se tiene para emplearla. Es necesario recordar este punto y reflexionar. No tenemos todo el tiempo del mundo, ni tampoco la energía puede estar concentrada todo el tiempo única y exclusivamente en parloteos inútiles y estériles. Todo aquel que se instala en un radicalismo en contra de algo, sea contra la dictadura en Cuba o sea contra un sistema corrupto en España tiene la posibilidad de concentrar la energía haciendo y construyendo alternativas, a pequeña escala. Obviamente hay que estar dispuesto a pagar un precio y no todo el mundo está dispuesto a hacerlo.
En el mundo hay infinidad de situaciones injustas, de problemas no resueltos, de conflictos abiertos que requieren del compromiso de personas para cambiarlos, frenarlos y acabar con ellos. Por supuesto que todo ello requiere de acción más que de palabras, porque al fin y al cabo en este mundo lo que sobra precisamente son buenas intenciones y declaraciones de principios, plasmadas en declaraciones, tratados y otros papeles ceremoniosos que, a la práctica, muchos se pasan por el Arco del Triunfo. Léase carta de los derechos humanos, Posición Común y un largo etcétera.
Ser radical es cómodo, quizás lo más cómodo que hay. El único trabajo del radical es estar en contra de algo y emplearse a fondo en la crítica sin buscar soluciones, sin plantear alternativas ni tan siquiera sin hacer nada para contribuir a la transformación de la realidad que juzga como injusta. Así pues, cuando nos convertimos en radicales improductivos nos instalamos en una especie de dinámica que, al final, acaba siendo beneficiosa para nuestro propio enemigo. Está claro que al enemigo le va bien tener a miles de radicales enzarzados en discusiones eternas que no a miles haciendo cosas para limitar su poder.
Así pues no está de más que de vez en cuando nos preguntemos a nosotros mismos, si es que estamos en contra de algo: ¿Qué es lo que estoy haciendo para cambiar esto que me parece tan injusto? Seguro que algo se nos ocurre.
Pero, a pesar de todo, existen sociedades democráticas donde esas chispas saltan y cuando lo hacen nos indican que algo está sucediendo para que la temperatura en el ambiente no sea la idónea. Es un indicativo de que algo falla, por lo que debe identificarse el problema y atacarse, a menos que nos importe poco mantener la sana convivencia en una sociedad democrática. Los demócratas no siempre hacen su trabajo bien, básicamente porque a veces es más lo que dicen, que lo que hacen.
Por supuesto que los radicales están encantados de la vida con las chispas que se originan de pronto. Esa es la posibilidad que tienen para provocar lo que en realidad están deseando, un fuego que lo destruya todo sin tener en realidad una alternativa o solución a cambio. Es legítimo defender opiniones e ideologías propias con toda la pasión del mundo, pero llega un punto en el que el radicalismo en las ideas políticas se convierte en algo simplemente postural y de nacisismo perosonal que busca la proyección de una determinada imagen propia sobre los demás.
Hemos decidido colgarnos un cartel y lo haremos todo para presumir de ser lo más de lo más en ese terreno (los más antiimperialitas, los más izquierdistas, los más anticastristas o los más demócratas del planeta). El radicalismo insano es aquel que se convierte única y exclusivamente en postureo, en fuerza destructora pero incapaz de alzarse como fuente creadora y transformadora. Dice más que hace. Y contribuye al ‘statu quo’.
La energía que uno emplea es limitada, así como el tiempo que se tiene para emplearla. Es necesario recordar este punto y reflexionar. No tenemos todo el tiempo del mundo, ni tampoco la energía puede estar concentrada todo el tiempo única y exclusivamente en parloteos inútiles y estériles. Todo aquel que se instala en un radicalismo en contra de algo, sea contra la dictadura en Cuba o sea contra un sistema corrupto en España tiene la posibilidad de concentrar la energía haciendo y construyendo alternativas, a pequeña escala. Obviamente hay que estar dispuesto a pagar un precio y no todo el mundo está dispuesto a hacerlo.
En el mundo hay infinidad de situaciones injustas, de problemas no resueltos, de conflictos abiertos que requieren del compromiso de personas para cambiarlos, frenarlos y acabar con ellos. Por supuesto que todo ello requiere de acción más que de palabras, porque al fin y al cabo en este mundo lo que sobra precisamente son buenas intenciones y declaraciones de principios, plasmadas en declaraciones, tratados y otros papeles ceremoniosos que, a la práctica, muchos se pasan por el Arco del Triunfo. Léase carta de los derechos humanos, Posición Común y un largo etcétera.
Ser radical es cómodo, quizás lo más cómodo que hay. El único trabajo del radical es estar en contra de algo y emplearse a fondo en la crítica sin buscar soluciones, sin plantear alternativas ni tan siquiera sin hacer nada para contribuir a la transformación de la realidad que juzga como injusta. Así pues, cuando nos convertimos en radicales improductivos nos instalamos en una especie de dinámica que, al final, acaba siendo beneficiosa para nuestro propio enemigo. Está claro que al enemigo le va bien tener a miles de radicales enzarzados en discusiones eternas que no a miles haciendo cosas para limitar su poder.
Así pues no está de más que de vez en cuando nos preguntemos a nosotros mismos, si es que estamos en contra de algo: ¿Qué es lo que estoy haciendo para cambiar esto que me parece tan injusto? Seguro que algo se nos ocurre.